Jorge Faljo
Hace un año el pueblo de México votó por un cambio de rumbo radical. La situación era cada vez más insostenible; el discurso hipócrita ya no podía maquillar el empobrecimiento masivo, el estancamiento económico, la acumulación de riqueza y poder en pocas manos, la subordinación del Estado a la elite y la del país al extranjero. Así que hay motivos para celebrar el triunfo popular de hace un año. También los hay para desconfiar de esa celebración o, por lo menos, para no quedarnos en solo eso.
Triunfó el discurso del combate a la corrupción y de la reconstrucción de un país con equidad y justicia. Para lograrlo se requeriría de un estado fuerte, rector de la economía, que promoviera una dinámica de crecimiento superior a la del periodo neoliberal y con una nueva estrategia de inclusión y bienestar para todos.
El primer encontronazo contra el huachicoleo provocó un grave desabasto que afectó a millones y a miles de empresas. Me tocó ver largas filas, de 7, 10 o más horas de duración en las pocas gasolineras que despachaban en Guadalajara en los peores días del problema. La prueba fue dura en muchas partes del país y lo sorprendente fue que la mayoría de los que sufrieron inconvenientes, según alguna encuesta, aun así respaldaban ese combate.
La población entendía que la herencia era amarga y salir adelante sería difícil; lo que implicaba tener que sufrir la adversidad. Tal sentimiento está siendo abandonado y substituido prematuramente por otro de triunfo, del lado de la mayoría partidaria de AMLO. Sigue animada por la altura de miras del combate a la corrupción, los propósitos de justicia social y el abandono del neoliberalismo.
En la otra esquina, la derecha difunde resentimiento, incluso una rabia que no alcanza a explicar sus razones y propósito pero que se nutre sobre todo de problemas de coyuntura. Me refiero a los que son propios de la transición gubernamental, de la novatez y hasta impreparación de muchos de los nuevos funcionarios.
Surgen así dificultades, y errores, en el abastecimiento de medicamentos en el sistema de salud; en despidos de personal preparado que debilita la función pública; en apoyos que pierden personas vulnerables por cambios en las reglas de las transferencias sociales; en organizaciones de base con verdadera raíz popular y actividades socialmente útiles que son confundidas con adversarios. Muchos de los afectados son, o eran, entusiastas de la 4T.
No hay duda de que algunos excesos de austeridad, generalizaciones indebidas en el combate a la corrupción y sobre todo prisas que impiden el análisis y la previsión de consecuencias han generado problemas. Pero no es esto lo que más debe preocuparnos. Esperemos que la experiencia vaya reduciendo este campo de dificultades.
El problema posible es que, enfocados en la coyuntura, sea para festejar lo mayormente positivo o ensañarnos en errores de transición, podemos perder de vista los verdaderos tsunamis en el horizonte. ¿Cuáles son?
Pemex proporcionaba casi un tercio del ingreso público y eso permitió que seamos un paraíso fiscal donde los grandes ricos pagan muy pocos impuestos. Pero la sobreexplotación y endeudamiento de la petrolera hacen que ahora sea una carga; de ser un apoyo se convirtió en carga. El problema no es solo rescatar financieramente y reconstruir productivamente esta empresa indispensable para el crecimiento del país. También hay que substituir los ingresos que proporcionaba Pemex e incluso más, si hemos de reconstituir la capacidad de rectoría económica del Estado.
La economía mundial se caracteriza por la sobreproducción y el exceso de capitales que no encuentran oportunidades de inversión. Habrá oleadas de destrucción de empresas y frente a ellas los países tienden a crear barreras comerciales protectoras. El mejor ejemplo es el actual gobierno norteamericano que impone aranceles a todo tipo de importaciones provenientes de todo el mundo.
Trump exige, para no imponernos aranceles que México se haga cargo de la migración centroamericana y, además, que seamos grandes importadores de sus excesos de producción agropecuaria (granos, cerdos, lácteos, entre otros).
Se revierte la situación en la que millones de mexicanos emigraron a Estados Unidos y ahora habrá que ocuparse, de la mejor manera posible, de cientos de miles de inmigrantes de Centroamérica y lugares más alejados. Esto es inevitable.
Pero ser mayores importadores de productos agropecuarios es inaceptable. Iría en contra de la prometida autosuficiencia alimentaria, del rescate del campo y de la generación de empleos para millones de compatriotas que ya no podrán emigrar y que deben ser integrados a ocupaciones honestas.
El modelo neoliberal de peso fuerte, caro, permitía importar alimentos artificiosamente abaratados para imponer salarios muy bajos que permitieran producir barato para exportar hacia Estados Unidos. Ahora el rescate del campo y la creación de empleo para los que ya no pueden emigrar requiere mucho mayor gasto público y elevar los precios de la producción rural. Solo que eso obligará a elevar salarios. Algo que exigen los Estados Unidos, además de democracia sindical. Habrá una lucha laboral intensa en los próximos años con un gobierno que ya no podrá estar del lado empresarial.
Rescatar y generar empleo en el campo es la única salida. Y solo puede darse mediante una combinación de tres instrumentos posibles. Uno es abandonar la estrategia de peso fuerte y conducir una devaluación administrada que encarezca las importaciones de alimentos hasta que sea preferible producir internamente. Dos, imponer aranceles a las importaciones de alimentos y enfrentar al gobierno norteamericano que exige que le compremos más, o nos pone aranceles.
Tres, el más conveniente, reconstituir un sector social en el que millones de mexicanos consuman en orden preferente la producción local, regional y nacional. Solo cuando los sectores sociales excluidos consuman lo que son capaces de producir ellos mismos podrán salir adelante ellos y el país.
Todos los que he mencionado son cambios inevitables, en marcha y necesariamente traumáticos. Habrán de revolucionar al país y pondrán a prueba la capacidad de conducción del régimen ante transiciones de gran magnitud que le imponen las circunstancias. Exigirán también comprensión y compromiso de parte de la población; de otra manera la división interna nos llevaría al abismo.
No nos perdamos en la celebración de una victoria que apenas nos ha dado instrumentos endebles, un gobierno endeudado, un Estado amputado de pies y manos, un campo semidestruido, un aparato productivo extranjerizado, una base social desorganizada, para enfrentar retos de enorme magnitud.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
domingo, 30 de junio de 2019
lunes, 24 de junio de 2019
Guerras monetarias
Jorge Faljo
Hasta ahora se ha evitado, a veces por un margen estrecho, la guerra nuclear que podría destruir a la humanidad entera. Nuestra capacidad de autodestrucción es mayor que nunca y eso contribuyó a abandonar la fantasía inmoral de que con refugios nucleares podría salvarse una minoría. Tal vez saber que esos refugios serían inútiles aleja la posibilidad de tal catástrofe.
