domingo, 20 de mayo de 2018

Vertientes de bienestar

Jorge Faljo

¿Qué ha sido esencial en el proceso de hacernos humanos y distinguirnos de los animales? Algunos dicen que tener un dedo índice opuesto a los demás dedos fue lo que impulsó andar de pie y desarrollar el cerebro, o el dominio del fuego y su uso para protección y alimentación, o el lenguaje y la comunicación para organizar actividades, o el uso de instrumentos, y muchas otras características. Aquí destaco una: el trabajo.

Los animales interactúan con la naturaleza, pero no trabajan; su evolución es genética y muy lenta. El trabajo transforma, desarrolla, deja una huella inmediata y permanente en la naturaleza y en el ser humano.

Hacer una lanza crea una herramienta recuperable, genera conocimiento transmisible y, finalmente, facilita la cacería. Cuando los antiguos egipcios transformaron el delta pantanoso del rio Nilo facilitaron la producción de alimentos de todas las siguientes generaciones. Cuando los campesinos apilan en bardas las piedras de un terreno facilitan el siguiente cultivo y controlan el acceso de depredadores.

El trabajo se acumula; cada generación crea una capa más de trabajo acumulado y esa es la base del progreso y el mejoramiento de la humanidad.

Los egipcios que drenaron el delta del Nilo incrementaron tanto su producción de alimentos que pudieron mantener una casta político religiosa, un ejército, artesanos, escribas y más. Incluso construir pirámides; una enorme acumulación de trabajo, solo que para un propósito improductivo. Tal vez ocupación útil para el control social.

Hay trabajo que genera bienes para el consumo inmediato y trabajo que se acumula; ahora le llamamos inversión, tal vez porque lo moviliza el dinero. Se puede invertir en transformar la naturaleza, en crear y difundir conocimientos, en construir maquinas herramientas, talleres y fábricas. La inversión es la base del progreso, del aumento de la productividad y del mejoramiento del bienestar futuro.
México no se distingue por su esfuerzo de inversión; es decir por la proporción del trabajo que genera infraestructura, maquinaria, fábricas nuevas, mejoras en la actividad agropecuaria. Según el Banco Mundial en 2016 México destinó 22.86 por ciento de su actividad económica a inversión. Lo que está en el rango promedio mundial. China dedicó el 43 por ciento de su producción a inversión.

Nuestra inversión podría ser mayor; pero el problema no es de cantidad sino de calidad. No es lo mismo drenar un enorme pantano, en el que muchos podrán producir, que concentrar el esfuerzo en una obra faraónica en provecho de pocos.

La inversión en México se encuentra muy concentrada. El paso al modelo neoliberal destruyó el esfuerzo acumulado en las décadas anteriores. Con el argumento de que el gobierno era paternalista y prohijaba un empresariado nacional flojo, abusivo y no competitivo, se instrumentaron políticas que destruyeron buena parte de las empresas manufactureras convencionales.

Como decía el Plan Nacional de Desarrollo de Zedillo el esfuerzo de inversión se orientó a la substitución de capacidades por otras más modernas, concentradas, y sin incremento del producto o del empleo. Echar por la borda lo que teníamos fue un error con un alto costo para la población. La agresión al salario que está en el fondo de toda política neoliberal impidió ampliar el mercado y la convivencia de la producción histórica con la globalizada. De ese modo la globalización arrojó fuera del mercado a la inversión preexistente.

Es paradójico que el empresariado mexicano globalizado, de acuerdo a la OCDE, tiene un bajo desempeño como inversionista. Esto se debe no a la ausencia de ganancia sino a la falta de oportunidades de inversión en el contexto de un mercado interno no solo pobre, sino empobrecido en las últimas décadas. Somos también uno de los países de menor éxito exportador y cuyas exportaciones tienen mayor proporción de insumos importados. Maquileros, pues.

Para crecer y elevar el bienestar necesitamos un cambio de estrategia. Lo urgente es reorientarnos al crecimiento del mercado interno, liderado por mejores ingresos para los trabajadores urbanos y rurales, sin descuidar la rentabilidad empresarial que debe recibir una atención privilegiada.

Para ello el Estado debe recuperar su papel pre neoliberal de ser un potente motor de la inversión productiva. No como factor de concentración en inversiones faraónicas; sino, por lo contrario, como generador del piso básico en el que pueda crecer y darse un empresariado disperso. Es decir, que la rentabilidad y la inversión ocurra en un sinnúmero de empresas urbanas y rurales de todos los tamaños y en un amplio abanico de estratos tecnológicos.

Esto solo es viable si, como ocurre en algunos sectores de las naciones industrializadas, se cuida el día a día de la rentabilidad de los productores. Es a partir de un amplio número de actividades rentables que estas a su vez podrán crecer, crear empleos e integrar avances tecnológicos. Lejos de destruir a los no competitivos hay que crearles posibilidades de rentabilidad e inversión que constituyan la base de un crecimiento de amplia base.

¡Es posible que ganen los trabajadores y también el pequeño y mediano empresariado? Si, ese es de hecho un factor predominante en la historia. Solo que requiere que el mejor ingreso de los trabajadores se oriente al consumo dentro del conjunto de las empresas que les dan empleo. Subir ingresos para comprar importado sería suicida.

La rentabilidad es posible en tres vertientes: Una moneda altamente competitiva; es decir barata. Administrando las importaciones para proteger la producción interna. O con empresas, trabajadores y gobierno organizados en un sector social que sea su propio mercado.


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