Jorge Faljo
Lo que ocurra en la presidencia norteamericana es muy importante para México. Nuestra muy cantada supuesta exitosa globalización ocurrió de hecho solo con los Estados Unidos. Una estrategia que se sustentó en el endeudamiento externo y la venta – país; que canceló la ruta de industrialización orientada al mercado interno para crear una industria maquiladora, que sacrificó el campo; acciones que dieron como resultado la expulsión de millones de mexicanos y la dependencia alimentaria.
Solo con los Estados Unidos tenemos una balanza comercial superavitaria y tenemos déficit con todos los demás; sobre todo con China, de quien importamos las partes que aquí se ensamblan para exportar a los Estados Unidos.
Demasiado de lo que ocurra en México depende de decisiones norteamericanas; lo que empeora cuando en la presidencia norteamericana se encuentra un sujeto caprichoso, imprevisible, y siempre dispuesto a culparnos de sus dificultades económicas y sociales. Según Trump nos aprovechamos de ellos; el TLCAN es el peor tratado firmado por los Estados Unidos; les enviamos drogas y personas a las que llama malvivientes.
Trump abandonó el ideal, muchas veces hipócrita, de una política exterior basada en principios para transitar al descaro de negociaciones de fuerza guiadas por el interés unilateral norteamericano, el de su elite económica o incluso por su conveniencia personal y familiar.
Estamos en un mundo interdependiente, pero México exageró y ahora la propuesta es moderar la dependencia alimentaria, industrial, financiera y comercial. Y esperar un presidente norteamericano algo menos… volátil.
El caso es que los norteamericanos mismos no saben cuánto más les durará Trump; seis meses, dos años, o seis años.
El reporte de Robert Mueller ha colocado al congreso de ese país ante disyuntivas que serán históricas. La investigación afirma que hubo interferencia rusa en las pasadas elecciones presidenciales norteamericanas y ha indiciado a varios rusos. Sin embargo concluye que no encontró señales de conspiración entre Donald Trump, su equipo de campaña y su familia y, por otra parte, agentes rusos. De eso quedan exonerados.
Paradójicamente el Reporte si presenta claras evidencias de obstrucción de la justicia. Eso es en sí mismo un delito grave. Sin embargo, una regla interna del departamento de justicia norteamericano indica que este no puede indiciar, acusar directamente al presidente. La idea de fondo es que en casos de delitos graves debe ser el congreso el que lo juzgue y decida si lo obliga a dimitir. Así que Mueller en su reporte simplemente señala los hechos y deja al Congreso la decisión sobre un posible proceso de juicio y despido de Trump. También aclara que era importante dejar constancia de estos porque, si no es ahora, este presidente podría ser juzgado cuando deje de serlo.
¿Por qué Trump obstruyó e intentó desprestigiar la investigación de una conspiración que no existió? Al parecer porque le preocupaba que la investigación desbordara hacia su historia empresarial y financiera llena de puntos oscuros, posiblemente delictivos.
Los datos de obstrucción que surgen del Reporte son suficientes para que el Congreso juzgue y expulse a Trump de la presidencia norteamericana. Más bien lo habrían sido en otro momento histórico. Pero ese proceso está determinado políticamente. Destituir al presidente requiere el 75 por ciento de los votos de la Cámara de Representantes y del Senado. Para ello se necesitaría que un buen número de senadores republicanos estén a favor de la destitución.
Para los demócratas se abren dos posibilidades. La de los “principistas” que señalan que hay que iniciar el proceso de destitución porque eso es lo legal y moralmente necesario. Reconocen que podrían no ganar, pero ese es su deber.
Otros, más pragmáticos, señalan que si no hay posibilidades políticas de ganar la destitución de Trump no hay que iniciarla. Se inclinan por seguir investigando y esperar a nuevas revelaciones que vayan radicalizando a la opinión publica en favor de la destitución y obliguen a los republicanos a aceptarla para no sufrir pérdidas políticas mayores en las próximas elecciones.
El gran premio, lo que está en el fondo de las decisiones es quien ganará las próximas elecciones presidenciales norteamericanas. Con una buena dosis de cinismo bien puede afirmarse que sería más fácil ganarle a Trump como candidato a reelegirse si sigue desprestigiándose.
Lo que puede ocurrir si resulta que pidió prestamos de miles de millones de dólares sobre la base de inflar falsamente el valor de sus propiedades, las mismas que devalúa al hacer sus declaraciones de impuestos. O si estás últimas revelan que no es tan rico como dice. O si se prueba que el y sus hermanos mintieron para no pagar el impuesto debido sobre la herencia de su padre.
Esta ruta cínica podría ser mejor que destituirlo y provocar que el actual vicepresidente, Mike Pence, se presente como el candidato republicano de unidad. Pence sería tal vez más difícil de vencer que Trump, porque es sinceramente religioso, de extrema derecha, tiene mayor experiencia administrativa, no es un bocón presuntuoso y no tiene un historial de negocios oscuros.