Pero el mundo parece deslizarse cada vez más hacia otro tipo de guerras. Están las que como mal chiste se llaman “de baja intensidad”, aunque larga duración, y con terribles impactos en decenas de millones de personas. Ocurren, solo para mencionar en las que predomina un componente internacional, en Afganistán, Irak, Palestina, Siria o Yemen. Esperemos que no se añada Irán a esa lista.
A continuación menciono el ascenso de las guerras comerciales. Han sido desatadas en su mayoría por Donald Trump, un pos neoliberal de derecha que busca disminuir a martillazos el fuerte déficit comercial de su país. Su arma preferida son los aranceles a las importaciones de numerosos países. Pero hay países respondones.
China e India, por ejemplo, han reaccionado con sus propios aranceles a múltiples mercancías norteamericanas. Son conflictos que provocan reacomodos en la producción y en las cadenas de suministro. Las guerras comerciales buscan proteger la propia producción y que las empresas destruidas sean las de otros países.
Diversos estudios vaticinan crecientes conflictos provocados por el cambio climático y los movimientos migratorios. En 2018 a nivel mundial 13.6 millones de personas tuvieron que huir de sus hogares debido a persecuciones y violencia. Se han acumulado más de 70 millones de desplazados forzosos en el mundo. Ambas son cifras record. Otros huyen de la sequía, la erosión y el hambre.
No es de extrañar que cada vez más personas intenten, incluso con riesgo de sus vidas, llegar a Europa, los Estados Unidos o simplemente a un país vecino.
Hay otro campo de conflicto, menos visible y dramático en su actuar, pero de gran importancia. Es tal vez el causante principal de la inequidad que caracteriza al mundo. Se trata de las guerras cambiarias.
Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo, anunció que estimularía la economía europea mediante, uno, la emisión de moneda para recomprar deuda gubernamental y, dos, la baja de la tasa de interés de referencia. Su objetivo es impulsar la inversión y la demanda para alcanzar un mínimo de dos por ciento de inflación. Solo que también provocaría salida de capitales de Europa. Un efecto inmediato fue una pequeña devaluación anticipada del euro. Y Trump, furioso, acusó a Draghi, de provocar la devaluación para incrementar la competitividad de las mercancías europeas en detrimento de las norteamericanas.
Hay que recordar que, en décadas pasadas, cuando la potencia militar y económica norteamericanas eran indiscutibles, los Estados Unidos obligaba a Europa y Japón a revaluar sus monedas. Así por contraste y sin devaluar la propia moneda se elevaba la competitividad norteamericana.
La situación ha cambiado y Estados Unidos hace mucho que ya no tiene ese poder. Lo perdió sobre todo frente a China a la que acusa de manipular su moneda para mantenerla artificiosamente barata. Lo cual ha sido crucial en el desarrollo exponencial de las exportaciones chinas baratas.
Ya con anterioridad Trump había incursionado en un campo que le está vedado a prácticamente todos los poderes ejecutivos del mundo: influir en la política monetaria. Los bancos centrales de todo el mundo son los verdaderos bastiones impenetrables del neoliberalismo. Trump no acepta la barrera y ha reclamado a la Fed, el banco central de Estados Unidos, que anteriormente elevó la tasa de interés de referencia y encareció el dólar.
La verdadera sorpresa nos la ha dado Elizabeth Warren, la candidata presidencial que ocupa el segundo lugar en las preferencias de los demócratas y que, en una de esas, podría alcanzar a Joe Biden, el puntero al que su conservadurismo le está provocando varios tropiezos. Warren en cambio destaca porque ante todo problema relevante propone un plan, una ruta de cambio y soluciones concretas.
Pues resulta que Warren ha publicado un plan de creación de empleos rico en propuestas y una de ellas es combatir la sobrevaluación del dólar, o sea hacer el dólar más barato. Una sobrevaluación que ha beneficiado a los consumidores y a los grandes conglomerados importadores de mercancías, chinas sobre todo. Pero que por otro lado destruyó buena parte de la industria norteamericana y obligó a reducir los salarios de 80 millones de sus ciudadanos en sectores que compiten directamente con las importaciones.
En vez de múltiples y desgastantes guerras comerciales Warren propone atacar el problema de fondo; la sobrevaluación. De este modo se ubica como una radical pos neoliberal de centro izquierda. Su propuesta implica regular los flujos de capital e incluso se acerca a otra propuesta extrema: que la Fed genere dinero no para el rescate de grandes grupos financieros, sino para financiar, sin endeudarse, grandes inversiones gubernamentales en infraestructura y creación de empleo.
Estas posibilidades son vistas con horror por los grandes capitales prestamistas que anuncian que eso generaría inflación incontrolable. Sin embargo, se han equivocado en el pasado reciente y es que la ortodoxia neoliberal se muestra ineficaz para sacar al mundo del marasmo en que se encuentra. Lo que está en el fondo de la propuesta es un cambio substancial en el poder para conducir la economía en América del norte.
Que los Estados Unidos combata la sobrevaluación de su moneda sería muy positivo para México si en paralelo también abandonamos el esfuerzo de los últimos sexenios por tener un peso fuerte. Y si allá se logra destruir el monopolio de la creación monetaria que favorece a los grandes capitales; aquí de refilón encontraríamos una opción que podría permitir reactivar la inversión y la economía.
Hasta ahora se ha evitado, a veces por un margen estrecho, la guerra nuclear que podría destruir a la humanidad entera. Nuestra capacidad de autodestrucción es mayor que nunca y eso contribuyó a abandonar la fantasía inmoral de que con refugios nucleares podría salvarse una minoría. Tal vez saber que esos refugios serían inútiles aleja la posibilidad de tal catástrofe.
Pero el mundo parece deslizarse cada vez más hacia otro tipo de guerras. Están las que como mal chiste se llaman “de baja intensidad”, aunque larga duración, y con terribles impactos en decenas de millones de personas. Ocurren, solo para mencionar en las que predomina un componente internacional, en Afganistán, Irak, Palestina, Siria o Yemen. Esperemos que no se añada Irán a esa lista.
A continuación menciono el ascenso de las guerras comerciales. Han sido desatadas en su mayoría por Donald Trump, un pos neoliberal de derecha que busca disminuir a martillazos el fuerte déficit comercial de su país. Su arma preferida son los aranceles a las importaciones de numerosos países. Pero hay países respondones.
China e India, por ejemplo, han reaccionado con sus propios aranceles a múltiples mercancías norteamericanas. Son conflictos que provocan reacomodos en la producción y en las cadenas de suministro. Las guerras comerciales buscan proteger la propia producción y que las empresas destruidas sean las de otros países.
