Jorge Faljo
Hacía muchos años que no acudía a una manifestación. Son cosas de jóvenes entusiastas y en general en buena condición física, y ya no estoy para esos trotes. El caso es que fui a la marcha para acompañar a las madres y padres de los 43 estudiantes normalistas de Ayotzinapa en el cuarto aniversario de su desaparición forzada.
Resultó fascinante observar cómo poco a poco y con una puntualidad razonable, se iban formando grupitos alrededor del monumento a la independencia, lugar usual de celebraciones futbolísticas. Salían las pancartas convocando, por ejemplo, a los estudiantes de diversas escuelas normalistas; o de facultades de la UNAM o del Polí. Y entre el desorden se iban juntando y organizando multitud de grupos pequeños y medianos.
Otros, la mayoría, llegaron ya como contingentes formados que se habían convocado para encontrarse en otros sitios. Una banda ambulante tocaba con alegría y cuando ya inició la marcha me di cuenta que acompañaba a un grupo de muchachas que, con el traje adecuado, bailaban la zandunga.
No eran solo jóvenes. Estaban los de Atenco, con sus machetes, indumentaria campesina y paliacates al cuello. Y grupos que se identificaban como electricistas, damnificados de los sismos, maestros y diversos movimientos sociales.
El cielo se oscurecía y era evidente que venía un aguacero. Los plásticos con capucha de diez pesos y los paraguas de cincuenta pesos (¡baratos!) eran mucho más demandados que las capas impermeables de 100 pesos. También se vendían o distribuían banderas, estandartes, camisetas, escudos, todos con múltiples inscripciones.
Vino el aguacero y lo sorprendente es que la gran mayoría aguantó vara. La mayoría parecía más o menos cubierta, pero muchos no. Entre los últimos me llamaron la atención los normalistas de Ayotzinapa, los estudiantes de hoy en día, en perfecta formación, sin ninguna protección contra el agua y con enorme gallardía.
A cuatro años de distancia la marcha fue, de los muchos miles que ahí se congregaron, como un homenaje solidario a la persistencia de esas madres y padres que exigen esclarecimiento y justicia. AMLO los recibió más tarde, en una actitud que contrastó con la del todavía, aunque ya muy disminuido presidente. Los padres agradecieron lo que para ellos es una primera muestra de verdadero compromiso por resolver el crimen.
Hay en México cientos de miles de madres, padres, hermanas y hermanos de desaparecidos y victimas del crimen. Pero estos, los de Ayotzinapa, son particularmente importantes no solo por su entereza, sino porque para todos los mexicanos es fundamental saber sí se trató de un crimen de estado. Un asesinato masivo que mostraría el contubernio entre organizaciones criminales con autoridades públicas. Una sospecha se extiende a muchos otros casos ocurridos a lo largo y ancho del territorio nacional.
Luchar contra la corrupción es un compromiso mayúsculo de López Obrador; los asesinatos de candidatos en las pasadas elecciones serían otra señal que identifica el peor de los campos de batalla del futuro próximo: el de las relaciones entre autoridades locales y organizaciones criminales.
No creo que esta marcha por los estudiantes normalistas desaparecidos haya sido una de las últimas de este sexenio. Fue más bien una de las primeras del gobierno de López Obrador. Y lejos de pensar que será un sexenio de calma después de un triunfo ciudadano, la marcha es señal de la conjunción solidaria de demandas hasta ahora más o menos dispersas: jóvenes que quieren seguridad, pueblos que piden respeto a sus tierras y culturas, maestros en defensa de derechos laborales y otros.
Muchos verán en las promesas y actitud del gobierno entrante la oportunidad de expresarse y pedir lo que los últimos gobiernos les han negado; incluyendo en primer lugar la libertad para expresarse. Este será un gran reto para el futuro gobierno. Pronto deberá atender una marea de exigencias que lo pondrá a prueba y le obligará a definiciones más puntuales.
Un reciente artículo de José Woldenberg pone el dedo en la llaga. El enojo popular mostrado en las pasadas elecciones ¿empuja hacia un Estado mínimo, austero en extremo, bajo el pretexto de atacar una burocracia corrupta y abusiva? Lo que deja de lado la critica a la operación del mercado como verdadera fuente de la inequidad. Casi nada le faltó a Woldenberg para decir con todas sus letras que la administración que viene tiene una visión profundamente neoliberal.
La opción es lo contrario, un esfuerzo de fortalecimiento del estado y sus instituciones que debería reflejarse en reconstituir los mecanismos de contacto con la población que fueron privatizados en los últimos sexenios. No se puede hacer verdadera política social sin contar con muchos servidores públicos que salgan al encuentro de los pueblos, ejidos, comunidades y barrios. Esa tarea que se le dejó al internet y a agentes privados y que se disimuló como gasto de inversión.
Para volver a echar raíces se requerirá abandonar el temor al gasto corriente y contar con funcionarios que sepan de sociología, antropología, economistas sociales y personal con verdadera vocación.
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