Jorge Faljo
Las pasadas huelgas en Matamoros Tamaulipas tomaron de sorpresa al país. Nadie predijo que duplicar el salario mínimo en la franja fronteriza del norte del país podría, de rebote, provocar una revuelta laboral de los trabajadores de las maquiladoras. O tal vez si se consideró esa posibilidad, porque el decreto indica, como un buen consejo, que la elevación del mínimo no debe ser referente para incrementar los demás salarios vigentes en el mercado laboral.
En esa perspectiva, que comparten las empresas, los trabajadores de las maquiladoras no serían beneficiados porque, tomando en cuenta bonos e incentivos, ya tenían ingresos superiores al nuevo mínimo. Sin embargo, esos trabajadores lejos de considerarse privilegiados recordaban tiempos mejores. A principios de los años noventa, antes de la firma del TLCAN, el salario medio de las maquiladoras de la región era de 19.50 dólares diarios; a precios constantes, hoy es menor a eso. Además, habían conseguido que la semana laboral fuera de 40 horas con pago de 56 horas; mientras que ahora en la mayoría de esas empresas se trabaja 48 horas a la semana.
En Matamoros se conjuntaron condiciones particulares de activismo, liderazgo y organización que llevaron a los trabajadores a una huelga general local en la que rebasaron a sus liderazgos sindicales formales. Exigieron un incremento salarial del 20 por ciento y el pago de un bono especial de 32 mil pesos que resultaba de calcular un pago salarial acordado con las empresas que se cubría en un solo pago al fin de año y que resultó alto porque estaba indexado al salario mínimo. El resultado es que cerca de un centenar de empresas llegó a un acuerdo favorable a las exigencias de los trabajadores.
Lo realmente sorprendente es que este era un país sin huelgas. En el sexenio de Vicente Fox estallaron 267 huelgas de carácter federal; en el de Calderón 111, y en el de Peña Nieto tan solo 22. Al final de la anterior administración se cumplieron 31 meses sin un solo estallamiento de huelga.
Esta “paz laboral” no era de ningún modo indicador de satisfacción de parte de los trabajadores. Se originaba más bien en dos factores: uno, la efectividad de los mecanismos de control y represión instaurados en el sindicalismo mismo y en las instituciones laborales. O segundo, un mercado laboral dominado por la informalidad y la ausencia de oportunidades de mejora.
Con el TLCAN México se comprometió a procurar el bienestar de los trabajadores; y simplemente no cumplió. Durante décadas se alentaron organizaciones sindicales autocráticas, corruptas y represoras de los trabajadores. Un régimen de desprotección de los derechos laborales alentado desde el gobierno.
Ahora desde los Estados Unidos viene la exigencia de reformas laborales que serán parte del nuevo tratado entre México, Estados Unidos y Canadá, o T-MEC. Y esta vez parece que la cosa va en serio.
Trump ha ubicado a México, ante sus “fans”, como un país que le roba empleos a los norteamericanos. En su campaña presidencial prometió acabar con la explotación laboral en México, porque constituye una forma de competencia desleal. Ese discurso ha trascendido y ahora es compartido por los demócratas. Importa resaltarlo porque en Estados Unidos existe la impresión de que México los engañó.
No suena bien plantearlo de ese modo. Pero, por otra, parte sería difícil negar que los mexicanos mismos hemos sido constantemente engañados. Durante décadas se nos prometió que el libre funcionamiento del mercado laboral nos llevaría por sí mismo a la mejora de las condiciones de los trabajadores.
En ese contexto se consideró inútil fijar un salario mínimo porque por si mismas las empresas ya pagaban sueldos superiores. Matamoros demostró que no era cierto. De acuerdo con el IMSS el 10% de los trabajadores formales más pobres incrementó sus ingresos en más del 50% por la elevación del mínimo. Aunque en el conjunto total el salario promedio solo subió un 8 por ciento, antes de las huelgas.
La reforma laboral se encuentra a discusión. Sus ejes de transformación jurídica son el derecho de los trabajadores a organizarse; a elegir por voto libre y secreto a sus líderes; a discutir y aprobar, o no, el contrato de trabajo, a eliminar los contratos de protección, y a que las disputas laborales se resuelvan ante jueces independientes.
No conocemos aún cual será la redacción final de la ley y si acaba o no con el outsourcing y los falsos contratos de honorarios, o los deja para después. Pero basta lo esencial de las demandas norteamericanas para que aquí ocurran cambios fundamentales que abrirán escapes a la gran olla de presión donde durante décadas se han acumulado demandas reprimidas.
Y la exigencia de los demócratas no se limita al cambio legal. Sabedores ellos como nosotros, que con frecuencia el cambio legal es mero formulismo e hipocresía, esta vez exigen asegurarse que los cambios se instrumentarán adecuadamente y que a final de cuentas se conseguirá lo que quieren: disminuir la brecha salarial entre los trabajadores mexicanos y los norteamericanos.
Es en el terreno de la efectividad donde se librarán las más fuertes batallas internas. El sector privado mexicano sabe que la reforma laboral es inevitable; acepta el cambio legal para acoplarse a las exigencias de la renovación del tratado comercial, pero al mismo tiempo se opondrá a la sindicalización, a las elevaciones salariales y pondrá el grito en el cielo cuando ocurran huelgas.
La transición será un camino empedrado. No solo habrá tumbos inevitables en el camino de una cultura de auténtica negociación entre empresarios y trabajadores organizados. Abrir la ruta de la mejora salarial entra en contradicción con la estrategia económica de competir en un mundo globalizado sobre la base de pagar salarios de hambre en un mercado interno desprotegido.
Tendremos que revisar el modelo económico en su conjunto empezando por darle peso al Estado como rector de la economía, al diseño de una política industrial consensada con los sectores empresariales y una política social adecuada a la inclusión de todos los mexicanos. Y en las relaciones con el exterior pasar de la competitividad salarial a otra asociada a la protección de nuestra producción interna.
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