Diversos estudios vaticinan crecientes conflictos provocados por el cambio climático y los movimientos migratorios. En 2018 a nivel mundial 13.6 millones de personas tuvieron que huir de sus hogares debido a persecuciones y violencia. Se han acumulado más de 70 millones de desplazados forzosos en el mundo. Ambas son cifras record. Otros huyen de la sequía, la erosión y el hambre.
No es de extrañar que cada vez más personas intenten, incluso con riesgo de sus vidas, llegar a Europa, los Estados Unidos o simplemente a un país vecino.
Hay otro campo de conflicto, menos visible y dramático en su actuar, pero de gran importancia. Es tal vez el causante principal de la inequidad que caracteriza al mundo. Se trata de las guerras cambiarias.
Mario Draghi, el presidente del Banco Central Europeo, anunció que estimularía la economía europea mediante, uno, la emisión de moneda para recomprar deuda gubernamental y, dos, la baja de la tasa de interés de referencia. Su objetivo es impulsar la inversión y la demanda para alcanzar un mínimo de dos por ciento de inflación. Solo que también provocaría salida de capitales de Europa. Un efecto inmediato fue una pequeña devaluación anticipada del euro. Y Trump, furioso, acusó a Draghi, de provocar la devaluación para incrementar la competitividad de las mercancías europeas en detrimento de las norteamericanas.
Hay que recordar que, en décadas pasadas, cuando la potencia militar y económica norteamericanas eran indiscutibles, los Estados Unidos obligaba a Europa y Japón a revaluar sus monedas. Así por contraste y sin devaluar la propia moneda se elevaba la competitividad norteamericana.
La situación ha cambiado y Estados Unidos hace mucho que ya no tiene ese poder. Lo perdió sobre todo frente a China a la que acusa de manipular su moneda para mantenerla artificiosamente barata. Lo cual ha sido crucial en el desarrollo exponencial de las exportaciones chinas baratas.
Ya con anterioridad Trump había incursionado en un campo que le está vedado a prácticamente todos los poderes ejecutivos del mundo: influir en la política monetaria. Los bancos centrales de todo el mundo son los verdaderos bastiones impenetrables del neoliberalismo. Trump no acepta la barrera y ha reclamado a la Fed, el banco central de Estados Unidos, que anteriormente elevó la tasa de interés de referencia y encareció el dólar.
La verdadera sorpresa nos la ha dado Elizabeth Warren, la candidata presidencial que ocupa el segundo lugar en las preferencias de los demócratas y que, en una de esas, podría alcanzar a Joe Biden, el puntero al que su conservadurismo le está provocando varios tropiezos. Warren en cambio destaca porque ante todo problema relevante propone un plan, una ruta de cambio y soluciones concretas.
Pues resulta que Warren ha publicado un plan de creación de empleos rico en propuestas y una de ellas es combatir la sobrevaluación del dólar, o sea hacer el dólar más barato. Una sobrevaluación que ha beneficiado a los consumidores y a los grandes conglomerados importadores de mercancías, chinas sobre todo. Pero que por otro lado destruyó buena parte de la industria norteamericana y obligó a reducir los salarios de 80 millones de sus ciudadanos en sectores que compiten directamente con las importaciones.
En vez de múltiples y desgastantes guerras comerciales Warren propone atacar el problema de fondo; la sobrevaluación. De este modo se ubica como una radical pos neoliberal de centro izquierda. Su propuesta implica regular los flujos de capital e incluso se acerca a otra propuesta extrema: que la Fed genere dinero no para el rescate de grandes grupos financieros, sino para financiar, sin endeudarse, grandes inversiones gubernamentales en infraestructura y creación de empleo.
Estas posibilidades son vistas con horror por los grandes capitales prestamistas que anuncian que eso generaría inflación incontrolable. Sin embargo, se han equivocado en el pasado reciente y es que la ortodoxia neoliberal se muestra ineficaz para sacar al mundo del marasmo en que se encuentra. Lo que está en el fondo de la propuesta es un cambio substancial en el poder para conducir la economía en América del norte.
Que los Estados Unidos combata la sobrevaluación de su moneda sería muy positivo para México si en paralelo también abandonamos el esfuerzo de los últimos sexenios por tener un peso fuerte. Y si allá se logra destruir el monopolio de la creación monetaria que favorece a los grandes capitales; aquí de refilón encontraríamos una opción que podría permitir reactivar la inversión y la economía.
sábado, 15 de junio de 2019
Trump, barril sin fondo
Jorge Faljo
Trump amenazó con imponer un arancel generalizado a los 350 mil millones de dólares de importaciones provenientes de México. Al inicio sería de 5 por ciento, y aumentaría cada mes hasta llegar al 25 por ciento. De hacerse efectivo sería un desastre para la economía mexicana; pero también tendría altos costos para los Estados Unidos y sin duda le costaría la reelección al güero.
Ante la amenaza se enviaron de inmediato negociadores a Washington que, durante unos días, encontraron las puertas cerradas. Finalmente ocurrió una negociación y el resultado fue un acuerdo que impidió la imposición del arancel. A cambio habría un cumplimiento más estricto de las leyes nacionales y asistencia humanitaria a los solicitantes de asilo que Estados Unidos regresa a nuestro país mientras transcurre su trámite.
Sin embargo, ese acuerdo fue rápidamente puesto en duda cuando el presidente norteamericano declaró que incluía compromisos de grandes compras agropecuarias por parte de México y clausulas secretas. Ebrard, el principal negociador mexicano, ha dicho que no hay más acuerdos que los que dio a conocer pero que en teníamos 45 días para demostrarle a Trump que había una efectiva reducción de migrantes. El caso es que ese acuerdo es endeble y temporal.
A todo esto, creo que México negoció correctamente. Evitó la confrontación abierta con Trump y optó por el mal menor. Pero la situación es cambiante y pronto el mal menor serán los aranceles, si es que el güero prepotente puede efectivamente imponerlos. Dos elementos cambian en la negociación.
Uno es que las exigencias norteamericanas no son estables, crecen hasta límites inaceptables. El presidente norteamericano ya anuncia que el congreso mexicano tendrá que hacer modificaciones legales a nuestras leyes. Además, insiste en cuanto a las compras agropecuarias y lo de tercer país seguro. Conocemos que el estilo de Trump es que cuando obtiene algo no le basta, quiere más, y que los acuerdos no tienen real valor. Lo ha demostrado con los aranceles al acero, aluminio, tomates y su amenaza a todo lo demás en contravención del TLCAN vigente.
