Jorge Faljo
El cruel asesinato de tres jóvenes estudiantes de cinematografía es otro llamado a nuestras conciencias. Miles de indignados, sobre todo jóvenes, han salido a las calles a exigir la resolución de este crimen y mucho más; seguridad para todos.
Se llevó dos administraciones, las de Fox y Calderón, reconocer que entre los miles de muertos había inocentes. Sus administraciones decían que eran conflictos entre criminales como pretexto para hacer muy poco y convencer a la población en general que el problema no la afectaba.
Ahora sabemos que la ola de asesinatos se llevó, además de inocentes, a multitud de líderes comunitarios y sociales. Ahora son evidentes los asesinatos de candidatos de todos los partidos políticos y entre los blancos más acosados por la violencia se encuentran los periodistas. El crimen se ensaña ante toda forma de organización social o política independiente, y toda denuncia de sus actividades. Lo que incluye lamentablemente la colusión de autoridades.
La brutalidad crece aceleradamente. Según el Sistema Nacional de Seguridad Pública en 2014 hubo 17,336 homicidios dolosos; en 2015 fueron18,707; en 2016 alcanzaron 22,962 y en 2017 se dispararon a 29,168. Nos adentramos en una especie de guerra civil de la peor especie, entre incontables bandos encontrados, y en medio la población desamparada.
Uno de los mejores diagnósticos de la situación se expresó al inicio del primer debate entre los candidatos a la presidencia de la república. Se abrió con el tema de mayor interés para los mexicanos, el de la violencia. Y la pregunta a los candidatos era en sí misma un diagnóstico certero. La transcribo parcialmente.
“… la violencia en nuestro país, medida por los homicidios dolosos, ha alcanzado el mayor nivel de las décadas recientes. Todos los candidatos de todos los partidos en el pasado han prometido tomar medidas concretas, pero hasta ahora ninguna ha funcionado.”
Crece la violencia y nada de lo hecho ha funcionado. Así de simple, y de terrible.
Lo anterior obliga a ver mucho más lejos, con una visión panorámica. Lo que enfrentamos no es una mera multitud de homicidios, secuestros, agresiones, extorsiones, fraudes, asaltos y demás. Así como las bacterias se multiplican en un caldo de cultivo apropiado, o en un cuerpo débil, la criminalidad crece cuando el entorno es incapaz de contenerla.
Sufrimos, desde hace décadas, dos vertientes de debilitamiento que afecta todo el cuerpo social y que lo torna indefenso frente a la criminalidad.
Una parte es el ataque despiadado a la familia. La emigración al extranjero de más de doce millones de mexicanos, en su mayoría adultos jóvenes, se originó en buena medida en un alto sentido de responsabilidad familiar. Salieron para, desde allá, contribuir a la supervivencia de sus parejas, de sus padres, de sus hijos. Su amor se demuestra en dólares; tan solo en 2017 enviaron más de 28 mil millones de dólares a sus parientes.
Pero la mayoría dejó atrás a sus hijos y parejas; las familias se rompieron y eso dificultó la transmisión de los valores éticos de los padres y madres. La idea de que el progreso personal requiere trabajo duro y honesto se perdió para millones de hijos. No extraño que, entre ellos, decenas o cientos de miles buscan salir adelante como sea y contra quien sea y, además con una carga de enorme resentimiento y rabia. De otro modo no me explico la frecuente crueldad sin causa inmediata aparente.
Pero no solo hay familias rotas. La verdad es que la paz familiar requiere una base económica digna. El empobrecimiento masivo tiene consecuencias. Si hace treinta años con un empleo en la familia se podía salir adelante, ahora es imposible. Se tiene que trabajar más tiempo y tal vez más lejos. Este malestar es un factor del importante incremento de la violencia intrafamiliar. La paz al interior de los hogares se ha deteriorado y el incremento del feminicidio es uno de sus indicadores.
Las familias están en crisis de convivencia y esto moldea los aprendizajes y actitudes de todos sus miembros. En particular los menores y adolescentes.
La segunda gran vertiente que ha flaqueado es el Estado y las instituciones públicas en general. Se trata de una autodestrucción orquestada desde adentro por los neoliberales que le fueron cortando facultades al gobierno, a sus instituciones y a sus responsabilidades hasta hacerlo una especie de muñeco que baila al son de los grandes inversionistas.
Los últimos 30 años nos han llevado muy lejos de aquel Estado fuerte nacido de la revolución, del reparto agrario, de la organización de los trabajadores, de la expropiación petrolera e impulsor de la industrialización y del campo. Se abandonó al Estado promotor del crecimiento para dejarlo todo en manos del mercado. Y fracasamos.
Ahora tenemos un Estado enano, con un ingreso fiscal inferior a la mitad del promedio captado por los países de la OCDE. En estas condiciones no puede proporcionar los más elementales servicios y apoyos tendientes a la igualación social: salud, educación y apoyos alimenticios.
Carcomido además por la corrupción, gasta para beneficio de unos cuantos inversionistas. No se encuentra al servicio de una clase social, sino de un conjunto de cómplices.
La solución a la violencia requiere abordar estos dos grandes asuntos. La protección a la familia empezando por el trabajo digno y adecuadamente remunerado y el soporte de servicios y apoyos públicos de calidad. Además, para crecer, invertir y generar empleo se requiere un Estado fuerte que vele por los intereses de todos los mexicanos. Y hoy en día el principal interés de la sociedad es la paz.
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