Jorge Faljo
Por enemigos de Trump me refiero a los que él define de esa manera. Y estos cambian cada semana, incluso día con día. Tiene al respecto un largo historial y lo que resulta sorprendente es que buena parte de los que en algún momento son tratados como enemigos o adversarios han sido buenos aliados de los Estados Unidos durante décadas. Sus críticas han incluido a Alemania, Japón y en general a todos los países de la OTAN, la alianza militar de occidente. Paradójicamente no duda en declarar admiración por los líderes de Corea del Norte y Rusia, que la mayoría de los norteamericanos considera rivales peligrosos.
Recientemente Trump se declaró molesto con Dinamarca, un país aliado, por motivos que parecen de telenovela. Dijo que quería comprar Groenlandia y se refirió a esa propuesta como un mero asunto de bienes raíces; como una más de las muchas compras de propiedades que ha realizado a lo largo de su vida. Tal vez tiene muy presente que los Estados Unidos se expandieron a lo que hoy en día es su territorio mediante “adquisiciones” de otros países, varias de ellas etiquetadas como compras. Adquirieron Florida, Oregón, más de la mitad de lo que era México, y compraron la Luisiana, que abarcaba toda la cuenca del Misisipi, unos dos millones de kilómetros cuadrados; también Alaska y La Mesilla.
Ante la propuesta de comprarle Groenlandia la primera ministra de Dinamarca consideró que era absurda la solicitud y Trump se declaró muy ofendido. Según él se le había faltado al respeto a los Estados Unidos y en consecuencia canceló el encuentro que tendría lugar con la jefa de gobierno danesa. Esperemos que el presidente norteamericano no piense que puede, a la antigua usanza imperial, hacer a su país más grande y añada a sus locuras futuras medidas de fuerza para apoderarse de ese “terrenito”.
Pero regresemos al tema de los mayores enemigos de la semana. Este pasado viernes, en su usual papel de chivo en cristalería, Trump tuiteó: ¿Quién es nuestro mayor enemigo Jay Powell o el presidente Xi? El primero encabeza la reserva federal, el banco central norteamericano; el segundo es el presidente de China. Para Donaldo ambos son ahora enemigos de los Estados Unidos.
El paso del ataque de uno a otro supuesto enemigo puede considerarse un reflejo de la transición de la guerra comercial a la guerra de divisas. La primera incide en el comercio externo mediante aranceles o limitaciones reglamentarias. Estados Unidos estableció aranceles del 25 por ciento a 250 mil millones de dólares de importaciones chinas y amenazó con otro 10 por ciento de aranceles al resto de las importaciones. Pues bien, por su parte China también aplicó incrementos a tarifas y en respuesta, este viernes Trump elevó en un 5 por ciento más las tarifas para ambos grupos de importaciones.
Otras medidas de administración del comercio han sido las restricciones a la compra y/o venta de algunos bienes tecnológicos. Y de manera muy desconcertante este mismo viernes Trump les ordenó a las empresas norteamericanas que de inmediato buscaran alternativas a sus negocios con China, incluyendo el regresar sus fábricas y producir dentro de los Estados Unidos. Dado que lo hizo vía tuiter no tiene mayor efecto legal y no se sabe si tiene planeado algo más al respecto.
Todo lo anterior se ubica en el nivel de la guerra comercial con Xi, el presidente chino.
El pleito con Powell responde a otro nivel de conflicto que se añade al primero. Anteriormente Trump criticó a la Unión Europea y a China por, dijo, manipular sus paridades cambiarias. A esto se le llama guerra de divisas y básicamente ocurre cuando los países intentan debilitar, es decir abaratar, sus monedas para de ese modo hacer más competitivas sus exportaciones.
Hace décadas, cuando Estados Unidos era una potencia relativamente mucho más poderosa, su estrategia era presionar y obligar a Japón, Alemania y a otros competidores a fortalecer sus monedas y así reducir la competitividad de sus rivales. Ya no tiene el poder suficiente para seguir esa estrategia.