Lo segundo es que la primera ronda de negociación fue una radiografía de su debilidad. Trump es un presidente acosado; o logra reelegirse o muy probablemente irá a la cárcel. Solo el ser presidente lo ha protegido de las consecuencias de la cascada de delitos que se revelan todas las semanas.
Las últimas encuestas lo colocan abajo en las preferencias electorales frente a casi cualquier candidato demócrata.
Pero lo súper importante es que la amenaza de imponer el primer arancel de la serie, el de 5 por ciento, provocó una rebelión de la mayoría de los senadores republicanos. Para ellos y su corriente ideológica el arancel creciente sería simplemente un impuesto a los consumidores y a las empresas. Eso afecta a sus bases y amenaza sus posibilidades de reelección. Es significativo que los dos senadores de Texas, un estado profundamente republicano, se manifestaron en contra.
Los legisladores se plantearon cuestionar legalmente el supuesto estado de emergencia que le permite a Trump imponer aranceles. Cierto que los republicanos están contentos con el resultado; se dan cuenta que su presidente blofeaba y ganó. Eso les gusta, pero no habrían aceptado los aranceles. Un conflicto dentro del partido republicano sería nefasto para las posibilidades de reelección de Trump.
Para la próxima ronda de negociaciones el mal menor será que Trump prosiga con su amenaza para ver hasta donde la puede llevar. Lo mejor es que México negocie con mayor parsimonia, dentro de los límites de lo políticamente aceptable para la ciudadanía mexicana y sin malquistar a la población norteamericana.
El campo de la negociación es altamente mediático y debe apelar a lo que para los gringos es moralmente correcto. Por ejemplo, seguir en la estrategia de no confrontación y si amistad con el pueblo norteamericano. No tocar a Trump ni con el pétalo de un maguey.
Pero podemos ir mucho más allá. Anunciemos desde ahora que México requiere, para cumplir con lo acordado, que el gobierno norteamericano impida el flujo de armas y municiones hacia México.
Impongamos de inmediato un impuesto de 5 o 10 por ciento a las exportaciones de hortalizas y aguacates. El argumento sería obtener recursos para financiar el manejo migratorio y aceptar las criticas norteamericanas a que nuestras exportaciones no pagan impuestos ni aquí ni allá. Esta jugada voltearía completamente los términos de la negociación en marcha a nuestro favor y garantizaría primero el consumo nacional.
¿Qué es lo peor que puede ocurrir? Que Trump realmente imponga la primera fase del arancel creciente. Y aquí se debilite la moneda nacional. Una devaluación de entre 5 y 10 por ciento, un peso o dos más por dólar puede ser desagradable, pero a fin de cuentas conveniente. Lo anterior contrarrestaría la amenaza de aranceles norteamericanos al hacer más atractivas las exportaciones de México a Estados Unidos debido un peso más barato. Para los mexicanos se encarecerían las importaciones de Estados Unidos a México, pero al mismo tiempo se mejorarían las condiciones para substituir importaciones propiciando mayor inversión y generación de empleos. Además, simplemente la situación lo exige.
Una devaluación administrada debe ser parte del modelo de transformación que sigue este gobierno. Y es necesaria para reducir gradualmente la dependencia de capitales externos y reactivar la producción interna.
Sí de cualquier manera Trump impone el arancel inicial podría tener consecuencias muy negativas para el en lo personal. Que es lo único que le importa. Es muy posible que mucho antes de elevar el arancel a 10 por ciento, tenga que declarar victoria y decir que México está haciendo lo correcto. Lo que equivaldría a meter la cola entre las patas.
Hay que detener las bravatas de Trump. Y en ese caso la mejor opción será dejarlo avanzar hasta que sus correligionarios lo pongan en su lugar, como en la primera ronda.
Trump amenazó con imponer un arancel generalizado a los 350 mil millones de dólares de importaciones provenientes de México. Al inicio sería de 5 por ciento, y aumentaría cada mes hasta llegar al 25 por ciento. De hacerse efectivo sería un desastre para la economía mexicana; pero también tendría altos costos para los Estados Unidos y sin duda le costaría la reelección al güero.
Ante la amenaza se enviaron de inmediato negociadores a Washington que, durante unos días, encontraron las puertas cerradas. Finalmente ocurrió una negociación y el resultado fue un acuerdo que impidió la imposición del arancel. A cambio habría un cumplimiento más estricto de las leyes nacionales y asistencia humanitaria a los solicitantes de asilo que Estados Unidos regresa a nuestro país mientras transcurre su trámite.
Sin embargo, ese acuerdo fue rápidamente puesto en duda cuando el presidente norteamericano declaró que incluía compromisos de grandes compras agropecuarias por parte de México y clausulas secretas. Ebrard, el principal negociador mexicano, ha dicho que no hay más acuerdos que los que dio a conocer pero que en teníamos 45 días para demostrarle a Trump que había una efectiva reducción de migrantes. El caso es que ese acuerdo es endeble y temporal.
A todo esto, creo que México negoció correctamente. Evitó la confrontación abierta con Trump y optó por el mal menor. Pero la situación es cambiante y pronto el mal menor serán los aranceles, si es que el güero prepotente puede efectivamente imponerlos. Dos elementos cambian en la negociación.
Uno es que las exigencias norteamericanas no son estables, crecen hasta límites inaceptables. El presidente norteamericano ya anuncia que el congreso mexicano tendrá que hacer modificaciones legales a nuestras leyes. Además, insiste en cuanto a las compras agropecuarias y lo de tercer país seguro. Conocemos que el estilo de Trump es que cuando obtiene algo no le basta, quiere más, y que los acuerdos no tienen real valor. Lo ha demostrado con los aranceles al acero, aluminio, tomates y su amenaza a todo lo demás en contravención del TLCAN vigente.
Lo segundo es que la primera ronda de negociación fue una radiografía de su debilidad. Trump es un presidente acosado; o logra reelegirse o muy probablemente irá a la cárcel. Solo el ser presidente lo ha protegido de las consecuencias de la cascada de delitos que se revelan todas las semanas.
Las últimas encuestas lo colocan abajo en las preferencias electorales frente a casi cualquier candidato demócrata.
Pero lo súper importante es que la amenaza de imponer el primer arancel de la serie, el de 5 por ciento, provocó una rebelión de la mayoría de los senadores republicanos. Para ellos y su corriente ideológica el arancel creciente sería simplemente un impuesto a los consumidores y a las empresas. Eso afecta a sus bases y amenaza sus posibilidades de reelección. Es significativo que los dos senadores de Texas, un estado profundamente republicano, se manifestaron en contra.
