Jorge Faljo
El último reporte de la Organización Internacional del Trabajo señala un fuerte déficit en la existencia de trabajo decente. La mayoría de los 3.3 mil millones de trabajadores, hombres y mujeres, empleados en el mundo en el 2018 no lo hacen en condiciones que les permitan una vida digna a ellos y a sus familias; no tienen acceso a mecanismos de protección social, a seguridad en el empleo y a la defensa de sus derechos.
Más de la cuarta parte de los trabajadores en países de ingresos bajos y medios son pobres e incluso indigentes. No ganan lo suficiente para alimentarse adecuadamente.
Incluso en los Estados Unidos muchos trabajadores de grandes cadenas comerciales y de comida rápida, así como trabajadores en servicios, no ganan lo suficiente para que sus familias puedan comer. Son parte de los cuarenta millones de norteamericanos que requieren asistencia nutricional.
Para la OIT lo que se requiere es repensar el empleo centrándonos en el ser humano. No queda muy claro lo que esto significa, o tal vez es una invitación a interpretarlo con imaginación.
Lo que evidencía es que las promesas del neoliberalismo no se cumplen. La globalización no ha acercado los niveles de vida entre países pobres y países ricos. Todo lo contrario, incluso dentro de los países ricos, ha provocado oleadas de empobrecimiento. En los Estados Unidos se habla de que ya existe la primera generación de norteamericanos que vivirá menos bien que sus padres. En todo el mundo cunde la protesta social ante las promesas no solo incumplidas, sino el deterioro del bienestar previo.
La utopía neoliberal implantó con engaños la competencia entre países, empresas e individuos. Los países tuvieron que ofrecer mejores condiciones para la atracción de capitales, incluyendo limitar las demandas de los trabajadores. Las empresas incrementaron los ritmos de trabajo, redujeron salarios reales, incumplieron sus obligaciones fiscales y laborales. Y nosotros los individuos tenemos que apresurarnos cada vez más para no quedar fuera de la jugada.
La convivencia tranquila en la comunidad, el barrio, el hogar fue sacrificada.
El resquebrajamiento de países, comunidades y familias se hace evidente en el incremento de la emigración de gente desesperada que busca salir de sus lugares de origen y emprende el peligroso navegar hacia el espejismo que ofrecen los países centrales. Pero esos barcos, como lo dijo Trump, ya están llenos; no hay espacio para más.
La OIT propone llevar inversiones a los espacios “descuidados” de las economías centrales y periféricas. Una propuesta que sigue la inercia de un pensamiento globalizador incapaz de generar soluciones en la perspectiva humana de la que habla el organismo.
Ahora el Fondo Monetario Internacional predice bajos ritmos de crecimiento en la mayoría de los países. En México creceríamos por abajo del promedio de lo que va del siglo. Un ritmo de crecimiento que será insuficiente para incorporar al trabajo formal a la población que lo solicita. En un trabajo formal que igual no paga lo suficiente para una vida familiar digna.
Sí la dinámica económica “normal” era insatisfactoria, ahora las condiciones laborales amenazan empeorar debido, paradójicamente a los grandes avances tecnológicos. Formas de progreso que benefician a una minoría cada vez más pequeña y que se vuelven en contra de la población.
Los vehículos sin chofer, el cobro por escaneo a distancia de las mercancías en los supermercados, la robótica en las fábricas y los servicios, amenazan con destruir millones de empleos y deteriorar las condiciones de trabajo de los que queden. Cada vez más los trabajadores tendrán que aceptar lo que sea que se les ofrezca.
Muy poco será en todo caso el empleo “competitivo” creado por grandes inversiones externas, o nacionales. No es factible competir en un mercado en el que la demanda se encuentra estancada o en deterioro. Cada nuevo empleo “competitivo” desplaza docenas de empleos preexistentes. Los pasos andados en el camino globalizador llevan al desplazamiento de las familias hacia el espejismo norteño. Salen de todas las periferias del planeta; África, Asia, Centro y Sud América y, por supuesto, México.
El fracaso de las utopías importadas obliga a generar nuestra propia utopía. Una en la que los mexicanos puedan vivir con tranquilidad con lo que en conjunto ya tenemos. Aquí y ahora nos encontramos en un buen momento para ello.
Por un lado tenemos muchas capacidades subutilizadas, algunas semidestruidas, pero recuperables en otras condiciones de mercado. La población ha resistido y resiste lo peor del despojo neoliberal. Tenemos, además un marco constitucional que establece la existencia de un sector social de la producción que debe ser protegido por el Estado. Tenemos, finalmente un gobierno que ofrece el fin del neoliberalismo; hay que tomarle la palabra.
La estrategia será generar un sector social en convivencia con la economía nacional globalizada, pero con una dinámica y una lógica de operación propias. Un sector en el que empleando capacidades ya existentes los trabajadores excluidos de la globalización produzcan para sí mismos: productores/ consumidores, “prosumidores” les llaman, conectados en una amplia red nacional de intercambio autorregulado desde su organización interna. Es decir, un mercado social.
Se trata de un rescate de lo propio, de lo que la población sabe y puede hacer. Un rescate compatible con la oferta y la demanda de nosotros mismos, de los pueblos y comunidades, que se oponen a las agresiones civilizatorias que abonan a su destrucción como indígenas, como campesinos, como productores.
Crearíamos el suelo firme en el que la mayoría de la población, la nación misma, resista los embates de un capitalismo cada vez más salvaje. Antepongamos nuestra utopía, esa si viable, a las fuerzas de los poderosos que están visiblemente hundiéndonos.
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