Otro riesgo de intentar la destitución antes de conseguir un amplio respaldo de la opinión pública, incluso la de derecha, es que Trump cuenta con una base fanática, aproximadamente el 30 por ciento de la votación, que amenaza hasta con respuestas violentas.
La decisión no es fácil para los demócratas: podrían no ganar un intento de destitución de Trump. Y si lo consiguen podría no ser lo mejor para asegurarse el triunfo en las siguientes elecciones presidenciales.
Lo cierto es que hagan lo que hagan ellos, aquí debemos seguir una ruta de creciente independencia.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
lunes, 29 de abril de 2019
domingo, 21 de abril de 2019
Ocaso de un país sin huelgas.
Jorge Faljo
Las pasadas huelgas en Matamoros Tamaulipas tomaron de sorpresa al país. Nadie predijo que duplicar el salario mínimo en la franja fronteriza del norte del país podría, de rebote, provocar una revuelta laboral de los trabajadores de las maquiladoras. O tal vez si se consideró esa posibilidad, porque el decreto indica, como un buen consejo, que la elevación del mínimo no debe ser referente para incrementar los demás salarios vigentes en el mercado laboral.
En esa perspectiva, que comparten las empresas, los trabajadores de las maquiladoras no serían beneficiados porque, tomando en cuenta bonos e incentivos, ya tenían ingresos superiores al nuevo mínimo. Sin embargo, esos trabajadores lejos de considerarse privilegiados recordaban tiempos mejores. A principios de los años noventa, antes de la firma del TLCAN, el salario medio de las maquiladoras de la región era de 19.50 dólares diarios; a precios constantes, hoy es menor a eso. Además, habían conseguido que la semana laboral fuera de 40 horas con pago de 56 horas; mientras que ahora en la mayoría de esas empresas se trabaja 48 horas a la semana.
En Matamoros se conjuntaron condiciones particulares de activismo, liderazgo y organización que llevaron a los trabajadores a una huelga general local en la que rebasaron a sus liderazgos sindicales formales. Exigieron un incremento salarial del 20 por ciento y el pago de un bono especial de 32 mil pesos que resultaba de calcular un pago salarial acordado con las empresas que se cubría en un solo pago al fin de año y que resultó alto porque estaba indexado al salario mínimo. El resultado es que cerca de un centenar de empresas llegó a un acuerdo favorable a las exigencias de los trabajadores.
Lo realmente sorprendente es que este era un país sin huelgas. En el sexenio de Vicente Fox estallaron 267 huelgas de carácter federal; en el de Calderón 111, y en el de Peña Nieto tan solo 22. Al final de la anterior administración se cumplieron 31 meses sin un solo estallamiento de huelga.
Esta “paz laboral” no era de ningún modo indicador de satisfacción de parte de los trabajadores. Se originaba más bien en dos factores: uno, la efectividad de los mecanismos de control y represión instaurados en el sindicalismo mismo y en las instituciones laborales. O segundo, un mercado laboral dominado por la informalidad y la ausencia de oportunidades de mejora.
Con el TLCAN México se comprometió a procurar el bienestar de los trabajadores; y simplemente no cumplió. Durante décadas se alentaron organizaciones sindicales autocráticas, corruptas y represoras de los trabajadores. Un régimen de desprotección de los derechos laborales alentado desde el gobierno.
Ahora desde los Estados Unidos viene la exigencia de reformas laborales que serán parte del nuevo tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, o T-MEC. Y esta vez parece que la cosa va en serio.
Trump ha ubicado a México, ante sus “fans”, como un país que le roba empleos a los norteamericanos. En su campaña presidencial prometió acabar con la explotación laboral en México, porque constituye una forma de competencia desleal. Ese discurso ha trascendido y ahora es compartido por los demócratas. Importa resaltarlo porque en Estados Unidos existe la impresión de que México los engañó.
No suena bien plantearlo de ese modo. Pero, por otra, parte sería difícil negar que los mexicanos mismos hemos sido constantemente engañados. Durante décadas se nos prometió que el libre funcionamiento del mercado laboral nos llevaría por sí mismo a la mejora de las condiciones de los trabajadores.
En ese contexto se consideró inútil fijar un salario mínimo porque por si mismas las empresas ya pagaban sueldos superiores. Matamoros demostró que no era cierto. De acuerdo con el IMSS el 10% de los trabajadores formales más pobres incrementó sus ingresos en más del 50% por la elevación del mínimo. Aunque en el conjunto total el salario promedio solo subió un 8 por ciento, antes de las huelgas.
La reforma laboral se encuentra a discusión. Sus ejes de transformación jurídica son el derecho de los trabajadores a organizarse; a elegir por voto libre y secreto a sus líderes; a discutir y aprobar, o no, el contrato de trabajo, a eliminar los contratos de protección, y a que las disputas laborales se resuelvan ante jueces independientes.
No conocemos aún cual será la redacción final de la ley y si acaba o no con el outsourcing y los falsos contratos de honorarios, o los deja para después. Pero basta lo esencial de las demandas norteamericanas para que aquí ocurran cambios fundamentales que abrirán escapes a la gran olla de presión donde durante décadas se han acumulado demandas reprimidas.