Los legisladores se plantearon cuestionar legalmente el supuesto estado de emergencia que le permite a Trump imponer aranceles. Cierto que los republicanos están contentos con el resultado; se dan cuenta que su presidente blofeaba y ganó. Eso les gusta, pero no habrían aceptado los aranceles. Un conflicto dentro del partido republicano sería nefasto para las posibilidades de reelección de Trump.
Para la próxima ronda de negociaciones el mal menor será que Trump prosiga con su amenaza para ver hasta donde la puede llevar. Lo mejor es que México negocie con mayor parsimonia, dentro de los límites de lo políticamente aceptable para la ciudadanía mexicana y sin malquistar a la población norteamericana.
El campo de la negociación es altamente mediático y debe apelar a lo que para los gringos es moralmente correcto. Por ejemplo, seguir en la estrategia de no confrontación y si amistad con el pueblo norteamericano. No tocar a Trump ni con el pétalo de un maguey.
Pero podemos ir mucho más allá. Anunciemos desde ahora que México requiere, para cumplir con lo acordado, que el gobierno norteamericano impida el flujo de armas y municiones hacia México.
Impongamos de inmediato un impuesto de 5 o 10 por ciento a las exportaciones de hortalizas y aguacates. El argumento sería obtener recursos para financiar el manejo migratorio y aceptar las criticas norteamericanas a que nuestras exportaciones no pagan impuestos ni aquí ni allá. Esta jugada voltearía completamente los términos de la negociación en marcha a nuestro favor y garantizaría primero el consumo nacional.
¿Qué es lo peor que puede ocurrir? Que Trump realmente imponga la primera fase del arancel creciente. Y aquí se debilite la moneda nacional. Una devaluación de entre 5 y 10 por ciento, un peso o dos más por dólar puede ser desagradable, pero a fin de cuentas conveniente. Lo anterior contrarrestaría la amenaza de aranceles norteamericanos al hacer más atractivas las exportaciones de México a Estados Unidos debido un peso más barato. Para los mexicanos se encarecerían las importaciones de Estados Unidos a México, pero al mismo tiempo se mejorarían las condiciones para substituir importaciones propiciando mayor inversión y generación de empleos. Además, simplemente la situación lo exige.
Una devaluación administrada debe ser parte del modelo de transformación que sigue este gobierno. Y es necesaria para reducir gradualmente la dependencia de capitales externos y reactivar la producción interna.
Sí de cualquier manera Trump impone el arancel inicial podría tener consecuencias muy negativas para el en lo personal. Que es lo único que le importa. Es muy posible que mucho antes de elevar el arancel a 10 por ciento, tenga que declarar victoria y decir que México está haciendo lo correcto. Lo que equivaldría a meter la cola entre las patas.
Hay que detener las bravatas de Trump. Y en ese caso la mejor opción será dejarlo avanzar hasta que sus correligionarios lo pongan en su lugar, como en la primera ronda.
domingo, 9 de junio de 2019
Guerra, paz, comercio y desarrollo
Jorge Faljo
El mejor antídoto de la guerra es el comercio. Lo entendieron muy bien los europeos cuando decidieron construir una unión económica que incluyó no solo flujos de mercancías, sino de personas. Tras dos guerras devastadoras decidieron que solo la integración de sus economías podría evitar otra más.
Con el comercio internacional se crean intereses mutuos, que en la etapa de globalización van más allá del consumo de bienes importados para crear una compleja red de cadenas productivas internacionales. Hoy en día los componentes de un bien pueden tener insumos de muchos países. Y eso construye una gran red de intereses compartidos.
Pero si el comercio internacional es esencialmente noble, no significa que sea equitativo y, en algunos casos pueda tener efectos contraproducentes. Viene a la mente, como caso extremo, el comercio entre España y América en el primer siglo tras la conquista. De México y Perú salieron grandes cantidades de oro en un comercio desigual y esencialmente favorable a España. Pero para la enorme mayoría del pueblo español la entrada de ese oro creo, entre 1500 y 1600, inflación, miseria y hambre.
Algo similar vivimos en México en las últimas décadas debido a las presiones inflacionarias inducidas por las entradas de capital externo y, sin embargo, combatidas mediante el ahorcamiento salarial de nuestra gente.
El neoliberalismo dio rienda suelta al crecimiento del comercio internacional, con muchos aspectos positivos, pero al mismo tiempo generó inequidad entre países y seres humanos. Un factor central de esta mala tendencia es que no cumple con lo que Adam Smith, el gran economista clásico, planteó como clave del buen comercio internacional: que cada país se especialice en exportar los bienes que puede producir con menos esfuerzo para comprar a cambio aquellos otros que le cuesta más trabajo producir. Cada país saldría ganando en un intercambio equilibrado de mercancías.
Pero la globalización impuso un intercambio muy distinto: mercancías a cambio de capitales. Somos un buen ejemplo; compramos endeudándonos y vendiendo nuestro patrimonio.
Alemania le vende mucho al resto de Europa, incluidos los países menos ricos como España y Grecia. Pero les compra poco; lo que hace es exportarles capitales para que esos países le puedan comprar.
Estados Unidos, el gran impulsor de la globalización se colocó a sí mismo en el lado incorrecto de la ecuación: compra mucho más de lo que vende. Es el resultado de atraer capitales de todo el mundo. China, en contraparte, crece gracias a ser exportadora de capitales.
El intercambio neoliberal, en el que unos exportan mercancías y otros se endeudan, no genera equidad, sino que fortalece a los exportadores superavitarios y empobrece a los que se endeudan para importar. Para estos últimos ha sido como para un consumidor usar tarjetas de crédito en exceso; al principio permite sentirse rico, más tarde empobrece.
La globalización creo fuertes cadenas de producción en un contexto de graves desequilibrios comerciales. Estados Unidos es un buen ejemplo. En 2018 compró 891 mil millones de dólares más de los que vendió; lo que se tradujo en menos empleos adentro y más empleos en los países con los que es deficitario. Entre ellos China, Japón, Alemania y… México. Esta es la situación que enfurece a las bases sociales y que Trump ha sabido encauzar a su favor.
Pero la situación comercial de México es paradójica. Superavitarios con los Estados Unidos, pero deficitarios con todos los demás.
La situación es difícil. Heredamos un embrollo comercial y productivo, un país y una administración que se endeudaron sin beneficios tangibles para los locales, pero si para otros países, facilitado por una cultura de corrupción. Además tenemos una posición geográfica que ahora nos convierte en paso de los cientos de miles que buscan huir de la pesadilla neoliberal centroamericana.
El oportunista Trump amagó con imponer aranceles generalizados a todas las importaciones mexicanas exigiendo que detengamos la migración que viene del sur y, además, medidas orientadas a disminuir el desequilibrio comercial.