Así que ahora Trump señala que el dólar se encuentra sobrevaluado, y tanto el Fondo Monetario Internacional como su rival, la precandidata presidencial demócrata Elizabeth Warren, están de acuerdo. Lo que quiere Donald es que la Fed, el banco central, reduzca más la tasa de interés y de ese modo desaliente la entrada de capitales a los Estados Unidos y así se abarate el dólar. Como la Fed es independiente y Powell se niega, ahora Trump lo llama enemigo de los Estados Unidos.
Una consecuencia de desalentar la entrada, y de hecho la permanencia, de capitales en los Estados Unidos es que no solo se abarataría el dólar, sino que esos capitales migrarían hacia otros países que ofrezcan una mayor tasa de interés, por ejemplo México, y provocarían el fortalecimiento de sus monedas, haciéndolos menos competitivos.
Eso ocurrió de manera evidente como consecuencia de la política monetaria norteamericana posterior a la Gran Recesión de 2008 – 2010.
En esa época el Fondo Monetario le advirtió a México que procurara evitar la entrada de capitales volátiles que encarecerían el peso, provocarían inflación y tendrían otras consecuencias negativas. No obstante la estrategia mexicana fue la contraria; se movió para atraer capital volátil y de así elevar las ganancias financieras en la bolsa de valores y por el fortalecimiento del peso.
Un ejemplo positivo del impacto del cambio de paridad en el comercio ocurrió en México a raíz de la devaluación de fin de 1994. En los dos años siguientes, de 1994 a 1996 las exportaciones de manufacturas del país se elevaron en un 80 por ciento. Algo sorprendente, sobre todo en dos años en que prácticamente no hubo crédito, ni inversión productiva y con una severa reducción de insumos externos. El salto exportador se explicó por el mejor aprovechamiento de capacidades instaladas.
La posibilidad de que Trump entre a una guerra de divisas, por ejemplo imponiendo un impuesto a la entrada de capitales financieros y, de que en caso de recesión la Fed genere dinero, abriría riesgos importantes para México. Un nuevo influjo de capitales especulativos que fortaleciera el peso tendría el peor efecto en competitividad y constituiría una barrera a los incrementos salariales.
En tal caso ¿Banco de México se alinearía de nuevo con los intereses financieros o con los de la producción y los salarios?
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
sábado, 24 de agosto de 2019
domingo, 18 de agosto de 2019
Toco madera
Jorge Faljo
De nuevo el fantasma de una posible recesión provoca grandes inquietudes. Hace un par de semanas se trataba de la posibilidad de que la economía de México fuera declarada en recesión. Los primeros tres meses el país redujo su economía en un 0.2 por ciento; los siguientes tres la elevó en un 0.1 por ciento. Así que escapamos por un pelito de la definición técnica de recesión que sería tener dos trimestres seguidos de crecimiento negativo.
Ahora la incertidumbre es mundial. ¿Estamos en vísperas de una nueva recesión global?
Si así fuera la perspectiva es preocupante. La última, la Gran Recesión del 2008 al 2010, tuvo graves consecuencias. Tan solo en los Estados Unidos se perdieron 8.7 millones de empleos, cerraron 2.5 millones de empresas y alrededor de nueve millones de familias perdieron sus casas, por embargo bancario o porque tuvieron que hacer ventas de emergencia. La población blanca sin estudios universitarios redujo su esperanza de vida debido sobre todo a un incremento del alcoholismo, la drogadicción y menor acceso a servicios médicos. Millones de familias tuvieron que solicitar asistencia nutricional.
La Gran Recesión inició en los Estados Unidos cuando cada vez más familias no pudieron seguir pagando sus deudas al elevarse la tasa de interés; en particular el de las hipotecas de sus casas. Pronto se inundó el mercado de casas en venta sin compradores viables y los precios se fueron al suelo. Millones se encontraron con que debían mucho más que el valor reducido de sus casas. La industria de la construcción paró en seco y con ella la fabricación de todo tipo de materiales y aditamentos como muebles, alfombras, electrodomésticos, aparatos de ejercicio, automóviles y demás.