Y la exigencia de los demócratas no se limita al cambio legal. Sabedores ellos como nosotros, que con frecuencia el cambio legal es mero formulismo e hipocresía, esta vez exigen asegurarse que los cambios se instrumentarán adecuadamente y que a final de cuentas se conseguirá lo que quieren: disminuir la brecha salarial entre los trabajadores mexicanos y los norteamericanos.
Es en el terreno de la efectividad donde se librarán las más fuertes batallas internas. El sector privado mexicano sabe que la reforma laboral es inevitable; acepta el cambio legal para acoplarse a las exigencias de la renovación del tratado comercial, pero al mismo tiempo se opondrá a la sindicalización, a las elevaciones salariales y pondrá el grito en el cielo cuando ocurran huelgas.
La transición será un camino empedrado. No solo habrá tumbos inevitables en el camino de una cultura de auténtica negociación entre empresarios y trabajadores organizados. Abrir la ruta de la mejora salarial entra en contradicción con la estrategia económica de competir en un mundo globalizado sobre la base de pagar salarios de hambre en un mercado interno desprotegido.
Tendremos que revisar el modelo económico en su conjunto empezando por darle peso al Estado como rector de la economía, al diseño de una política industrial consensada con los sectores empresariales y una política social adecuada a la inclusión de todos los mexicanos. Y en las relaciones con el exterior pasar de la competitividad salarial a otra asociada a la protección de nuestra producción interna.
Las pasadas huelgas en Matamoros Tamaulipas tomaron de sorpresa al país. Nadie predijo que duplicar el salario mínimo en la franja fronteriza del norte del país podría, de rebote, provocar una revuelta laboral de los trabajadores de las maquiladoras. O tal vez si se consideró esa posibilidad, porque el decreto indica, como un buen consejo, que la elevación del mínimo no debe ser referente para incrementar los demás salarios vigentes en el mercado laboral.
En esa perspectiva, que comparten las empresas, los trabajadores de las maquiladoras no serían beneficiados porque, tomando en cuenta bonos e incentivos, ya tenían ingresos superiores al nuevo mínimo. Sin embargo, esos trabajadores lejos de considerarse privilegiados recordaban tiempos mejores. A principios de los años noventa, antes de la firma del TLCAN, el salario medio de las maquiladoras de la región era de 19.50 dólares diarios; a precios constantes, hoy es menor a eso. Además, habían conseguido que la semana laboral fuera de 40 horas con pago de 56 horas; mientras que ahora en la mayoría de esas empresas se trabaja 48 horas a la semana.
En Matamoros se conjuntaron condiciones particulares de activismo, liderazgo y organización que llevaron a los trabajadores a una huelga general local en la que rebasaron a sus liderazgos sindicales formales. Exigieron un incremento salarial del 20 por ciento y el pago de un bono especial de 32 mil pesos que resultaba de calcular un pago salarial acordado con las empresas que se cubría en un solo pago al fin de año y que resultó alto porque estaba indexado al salario mínimo. El resultado es que cerca de un centenar de empresas llegó a un acuerdo favorable a las exigencias de los trabajadores.
Lo realmente sorprendente es que este era un país sin huelgas. En el sexenio de Vicente Fox estallaron 267 huelgas de carácter federal; en el de Calderón 111, y en el de Peña Nieto tan solo 22. Al final de la anterior administración se cumplieron 31 meses sin un solo estallamiento de huelga.
Esta “paz laboral” no era de ningún modo indicador de satisfacción de parte de los trabajadores. Se originaba más bien en dos factores: uno, la efectividad de los mecanismos de control y represión instaurados en el sindicalismo mismo y en las instituciones laborales. O segundo, un mercado laboral dominado por la informalidad y la ausencia de oportunidades de mejora.
Con el TLCAN México se comprometió a procurar el bienestar de los trabajadores; y simplemente no cumplió. Durante décadas se alentaron organizaciones sindicales autocráticas, corruptas y represoras de los trabajadores. Un régimen de desprotección de los derechos laborales alentado desde el gobierno.
Ahora desde los Estados Unidos viene la exigencia de reformas laborales que serán parte del nuevo tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, o T-MEC. Y esta vez parece que la cosa va en serio.
Trump ha ubicado a México, ante sus “fans”, como un país que le roba empleos a los norteamericanos. En su campaña presidencial prometió acabar con la explotación laboral en México, porque constituye una forma de competencia desleal. Ese discurso ha trascendido y ahora es compartido por los demócratas. Importa resaltarlo porque en Estados Unidos existe la impresión de que México los engañó.
No suena bien plantearlo de ese modo. Pero, por otra, parte sería difícil negar que los mexicanos mismos hemos sido constantemente engañados. Durante décadas se nos prometió que el libre funcionamiento del mercado laboral nos llevaría por sí mismo a la mejora de las condiciones de los trabajadores.
En ese contexto se consideró inútil fijar un salario mínimo porque por si mismas las empresas ya pagaban sueldos superiores. Matamoros demostró que no era cierto. De acuerdo con el IMSS el 10% de los trabajadores formales más pobres incrementó sus ingresos en más del 50% por la elevación del mínimo. Aunque en el conjunto total el salario promedio solo subió un 8 por ciento, antes de las huelgas.