Finalmente reculó, debido sobre todo a la insurgencia creciente entre las filas de los senadores republicanos, sus propios aliados, que amenazaron con bloquear la medida.
Lo hicieron porque los aranceles habrían afectado numerosas industrias y millones de empleos en los Estados Unidos. Habrían significado un costo directo, en la compra de verduras y aguacates, por ejemplo, e indirecto (en bienes manufacturados, autos, por ejemplo), para los consumidores. Se habrían creado presiones inflacionarias que podrían, más adelante, convertirse en demandas salariales. Dado lo imbricadas que se encuentran nuestras economías los dos países saldríamos perdiendo.
No confiemos en que se acabó el problema; fue un episodio dentro del periodo aciago que será la lucha electoral por la presidencia norteamericana que apenas comienza.
Hay señales de incertidumbre. Las versiones sobre lo acordado son muy distintas. Ebrard enumera cuatro acuerdos específicos: guardia nacional en la frontera sur para asegurar el cumplimiento de las leyes migratorias mexicanas; aceptar que las personas que soliciten asilo en los Estados Unidos esperen en México la resolución de su trámite; continuación de las pláticas y fortalecer la economía y el bienestar en Centroamérica.
Pero Trump se reserva el derecho, dice, a evaluar el cumplimiento de México. Además, al día siguiente del acuerdo lanzó una importante provocación. Dijo, en un tuit, que nuestro país aceptó iniciar de inmediato la compra de grandes cantidades de productos agropecuarios a sus patrióticos productores.
No podemos confiar en Trump; no cumple acuerdos, miente, y cuando obtiene algo siempre va por más. Esto asegura futuros enfrentamientos, sobre todo cuando de nuestro lado la 4T propone autosuficiencia alimentaria, seguridad energética y, propongo, menor dependencia de capitales externos.
Ahora sabemos que Donaldo enfrenta importantes limitaciones internas que podemos aprovechar. Nos defiende la imbricación de nuestras economías. No se trata de desmontarla; pero si de transformarla con cuidado.
Además, queramos o no, estamos inmiscuidos en la lucha mediática norteamericana. Habrá que saber presentar de manera adecuada las necesidades y propósitos de nuestro país ante la población de aquel país. Importa contrarrestar la imagen denigrante con la que Trump nos ataca.
El mejor antídoto de la guerra es el comercio. Lo entendieron muy bien los europeos cuando decidieron construir una unión económica que incluyó no solo flujos de mercancías, sino de personas. Tras dos guerras devastadoras decidieron que solo la integración de sus economías podría evitar otra más.
Con el comercio internacional se crean intereses mutuos, que en la etapa de globalización van más allá del consumo de bienes importados para crear una compleja red de cadenas productivas internacionales. Hoy en día los componentes de un bien pueden tener insumos de muchos países. Y eso construye una gran red de intereses compartidos.
Pero si el comercio internacional es esencialmente noble, no significa que sea equitativo y, en algunos casos pueda tener efectos contraproducentes. Viene a la mente, como caso extremo, el comercio entre España y América en el primer siglo tras la conquista. De México y Perú salieron grandes cantidades de oro en un comercio desigual y esencialmente favorable a España. Pero para la enorme mayoría del pueblo español la entrada de ese oro creo, entre 1500 y 1600, inflación, miseria y hambre.
Algo similar vivimos en México en las últimas décadas debido a las presiones inflacionarias inducidas por las entradas de capital externo y, sin embargo, combatidas mediante el ahorcamiento salarial de nuestra gente.
El neoliberalismo dio rienda suelta al crecimiento del comercio internacional, con muchos aspectos positivos, pero al mismo tiempo generó inequidad entre países y seres humanos. Un factor central de esta mala tendencia es que no cumple con lo que Adam Smith, el gran economista clásico, planteó como clave del buen comercio internacional: que cada país se especialice en exportar los bienes que puede producir con menos esfuerzo para comprar a cambio aquellos otros que le cuesta más trabajo producir. Cada país saldría ganando en un intercambio equilibrado de mercancías.
Pero la globalización impuso un intercambio muy distinto: mercancías a cambio de capitales. Somos un buen ejemplo; compramos endeudándonos y vendiendo nuestro patrimonio.
Alemania le vende mucho al resto de Europa, incluidos los países menos ricos como España y Grecia. Pero les compra poco; lo que hace es exportarles capitales para que esos países le puedan comprar.
Estados Unidos, el gran impulsor de la globalización se colocó a sí mismo en el lado incorrecto de la ecuación: compra mucho más de lo que vende. Es el resultado de atraer capitales de todo el mundo. China, en contraparte, crece gracias a ser exportadora de capitales.
El intercambio neoliberal, en el que unos exportan mercancías y otros se endeudan, no genera equidad, sino que fortalece a los exportadores superavitarios y empobrece a los que se endeudan para importar. Para estos últimos ha sido como para un consumidor usar tarjetas de crédito en exceso; al principio permite sentirse rico, más tarde empobrece.
La globalización creo fuertes cadenas de producción en un contexto de graves desequilibrios comerciales. Estados Unidos es un buen ejemplo. En 2018 compró 891 mil millones de dólares más de los que vendió; lo que se tradujo en menos empleos adentro y más empleos en los países con los que es deficitario. Entre ellos China, Japón, Alemania y… México. Esta es la situación que enfurece a las bases sociales y que Trump ha sabido encauzar a su favor.
Pero la situación comercial de México es paradójica. Superavitarios con los Estados Unidos, pero deficitarios con todos los demás.
La situación es difícil. Heredamos un embrollo comercial y productivo, un país y una administración que se endeudaron sin beneficios tangibles para los locales, pero si para otros países, facilitado por una cultura de corrupción. Además tenemos una posición geográfica que ahora nos convierte en paso de los cientos de miles que buscan huir de la pesadilla neoliberal centroamericana.
El oportunista Trump amagó con imponer aranceles generalizados a todas las importaciones mexicanas exigiendo que detengamos la migración que viene del sur y, además, medidas orientadas a disminuir el desequilibrio comercial.
Finalmente reculó, debido sobre todo a la insurgencia creciente entre las filas de los senadores republicanos, sus propios aliados, que amenazaron con bloquear la medida.
Lo hicieron porque los aranceles habrían afectado numerosas industrias y millones de empleos en los Estados Unidos. Habrían significado un costo directo, en la compra de verduras y aguacates, por ejemplo, e indirecto (en bienes manufacturados, autos, por ejemplo), para los consumidores. Se habrían creado presiones inflacionarias que podrían, más adelante, convertirse en demandas salariales. Dado lo imbricadas que se encuentran nuestras economías los dos países saldríamos perdiendo.