Los bancos norteamericanos habían vendido los títulos de deuda en todo el mundo y cuando estos se convirtieron en basura, porque eran incobrables, la recesión se extendió al sistema financiero mundial.
En Europa y Japón la producción se redujo en 4.1 y 5.2 por ciento respectivamente. En México la caída se estima que fue de alrededor del 4 por ciento. Así que una nueva recesión no sería cosa de broma.
¿Cuáles son ahora las señales preocupantes?
Alemania e Inglaterra redujeron su producción en el segundo trimestre del año, mientras que Italia no creció. Al parecer Brasil entró en recesión mientras que México la esquivó por muy poco. Son cinco economías que se encuentran entre las 20 más grandes del mundo y en conjunto hacen que la situación sea preocupante. Otras economías como las de Hong Kong y Singapur, también están en problemas. Cierto que son más pequeñas, pero generalmente son buenos indicadores de la situación internacional.
El Fondo Monetario Internacional –FMI-, proyecta para 2019 un crecimiento mundial del 3.2 por ciento. Pero los datos duros indican que en el último trimestre del 2018 el comercio mundial creció por abajo del 2 por ciento y en el primer trimestre del 2019 tan solo un 0.5 por ciento en comparaciones con los mismos periodos de un año antes.
Hay que recordar que desde los años setentas el incremento del comercio internacional ha sido el gran motor de un crecimiento mundial centrado en los grandes conglomerados transnacionales. Este año el crecimiento posible estará centrado en el fortalecimiento de los mercados internos.
Lo esencial a entender de una recesión es que es una caída de la producción, el empleo, los ingresos y el consumo que no ocurre por causas naturales. No hay terremoto, inundación o desastre natural explique estos desastres. ¿Entonces a que se deben?
El problema básico es, de acuerdo al FMI, la debilidad de la demanda, tanto de consumo final como la asociada a la inversión. Visto más a fondo el hecho es que con la globalización se exacerbó una dinámica en la que crece mucho más rápido la productividad que los salarios. Se genera un desequilibrio entre las mercancías que entran al mercado y la capacidad de compra de la población.
Las grandes empresas y la elite mundial acumulan enormes fortunas, pero les resulta cada vez más difícil encontrar oportunidades de inversión rentable. Ante este problema encontraron una solución… de corto plazo. Prestar sus fortunas para generar demanda.
Así que endeudaron a los gobiernos, a las clases medias, a los estudiantes, sobre todo de los países industriales, aunque también a países subdesarrollados. Según el FMI la deuda global alcanzó en 2017 el 225 por ciento del producto mundial; visto en términos per cápita cada habitante del planeta debe unos 86 mil dólares. Lo curioso es que la deuda se concentra en los más ricos.
Importa entender el doble papel del endeudamiento. En su fase inicial genera demanda y de ese modo resuelve el problema de la insuficiencia de los ingresos de la población para consumir todo lo que se ofrece en el mercado, y la insuficiencia de los ingresos de los gobiernos (impuestos) para cumplir con sus tareas.
Pero, así como cualquiera de nosotros con una nueva tarjeta de crédito podemos al principio comprar más, posteriormente la deuda se convierte en nuestra enemiga y nos obliga a apretarnos el cinturón. Es nuestra recesión personal.
El endeudamiento ha sido compañero inseparable de la globalización. Se nos prestó para que pudiéramos comprar. Con ello se generó el negocio adicional de cobrarnos intereses. Pero esta solución es meramente temporal y cuando se agota conduce a la verdadera pesadilla: la destrucción de capacidades de producción sobrantes. Una quiebra masiva de empresas que ya no pueden seguir vendiendo lo que producen.