La reforma laboral se encuentra a discusión. Sus ejes de transformación jurídica son el derecho de los trabajadores a organizarse; a elegir por voto libre y secreto a sus líderes; a discutir y aprobar, o no, el contrato de trabajo, a eliminar los contratos de protección, y a que las disputas laborales se resuelvan ante jueces independientes.
No conocemos aún cual será la redacción final de la ley y si acaba o no con el outsourcing y los falsos contratos de honorarios, o los deja para después. Pero basta lo esencial de las demandas norteamericanas para que aquí ocurran cambios fundamentales que abrirán escapes a la gran olla de presión donde durante décadas se han acumulado demandas reprimidas.
Y la exigencia de los demócratas no se limita al cambio legal. Sabedores ellos como nosotros, que con frecuencia el cambio legal es mero formulismo e hipocresía, esta vez exigen asegurarse que los cambios se instrumentarán adecuadamente y que a final de cuentas se conseguirá lo que quieren: disminuir la brecha salarial entre los trabajadores mexicanos y los norteamericanos.
Es en el terreno de la efectividad donde se librarán las más fuertes batallas internas. El sector privado mexicano sabe que la reforma laboral es inevitable; acepta el cambio legal para acoplarse a las exigencias de la renovación del tratado comercial, pero al mismo tiempo se opondrá a la sindicalización, a las elevaciones salariales y pondrá el grito en el cielo cuando ocurran huelgas.
La transición será un camino empedrado. No solo habrá tumbos inevitables en el camino de una cultura de auténtica negociación entre empresarios y trabajadores organizados. Abrir la ruta de la mejora salarial entra en contradicción con la estrategia económica de competir en un mundo globalizado sobre la base de pagar salarios de hambre en un mercado interno desprotegido.
Tendremos que revisar el modelo económico en su conjunto empezando por darle peso al Estado como rector de la economía, al diseño de una política industrial consensada con los sectores empresariales y una política social adecuada a la inclusión de todos los mexicanos. Y en las relaciones con el exterior pasar de la competitividad salarial a otra asociada a la protección de nuestra producción interna.
lunes, 15 de abril de 2019
Utopías, las ajenas y las propias
Jorge Faljo
El último reporte de la Organización Internacional del Trabajo señala un fuerte déficit en la existencia de trabajo decente. La mayoría de los 3.3 mil millones de trabajadores, hombres y mujeres, empleados en el mundo en el 2018 no lo hacen en condiciones que les permitan una vida digna a ellos y a sus familias; no tienen acceso a mecanismos de protección social, a seguridad en el empleo y a la defensa de sus derechos.
Más de la cuarta parte de los trabajadores en países de ingresos bajos y medios son pobres e incluso indigentes. No ganan lo suficiente para alimentarse adecuadamente.
Incluso en los Estados Unidos muchos trabajadores de grandes cadenas comerciales y de comida rápida, así como trabajadores en servicios, no ganan lo suficiente para que sus familias puedan comer. Son parte de los cuarenta millones de norteamericanos que requieren asistencia nutricional.
Para la OIT lo que se requiere es repensar el empleo centrándonos en el ser humano. No queda muy claro lo que esto significa, o tal vez es una invitación a interpretarlo con imaginación.
Lo que evidencía es que las promesas del neoliberalismo no se cumplen. La globalización no ha acercado los niveles de vida entre países pobres y países ricos. Todo lo contrario, incluso dentro de los países ricos, ha provocado oleadas de empobrecimiento. En los Estados Unidos se habla de que ya existe la primera generación de norteamericanos que vivirá menos bien que sus padres. En todo el mundo cunde la protesta social ante las promesas no solo incumplidas, sino el deterioro del bienestar previo.
La utopía neoliberal implantó con engaños la competencia entre países, empresas e individuos. Los países tuvieron que ofrecer mejores condiciones para la atracción de capitales, incluyendo limitar las demandas de los trabajadores. Las empresas incrementaron los ritmos de trabajo, redujeron salarios reales, incumplieron sus obligaciones fiscales y laborales. Y nosotros los individuos tenemos que apresurarnos cada vez más para no quedar fuera de la jugada.
La convivencia tranquila en la comunidad, el barrio, el hogar fue sacrificada.
El resquebrajamiento de países, comunidades y familias se hace evidente en el incremento de la emigración de gente desesperada que busca salir de sus lugares de origen y emprende el peligroso navegar hacia el espejismo que ofrecen los países centrales. Pero esos barcos, como lo dijo Trump, ya están llenos; no hay espacio para más.
La OIT propone llevar inversiones a los espacios “descuidados” de las economías centrales y periféricas. Una propuesta que sigue la inercia de un pensamiento globalizador incapaz de generar soluciones en la perspectiva humana de la que habla el organismo.