No confiemos en que se acabó el problema; fue un episodio dentro del periodo aciago que será la lucha electoral por la presidencia norteamericana que apenas comienza.
Hay señales de incertidumbre. Las versiones sobre lo acordado son muy distintas. Ebrard enumera cuatro acuerdos específicos: guardia nacional en la frontera sur para asegurar el cumplimiento de las leyes migratorias mexicanas; aceptar que las personas que soliciten asilo en los Estados Unidos esperen en México la resolución de su trámite; continuación de las pláticas y fortalecer la economía y el bienestar en Centroamérica.
Pero Trump se reserva el derecho, dice, a evaluar el cumplimiento de México. Además, al día siguiente del acuerdo lanzó una importante provocación. Dijo, en un tuit, que nuestro país aceptó iniciar de inmediato la compra de grandes cantidades de productos agropecuarios a sus patrióticos productores.
No podemos confiar en Trump; no cumple acuerdos, miente, y cuando obtiene algo siempre va por más. Esto asegura futuros enfrentamientos, sobre todo cuando de nuestro lado la 4T propone autosuficiencia alimentaria, seguridad energética y, propongo, menor dependencia de capitales externos.
Ahora sabemos que Donaldo enfrenta importantes limitaciones internas que podemos aprovechar. Nos defiende la imbricación de nuestras economías. No se trata de desmontarla; pero si de transformarla con cuidado.
Además, queramos o no, estamos inmiscuidos en la lucha mediática norteamericana. Habrá que saber presentar de manera adecuada las necesidades y propósitos de nuestro país ante la población de aquel país. Importa contrarrestar la imagen denigrante con la que Trump nos ataca.
domingo, 2 de junio de 2019
Las crisis que no buscamos
Jorge Faljo
Una monja que conocí en mi infancia decía, “cuando dios dice a fregar, del cielo llueven escobetas.” Parece que en eso estamos.
Batallamos para salir de la situación desastrosa que nos dejó la mezcla mexicana de neoliberalismo y corrupción cuando nos llegan las oleadas de migrantes centroamericanos rumbo a un paraíso inexistente. Y ahora resulta que Trump quiere cobrarnos la factura de ese desastre provocado por su país.
Hace unos meses Trump anunció que cerraría su frontera sur para impedir de tajo la entrada de migrantes pidiendo asilo. Le hicieron ver que sería desastroso y entonces dijo que le daba un año de plazo a México para resolver el problema.
Ahora Donald vuelve a la carga haciendo uso de un poder presidencial diseñado para situaciones de guerra y graves emergencias.
El anuncio de la imposición de tarifas a todas las importaciones procedentes de México es un asunto grave. Hacia los Estados Unidos va el 80 por ciento de nuestras exportaciones. Es el resultado de una globalización patito en la que no se tomaron medidas para contar con una producción industrial propia y competitiva a nivel internacional.
La estrategia de los grandes conglomerados de producir en el exterior para los consumidores norteamericanos daba la impresión de ser exitosa. Pero destruyó buena parte de la base industrial y los empleos bien pagados en los Estados Unidos.
En México jugamos como comparsas. Aprovechamos el endeudamiento internacional norteamericano, que los hizo deficitarios, para exportarle con gran éxito y tener un superávit. Al mismo tiempo nuestra industria de ensamble generó déficit a favor de China.
Desde su campaña presidencial Trump prometió reducir los enormes déficits comerciales que su país tiene con China y con México. Habría que preguntarnos si el golpe que nos da con la imposición de aranceles tiene que ver solo con el problema migratorio o es un mero pretexto para insistir en el propósito de conseguir un intercambio comercial equilibrado con China y con el gran ensamblador de productos chinos que es México.
Resolver el problema de los migrantes provenientes de Centroamérica, Cuba, Haití y África no está dentro de las capacidades de México. Ni convirtiéndonos en un estado policiaco, con grandes campos de concentración, podría conseguirse. Lo que además no está en el ADN nacional. Se requiere cambiar el modelo económico de los países de origen de estos migrantes. Lo que solo un gobierno norteamericano ilustrado, que los ha habido, podría lograr.
Pero es posible que el problema de fondo sea otro y eso nos permita explorar otra salida. Políticos y medios norteamericanos de alto nivel señalan que el tema migratorio y el del comercio exterior deben correr por canales separados.
La respuesta de Trump ante esas críticas, y a la carta que le dirigió AMLO, es que México ha hecho una fortuna aprovechándose de los Estados Unidos durante décadas. Y resaltó: “tenemos un déficit comercial de 100 mil millones de dólares con México”.
Es decir, que para Donald el problema no es nuevo y si es comercial. Y esto es posiblemente lo que más pesa en su decisión. De ser así, los negociadores mexicanos que van rumbo a Washington deben entender que la posición del presidente norteamericano no es nueva, sino que la planteó desde que visitó a México cuando era candidato a la presidencia norteamericana.
Y tal vez nuestros negociadores deberían revisar lo que Trump le propuso al presidente Peña. Pedía una alianza frente a China, que ambos países concertarán una estrategia proteccionista conjunta en defensa de la industria y el empleo en los dos países. Peña ignoró la propuesta.
Pero Trump siguió adelante y en la negociación del nuevo tratado, el T-MEC se introdujo la exigencia de que las armadoras automotrices de México emplean más partes de origen norteamericano en lugar de chinas. Pide que no aceptemos inversiones chinas. Y quitó los aranceles al aluminio y al acero mexicanos bajo la condición de que no seamos puente para la entrada de aluminio y acero chinos al mercado norteamericano. En esta perspectiva su posición ha sido congruente.
La actual situación nos impone una difícil disyuntiva. Reaccionar en un bíblico ojo por ojo ante los aranceles norteamericanos sería devastador para la economía mexicana. Un patriotismo mal encaminado no permitiría avanzar en los planes de este gobierno ni garantizaría estabilidad. Habrá que negociar con un buen entendimiento para una negociación en que ambos países ganen.
Un proteccionismo dual concertado implicaría que sigamos el ejemplo gringo y le impongamos aranceles a las importaciones chinas. Al mismo tiempo habría que diseñar una estrategia de substitución de importaciones chinas; en parte con importaciones norteamericanas y en parte con producción nacional. Lo cual requiere una política industrial nacional y, también, un tratado de libre comercio diseñado para las nuevas circunstancias.
Los críticos me dirán que poner aranceles a las importaciones chinas sería un duro golpe a la industria y al consumo nacional de chácharas. Cierto. Pero lo mismo, o peor, va a ocurrir con una devaluación inducida por los aranceles gringos. Y hubo una primera señal, ¿Qué pasará cuando se impongan y vayan creciendo los aranceles que anuncia Trump?