Cada recesión global destruye millones de empresas; las más débiles, las de tecnología rezagada, las que generan más empleos. Son periodos en los que se afianzan y expanden su espacio de mercado los grandes conglomerados, los monopolios que así salen adelante a costa de los débiles.
Algunos piensan que las guerras comerciales impulsadas por Trump, y las devaluaciones competitivas, como la de China, generan la recesión. Más bien hay que ver que son respuestas agresivas que buscan redefinir donde recaerá lo peor de la destrucción de capacidades productivas.
El contexto es ya bastante malo para una economía sobreglobalizada como la de México. Si el entorno cambia hacia uno de recesión global habrá que instrumentar fuertes medidas de protección de la producción interna, de los ingresos de la población y los del gobierno. Una de las medidas indispensables es substituir el endeudamiento gubernamental por una mayor captación fiscal de ingresos sólidos. Y si no hay recesión… también.
Por el momento repito lo que dijo AMLO ante la perspectiva de una recesión global… toco madera.
De nuevo el fantasma de una posible recesión provoca grandes inquietudes. Hace un par de semanas se trataba de la posibilidad de que la economía de México fuera declarada en recesión. Los primeros tres meses el país redujo su economía en un 0.2 por ciento; los siguientes tres la elevó en un 0.1 por ciento. Así que escapamos por un pelito de la definición técnica de recesión que sería tener dos trimestres seguidos de crecimiento negativo.
Ahora la incertidumbre es mundial. ¿Estamos en vísperas de una nueva recesión global?
Si así fuera la perspectiva es preocupante. La última, la Gran Recesión del 2008 al 2010, tuvo graves consecuencias. Tan solo en los Estados Unidos se perdieron 8.7 millones de empleos, cerraron 2.5 millones de empresas y alrededor de nueve millones de familias perdieron sus casas, por embargo bancario o porque tuvieron que hacer ventas de emergencia. La población blanca sin estudios universitarios redujo su esperanza de vida debido sobre todo a un incremento del alcoholismo, la drogadicción y menor acceso a servicios médicos. Millones de familias tuvieron que solicitar asistencia nutricional.
La Gran Recesión inició en los Estados Unidos cuando cada vez más familias no pudieron seguir pagando sus deudas al elevarse la tasa de interés; en particular el de las hipotecas de sus casas. Pronto se inundó el mercado de casas en venta sin compradores viables y los precios se fueron al suelo. Millones se encontraron con que debían mucho más que el valor reducido de sus casas. La industria de la construcción paró en seco y con ella la fabricación de todo tipo de materiales y aditamentos como muebles, alfombras, electrodomésticos, aparatos de ejercicio, automóviles y demás.
Los bancos norteamericanos habían vendido los títulos de deuda en todo el mundo y cuando estos se convirtieron en basura, porque eran incobrables, la recesión se extendió al sistema financiero mundial.
En Europa y Japón la producción se redujo en 4.1 y 5.2 por ciento respectivamente. En México la caída se estima que fue de alrededor del 4 por ciento. Así que una nueva recesión no sería cosa de broma.
¿Cuáles son ahora las señales preocupantes?
Alemania e Inglaterra redujeron su producción en el segundo trimestre del año, mientras que Italia no creció. Al parecer Brasil entró en recesión mientras que México la esquivó por muy poco. Son cinco economías que se encuentran entre las 20 más grandes del mundo y en conjunto hacen que la situación sea preocupante. Otras economías como las de Hong Kong y Singapur, también están en problemas. Cierto que son más pequeñas, pero generalmente son buenos indicadores de la situación internacional.
El Fondo Monetario Internacional –FMI-, proyecta para 2019 un crecimiento mundial del 3.2 por ciento. Pero los datos duros indican que en el último trimestre del 2018 el comercio mundial creció por abajo del 2 por ciento y en el primer trimestre del 2019 tan solo un 0.5 por ciento en comparaciones con los mismos periodos de un año antes.