Ahora el Fondo Monetario Internacional predice bajos ritmos de crecimiento en la mayoría de los países. En México creceríamos por abajo del promedio de lo que va del siglo. Un ritmo de crecimiento que será insuficiente para incorporar al trabajo formal a la población que lo solicita. En un trabajo formal que igual no paga lo suficiente para una vida familiar digna.
Sí la dinámica económica “normal” era insatisfactoria, ahora las condiciones laborales amenazan empeorar debido, paradójicamente a los grandes avances tecnológicos. Formas de progreso que benefician a una minoría cada vez más pequeña y que se vuelven en contra de la población.
Los vehículos sin chofer, el cobro por escaneo a distancia de las mercancías en los supermercados, la robótica en las fábricas y los servicios, amenazan con destruir millones de empleos y deteriorar las condiciones de trabajo de los que queden. Cada vez más los trabajadores tendrán que aceptar lo que sea que se les ofrezca.
Muy poco será en todo caso el empleo “competitivo” creado por grandes inversiones externas, o nacionales. No es factible competir en un mercado en el que la demanda se encuentra estancada o en deterioro. Cada nuevo empleo “competitivo” desplaza docenas de empleos preexistentes. Los pasos andados en el camino globalizador llevan al desplazamiento de las familias hacia el espejismo norteño. Salen de todas las periferias del planeta; África, Asia, Centro y Sud América y, por supuesto, México.
El fracaso de las utopías importadas obliga a generar nuestra propia utopía. Una en la que los mexicanos puedan vivir con tranquilidad con lo que en conjunto ya tenemos. Aquí y ahora nos encontramos en un buen momento para ello.
Por un lado tenemos muchas capacidades subutilizadas, algunas semidestruidas, pero recuperables en otras condiciones de mercado. La población ha resistido y resiste lo peor del despojo neoliberal. Tenemos, además un marco constitucional que establece la existencia de un sector social de la producción que debe ser protegido por el Estado. Tenemos, finalmente un gobierno que ofrece el fin del neoliberalismo; hay que tomarle la palabra.
La estrategia será generar un sector social en convivencia con la economía nacional globalizada, pero con una dinámica y una lógica de operación propias. Un sector en el que empleando capacidades ya existentes los trabajadores excluidos de la globalización produzcan para sí mismos: productores/ consumidores, “prosumidores” les llaman, conectados en una amplia red nacional de intercambio autorregulado desde su organización interna. Es decir, un mercado social.
Se trata de un rescate de lo propio, de lo que la población sabe y puede hacer. Un rescate compatible con la oferta y la demanda de nosotros mismos, de los pueblos y comunidades, que se oponen a las agresiones civilizatorias que abonan a su destrucción como indígenas, como campesinos, como productores.
Crearíamos el suelo firme en el que la mayoría de la población, la nación misma, resista los embates de un capitalismo cada vez más salvaje. Antepongamos nuestra utopía, esa si viable, a las fuerzas de los poderosos que están visiblemente hundiéndonos.
El último reporte de la Organización Internacional del Trabajo señala un fuerte déficit en la existencia de trabajo decente. La mayoría de los 3.3 mil millones de trabajadores, hombres y mujeres, empleados en el mundo en el 2018 no lo hacen en condiciones que les permitan una vida digna a ellos y a sus familias; no tienen acceso a mecanismos de protección social, a seguridad en el empleo y a la defensa de sus derechos.
Más de la cuarta parte de los trabajadores en países de ingresos bajos y medios son pobres e incluso indigentes. No ganan lo suficiente para alimentarse adecuadamente.
Incluso en los Estados Unidos muchos trabajadores de grandes cadenas comerciales y de comida rápida, así como trabajadores en servicios, no ganan lo suficiente para que sus familias puedan comer. Son parte de los cuarenta millones de norteamericanos que requieren asistencia nutricional.
Para la OIT lo que se requiere es repensar el empleo centrándonos en el ser humano. No queda muy claro lo que esto significa, o tal vez es una invitación a interpretarlo con imaginación.
Lo que evidencía es que las promesas del neoliberalismo no se cumplen. La globalización no ha acercado los niveles de vida entre países pobres y países ricos. Todo lo contrario, incluso dentro de los países ricos, ha provocado oleadas de empobrecimiento. En los Estados Unidos se habla de que ya existe la primera generación de norteamericanos que vivirá menos bien que sus padres. En todo el mundo cunde la protesta social ante las promesas no solo incumplidas, sino el deterioro del bienestar previo.
La utopía neoliberal implantó con engaños la competencia entre países, empresas e individuos. Los países tuvieron que ofrecer mejores condiciones para la atracción de capitales, incluyendo limitar las demandas de los trabajadores. Las empresas incrementaron los ritmos de trabajo, redujeron salarios reales, incumplieron sus obligaciones fiscales y laborales. Y nosotros los individuos tenemos que apresurarnos cada vez más para no quedar fuera de la jugada.
La convivencia tranquila en la comunidad, el barrio, el hogar fue sacrificada.
El resquebrajamiento de países, comunidades y familias se hace evidente en el incremento de la emigración de gente desesperada que busca salir de sus lugares de origen y emprende el peligroso navegar hacia el espejismo que ofrecen los países centrales. Pero esos barcos, como lo dijo Trump, ya están llenos; no hay espacio para más.