Una estrategia de proteccionismo conjunto protegería lo que ya existe. No podemos darnos el lujo de repetir la experiencia de destruir el aparato industrial, como se hizo a la entrada del neoliberalismo.
Lo más importante es que ese proteccionismo concertado con Trump abriría en México muchas oportunidades de substitución de importaciones chinas; en parte rehabilitando y creando producción nacional, y en parte con importaciones norteamericanas. Se generaría empleo aquí y allá.
Así que ofrezcamos ya, en Washington, ponerles aranceles a las importaciones chinas a cambio de que Trump abandone su mala idea.
Todo cambio de modelo económico es traumático; las circunstancias externas nos imponen un gran cambio. Podemos esperarlo pasivamente y aguantar las consecuencias; o tomar la iniciativa y elegir el mal menor.
Una monja que conocí en mi infancia decía, “cuando dios dice a fregar, del cielo llueven escobetas.” Parece que en eso estamos.
Batallamos para salir de la situación desastrosa que nos dejó la mezcla mexicana de neoliberalismo y corrupción cuando nos llegan las oleadas de migrantes centroamericanos rumbo a un paraíso inexistente. Y ahora resulta que Trump quiere cobrarnos la factura de ese desastre provocado por su país.
Hace unos meses Trump anunció que cerraría su frontera sur para impedir de tajo la entrada de migrantes pidiendo asilo. Le hicieron ver que sería desastroso y entonces dijo que le daba un año de plazo a México para resolver el problema.
Ahora Donald vuelve a la carga haciendo uso de un poder presidencial diseñado para situaciones de guerra y graves emergencias.
El anuncio de la imposición de tarifas a todas las importaciones procedentes de México es un asunto grave. Hacia los Estados Unidos va el 80 por ciento de nuestras exportaciones. Es el resultado de una globalización patito en la que no se tomaron medidas para contar con una producción industrial propia y competitiva a nivel internacional.
La estrategia de los grandes conglomerados de producir en el exterior para los consumidores norteamericanos daba la impresión de ser exitosa. Pero destruyó buena parte de la base industrial y los empleos bien pagados en los Estados Unidos.
En México jugamos como comparsas. Aprovechamos el endeudamiento internacional norteamericano, que los hizo deficitarios, para exportarle con gran éxito y tener un superávit. Al mismo tiempo nuestra industria de ensamble generó déficit a favor de China.
Desde su campaña presidencial Trump prometió reducir los enormes déficits comerciales que su país tiene con China y con México. Habría que preguntarnos si el golpe que nos da con la imposición de aranceles tiene que ver solo con el problema migratorio o es un mero pretexto para insistir en el propósito de conseguir un intercambio comercial equilibrado con China y con el gran ensamblador de productos chinos que es México.
Resolver el problema de los migrantes provenientes de Centroamérica, Cuba, Haití y África no está dentro de las capacidades de México. Ni convirtiéndonos en un estado policiaco, con grandes campos de concentración, podría conseguirse. Lo que además no está en el ADN nacional. Se requiere cambiar el modelo económico de los países de origen de estos migrantes. Lo que solo un gobierno norteamericano ilustrado, que los ha habido, podría lograr.
Pero es posible que el problema de fondo sea otro y eso nos permita explorar otra salida. Políticos y medios norteamericanos de alto nivel señalan que el tema migratorio y el del comercio exterior deben correr por canales separados.
La respuesta de Trump ante esas críticas, y a la carta que le dirigió AMLO, es que México ha hecho una fortuna aprovechándose de los Estados Unidos durante décadas. Y resaltó: “tenemos un déficit comercial de 100 mil millones de dólares con México”.
Es decir, que para Donald el problema no es nuevo y si es comercial. Y esto es posiblemente lo que más pesa en su decisión. De ser así, los negociadores mexicanos que van rumbo a Washington deben entender que la posición del presidente norteamericano no es nueva, sino que la planteó desde que visitó a México cuando era candidato a la presidencia norteamericana.
Y tal vez nuestros negociadores deberían revisar lo que Trump le propuso al presidente Peña. Pedía una alianza frente a China, que ambos países concertarán una estrategia proteccionista conjunta en defensa de la industria y el empleo en los dos países. Peña ignoró la propuesta.
Pero Trump siguió adelante y en la negociación del nuevo tratado, el T-MEC se introdujo la exigencia de que las armadoras automotrices de México emplean más partes de origen norteamericano en lugar de chinas. Pide que no aceptemos inversiones chinas. Y quitó los aranceles al aluminio y al acero mexicanos bajo la condición de que no seamos puente para la entrada de aluminio y acero chinos al mercado norteamericano. En esta perspectiva su posición ha sido congruente.
La actual situación nos impone una difícil disyuntiva. Reaccionar en un bíblico ojo por ojo ante los aranceles norteamericanos sería devastador para la economía mexicana. Un patriotismo mal encaminado no permitiría avanzar en los planes de este gobierno ni garantizaría estabilidad. Habrá que negociar con un buen entendimiento para una negociación en que ambos países ganen.
Un proteccionismo dual concertado implicaría que sigamos el ejemplo gringo y le impongamos aranceles a las importaciones chinas. Al mismo tiempo habría que diseñar una estrategia de substitución de importaciones chinas; en parte con importaciones norteamericanas y en parte con producción nacional. Lo cual requiere una política industrial nacional y, también, un tratado de libre comercio diseñado para las nuevas circunstancias.
Los críticos me dirán que poner aranceles a las importaciones chinas sería un duro golpe a la industria y al consumo nacional de chácharas. Cierto. Pero lo mismo, o peor, va a ocurrir con una devaluación inducida por los aranceles gringos. Y hubo una primera señal, ¿Qué pasará cuando se impongan y vayan creciendo los aranceles que anuncia Trump?
Una estrategia de proteccionismo conjunto protegería lo que ya existe. No podemos darnos el lujo de repetir la experiencia de destruir el aparato industrial, como se hizo a la entrada del neoliberalismo.
Lo más importante es que ese proteccionismo concertado con Trump abriría en México muchas oportunidades de substitución de importaciones chinas; en parte rehabilitando y creando producción nacional, y en parte con importaciones norteamericanas. Se generaría empleo aquí y allá.
Así que ofrezcamos ya, en Washington, ponerles aranceles a las importaciones chinas a cambio de que Trump abandone su mala idea.
Todo cambio de modelo económico es traumático; las circunstancias externas nos imponen un gran cambio. Podemos esperarlo pasivamente y aguantar las consecuencias; o tomar la iniciativa y elegir el mal menor.
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