La OIT propone llevar inversiones a los espacios “descuidados” de las economías centrales y periféricas. Una propuesta que sigue la inercia de un pensamiento globalizador incapaz de generar soluciones en la perspectiva humana de la que habla el organismo.
Ahora el Fondo Monetario Internacional predice bajos ritmos de crecimiento en la mayoría de los países. En México creceríamos por abajo del promedio de lo que va del siglo. Un ritmo de crecimiento que será insuficiente para incorporar al trabajo formal a la población que lo solicita. En un trabajo formal que igual no paga lo suficiente para una vida familiar digna.
Sí la dinámica económica “normal” era insatisfactoria, ahora las condiciones laborales amenazan empeorar debido, paradójicamente a los grandes avances tecnológicos. Formas de progreso que benefician a una minoría cada vez más pequeña y que se vuelven en contra de la población.
Los vehículos sin chofer, el cobro por escaneo a distancia de las mercancías en los supermercados, la robótica en las fábricas y los servicios, amenazan con destruir millones de empleos y deteriorar las condiciones de trabajo de los que queden. Cada vez más los trabajadores tendrán que aceptar lo que sea que se les ofrezca.
Muy poco será en todo caso el empleo “competitivo” creado por grandes inversiones externas, o nacionales. No es factible competir en un mercado en el que la demanda se encuentra estancada o en deterioro. Cada nuevo empleo “competitivo” desplaza docenas de empleos preexistentes. Los pasos andados en el camino globalizador llevan al desplazamiento de las familias hacia el espejismo norteño. Salen de todas las periferias del planeta; África, Asia, Centro y Sud América y, por supuesto, México.
El fracaso de las utopías importadas obliga a generar nuestra propia utopía. Una en la que los mexicanos puedan vivir con tranquilidad con lo que en conjunto ya tenemos. Aquí y ahora nos encontramos en un buen momento para ello.
Por un lado tenemos muchas capacidades subutilizadas, algunas semidestruidas, pero recuperables en otras condiciones de mercado. La población ha resistido y resiste lo peor del despojo neoliberal. Tenemos, además un marco constitucional que establece la existencia de un sector social de la producción que debe ser protegido por el Estado. Tenemos, finalmente un gobierno que ofrece el fin del neoliberalismo; hay que tomarle la palabra.
La estrategia será generar un sector social en convivencia con la economía nacional globalizada, pero con una dinámica y una lógica de operación propias. Un sector en el que empleando capacidades ya existentes los trabajadores excluidos de la globalización produzcan para sí mismos: productores/ consumidores, “prosumidores” les llaman, conectados en una amplia red nacional de intercambio autorregulado desde su organización interna. Es decir, un mercado social.
Se trata de un rescate de lo propio, de lo que la población sabe y puede hacer. Un rescate compatible con la oferta y la demanda de nosotros mismos, de los pueblos y comunidades, que se oponen a las agresiones civilizatorias que abonan a su destrucción como indígenas, como campesinos, como productores.
Crearíamos el suelo firme en el que la mayoría de la población, la nación misma, resista los embates de un capitalismo cada vez más salvaje. Antepongamos nuestra utopía, esa si viable, a las fuerzas de los poderosos que están visiblemente hundiéndonos.
martes, 9 de abril de 2019
¡Agárrenme porque lo mato!
Jorge Faljo
Donald Trump el controvertido y pintoresco presidente norteamericano, por decir lo menos, no tiene la gracia de los viejos cómicos mexicanos. Sin embargo parece haberles copiado una de sus mejores actuaciones. La técnica es amenazar acompañado de un “deténganme, no me suelten” para finalmente no agarrarse a trompadas con el adversario. Pleito que no convenía a nadie y probablemente mucho menos al que amenazaba.
Trump amenazó cerrar la frontera norteamericana con México y fueron los propios norteamericanos los que se encargaron de detenerlo señalando el gravísimo impacto que esto tendría en la economía de aquel país. Sobre todo en la prestación de servicios de todo tipo en las ciudades fronterizas norteamericanas que son efectuados en gran medida por trabajadores mexicanos transfronterizos.
Así que fue detenido por sus propios connacionales y que bueno que de este lado predominó la calma tal vez porque entendemos cada vez mejor sus mañas.
Lo que no impide que Trump con actitud de perdonavidas le “conceda” a México un año de gracia para frenar la oleada migratoria y detener el flujo de drogas ilícitas. Será materia de otro artículo señalar que esto es imposible. Además el presidente norteamericano no ofrece a cambio lo que sería lógico, impedir la entrada de armas y municiones de allá para acá.
Si no hacemos lo que pide lo primero que hará, supone, imponer un alto arancel a las importaciones de autos armados en México. Su amenaza suena viable tras los aranceles que impuso a las importaciones norteamericanas de acero y aluminio donde ha demostrado que no es un neoliberal que se conduce de acuerdo a principios y acuerdos. Su historial como negociante señala un importante desprecio al cumplimiento de contratos.
Lo segundo que piensa, dice, es cerrar la frontera, lo cual es una amenaza mucho menos creíble porque, aunque nos dañaría, sería también darse una puñalada a sí mismo.
Trump no se conduce de acuerdo a principios neoliberales, sino como un rudo negociante que apela a posiciones de fuerza aprovechando las debilidades de sus contrincantes. Una y otra vez amenaza con derrumbar lo que aquí se presentó como logros principales del neoliberalismo. Algo que Estados Unidos exigió, y nuestra elite educada en sus universidades adoptó con entusiasmo; integrarnos a la economía norteña como campeones de la globalización.
No nos prestemos a su juego y dejemos que el magnate norteamericano haga su boxeo de sombra. Pero al mismo tiempo tomemos en serio sus amenazas y preparémonos por la vía del fortalecimiento de una estrategia alternativa centrada en el mercado interno. Es decir, del énfasis en la producción para nosotros y en el consumo de lo nuestro. Lo que no implica sacrificar lo alcanzado en términos de exportaciones sino disminuir el carácter meramente maquilador de nuestras exportaciones promoviendo su mayor integración a cadenas de producción internas.
Hablando de estos temas hay que recordar que también está en juego la aprobación por el congreso norteamericano del nuevo tratado comercial entre México, Canadá y los Estados Unidos.
El nuevo dominio del partido demócrata en la cámara de representantes de Estados Unidos dificulta que sea aprobado en sus actuales términos. La dirigencia demócrata quiere hacer dos modificaciones principales.
La primera modificación se refiere al tema laboral en México. Trump mismo levantó esta bandera exigiendo un importante acercamiento de los niveles salariales de México y Estados Unidos. En su campaña, Trump, llegó a decir que acabaría con el trabajo esclavo en México porque constituía una competencia desleal para con los obreros norteamericanos. Fiel a la técnica del “agárrenme porque lo mato” posteriormente fue reduciendo sus exigencias hasta niveles más acordes a las posibilidades reales.
Ahora los demócratas retoman esa bandera y exigen democracia sindical en México, como un incentivo a la elevación paulatina de salarios en México. Ante lo cual López Obrador responde que la iniciativa de reforma laboral enviada al Congreso se apega a los compromisos que establece el tratado. Es además evidente que se ha generado un ambiente más permisivo a una representación obrera auténtica y a la huelga como instrumento de negociación laboral. Algo que anteriormente era inconcebible.
Sin embargo, los demócratas norteamericanos quieren exigir mayores garantías de cumplimiento efectivo. Sospechan lo que ya sabemos, que con frecuencia en México tenemos leyes de excelencia, que no se cumplen.
La segunda modificación relevante se encuentra totalmente inmersa en la política interna de los Estados Unidos. Los demócratas quieren en serio algo que Trump prometió y, como de costumbre, no cumple; una importante reducción a los precios de los fármacos. En el país que pregona las ventajas de la libre competencia los precios de las medicinas son mucho más elevados que en el resto del mundo. Al grado de hacerlos inaccesibles para gran parte de la población.
Sin embargo, los republicanos introdujeron en el T-MEC medidas de protección a las grandes empresas farmacéuticas. Ampliaron el periodo de su dominio exclusivo del mercado y permite que cambios menores a la fórmula de un fármaco permitan re patentarlo. Es decir que se fortalece lo que elegantemente se llama propiedad intelectual y que en la práctica impide la entrada de competidores, entre ellos la producción y venta de medicamentos genéricos.
Los demócratas no podrían cambiar el marco jurídico de la industria farmacéutica si este se encuentra inscrito en un tratado internacional.
En esta lucha de la que solo podemos ser espectadores si los demócratas ganan también se verían favorecidos los consumidores mexicanos. Pero Trump tiene una importante carta a su favor; podría intentar derogar el TLCAN en funciones incluso sin que se apruebe el T-MEC que lo substituye. Algo que, en la perspectiva de los demócratas, y del gobierno de México, sería muy negativo.
Si se da, Trump jugará a culpar a los demócratas de la ruptura de ambos tratados comerciales, el vigente y el renovado. Muy posiblemente tocaría a los tribunales y a la opinión pública decidir quién tiene la razón y a Trump decidir que le conviene más en la perspectiva de su posible reelección en el 2020.
Donald Trump el controvertido y pintoresco presidente norteamericano, por decir lo menos, no tiene la gracia de los viejos cómicos mexicanos. Sin embargo parece haberles copiado una de sus mejores actuaciones. La técnica es amenazar acompañado de un “deténganme, no me suelten” para finalmente no agarrarse a trompadas con el adversario. Pleito que no convenía a nadie y probablemente mucho menos al que amenazaba.
Trump amenazó cerrar la frontera norteamericana con México y fueron los propios norteamericanos los que se encargaron de detenerlo señalando el gravísimo impacto que esto tendría en la economía de aquel país. Sobre todo en la prestación de servicios de todo tipo en las ciudades fronterizas norteamericanas que son efectuados en gran medida por trabajadores mexicanos transfronterizos.
Así que fue detenido por sus propios connacionales y que bueno que de este lado predominó la calma tal vez porque entendemos cada vez mejor sus mañas.
Lo que no impide que Trump con actitud de perdonavidas le “conceda” a México un año de gracia para frenar la oleada migratoria y detener el flujo de drogas ilícitas. Será materia de otro artículo señalar que esto es imposible. Además el presidente norteamericano no ofrece a cambio lo que sería lógico, impedir la entrada de armas y municiones de allá para acá.
Si no hacemos lo que pide lo primero que hará, supone, imponer un alto arancel a las importaciones de autos armados en México. Su amenaza suena viable tras los aranceles que impuso a las importaciones norteamericanas de acero y aluminio donde ha demostrado que no es un neoliberal que se conduce de acuerdo a principios y acuerdos. Su historial como negociante señala un importante desprecio al cumplimiento de contratos.
Lo segundo que piensa, dice, es cerrar la frontera, lo cual es una amenaza mucho menos creíble porque, aunque nos dañaría, sería también darse una puñalada a sí mismo.
Trump no se conduce de acuerdo a principios neoliberales, sino como un rudo negociante que apela a posiciones de fuerza aprovechando las debilidades de sus contrincantes. Una y otra vez amenaza con derrumbar lo que aquí se presentó como logros principales del neoliberalismo. Algo que Estados Unidos exigió, y nuestra elite educada en sus universidades adoptó con entusiasmo; integrarnos a la economía norteña como campeones de la globalización.
No nos prestemos a su juego y dejemos que el magnate norteamericano haga su boxeo de sombra. Pero al mismo tiempo tomemos en serio sus amenazas y preparémonos por la vía del fortalecimiento de una estrategia alternativa centrada en el mercado interno. Es decir, del énfasis en la producción para nosotros y en el consumo de lo nuestro. Lo que no implica sacrificar lo alcanzado en términos de exportaciones sino disminuir el carácter meramente maquilador de nuestras exportaciones promoviendo su mayor integración a cadenas de producción internas.
Hablando de estos temas hay que recordar que también está en juego la aprobación por el congreso norteamericano del nuevo tratado comercial entre México, Canadá y los Estados Unidos.
El nuevo dominio del partido demócrata en la cámara de representantes de Estados Unidos dificulta que sea aprobado en sus actuales términos. La dirigencia demócrata quiere hacer dos modificaciones principales.
La primera modificación se refiere al tema laboral en México. Trump mismo levantó esta bandera exigiendo un importante acercamiento de los niveles salariales de México y Estados Unidos. En su campaña, Trump, llegó a decir que acabaría con el trabajo esclavo en México porque constituía una competencia desleal para con los obreros norteamericanos. Fiel a la técnica del “agárrenme porque lo mato” posteriormente fue reduciendo sus exigencias hasta niveles más acordes a las posibilidades reales.
Ahora los demócratas retoman esa bandera y exigen democracia sindical en México, como un incentivo a la elevación paulatina de salarios en México. Ante lo cual López Obrador responde que la iniciativa de reforma laboral enviada al Congreso se apega a los compromisos que establece el tratado. Es además evidente que se ha generado un ambiente más permisivo a una representación obrera auténtica y a la huelga como instrumento de negociación laboral. Algo que anteriormente era inconcebible.
Sin embargo, los demócratas norteamericanos quieren exigir mayores garantías de cumplimiento efectivo. Sospechan lo que ya sabemos, que con frecuencia en México tenemos leyes de excelencia, que no se cumplen.
La segunda modificación relevante se encuentra totalmente inmersa en la política interna de los Estados Unidos. Los demócratas quieren en serio algo que Trump prometió y, como de costumbre, no cumple; una importante reducción a los precios de los fármacos. En el país que pregona las ventajas de la libre competencia los precios de las medicinas son mucho más elevados que en el resto del mundo. Al grado de hacerlos inaccesibles para gran parte de la población.
Sin embargo, los republicanos introdujeron en el T-MEC medidas de protección a las grandes empresas farmacéuticas. Ampliaron el periodo de su dominio exclusivo del mercado y permite que cambios menores a la fórmula de un fármaco permitan re patentarlo. Es decir que se fortalece lo que elegantemente se llama propiedad intelectual y que en la práctica impide la entrada de competidores, entre ellos la producción y venta de medicamentos genéricos.
Los demócratas no podrían cambiar el marco jurídico de la industria farmacéutica si este se encuentra inscrito en un tratado internacional.
En esta lucha de la que solo podemos ser espectadores si los demócratas ganan también se verían favorecidos los consumidores mexicanos. Pero Trump tiene una importante carta a su favor; podría intentar derogar el TLCAN en funciones incluso sin que se apruebe el T-MEC que lo substituye. Algo que, en la perspectiva de los demócratas, y del gobierno de México, sería muy negativo.
Si se da, Trump jugará a culpar a los demócratas de la ruptura de ambos tratados comerciales, el vigente y el renovado. Muy posiblemente tocaría a los tribunales y a la opinión pública decidir quién tiene la razón y a Trump decidir que le conviene más en la perspectiva de su posible reelección en el 2020.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)