Hay que recordar que desde los años setentas el incremento del comercio internacional ha sido el gran motor de un crecimiento mundial centrado en los grandes conglomerados transnacionales. Este año el crecimiento posible estará centrado en el fortalecimiento de los mercados internos.
Lo esencial a entender de una recesión es que es una caída de la producción, el empleo, los ingresos y el consumo que no ocurre por causas naturales. No hay terremoto, inundación o desastre natural explique estos desastres. ¿Entonces a que se deben?
El problema básico es, de acuerdo al FMI, la debilidad de la demanda, tanto de consumo final como la asociada a la inversión. Visto más a fondo el hecho es que con la globalización se exacerbó una dinámica en la que crece mucho más rápido la productividad que los salarios. Se genera un desequilibrio entre las mercancías que entran al mercado y la capacidad de compra de la población.
Las grandes empresas y la elite mundial acumulan enormes fortunas, pero les resulta cada vez más difícil encontrar oportunidades de inversión rentable. Ante este problema encontraron una solución… de corto plazo. Prestar sus fortunas para generar demanda.
Así que endeudaron a los gobiernos, a las clases medias, a los estudiantes, sobre todo de los países industriales, aunque también a países subdesarrollados. Según el FMI la deuda global alcanzó en 2017 el 225 por ciento del producto mundial; visto en términos per cápita cada habitante del planeta debe unos 86 mil dólares. Lo curioso es que la deuda se concentra en los más ricos.
Importa entender el doble papel del endeudamiento. En su fase inicial genera demanda y de ese modo resuelve el problema de la insuficiencia de los ingresos de la población para consumir todo lo que se ofrece en el mercado, y la insuficiencia de los ingresos de los gobiernos (impuestos) para cumplir con sus tareas.
Pero, así como cualquiera de nosotros con una nueva tarjeta de crédito podemos al principio comprar más, posteriormente la deuda se convierte en nuestra enemiga y nos obliga a apretarnos el cinturón. Es nuestra recesión personal.
El endeudamiento ha sido compañero inseparable de la globalización. Se nos prestó para que pudiéramos comprar. Con ello se generó el negocio adicional de cobrarnos intereses. Pero esta solución es meramente temporal y cuando se agota conduce a la verdadera pesadilla: la destrucción de capacidades de producción sobrantes. Una quiebra masiva de empresas que ya no pueden seguir vendiendo lo que producen.
Cada recesión global destruye millones de empresas; las más débiles, las de tecnología rezagada, las que generan más empleos. Son periodos en los que se afianzan y expanden su espacio de mercado los grandes conglomerados, los monopolios que así salen adelante a costa de los débiles.
Algunos piensan que las guerras comerciales impulsadas por Trump, y las devaluaciones competitivas, como la de China, generan la recesión. Más bien hay que ver que son respuestas agresivas que buscan redefinir donde recaerá lo peor de la destrucción de capacidades productivas.
El contexto es ya bastante malo para una economía sobreglobalizada como la de México. Si el entorno cambia hacia uno de recesión global habrá que instrumentar fuertes medidas de protección de la producción interna, de los ingresos de la población y los del gobierno. Una de las medidas indispensables es substituir el endeudamiento gubernamental por una mayor captación fiscal de ingresos sólidos. Y si no hay recesión… también.
Por el momento repito lo que dijo AMLO ante la perspectiva de una recesión global… toco madera.
domingo, 11 de agosto de 2019
Esto se está calentando
Jorge Faljo
En los últimos tres meses se presentaron olas de calor extremo, el suficiente para motivar alertas, medidas especiales y ser tema noticioso, en muchas partes del planeta. Entre ellas, Norteamérica, Europa, Siberia, el Ártico y Japón. En México en 16 estados hubo zonas con temperaturas de 40 grados o más y en otras muchas superaron los 35 grados.
La mayor parte de la información periodística se refirió al impacto en la vida cotidiana. Calles desiertas y medidas para protegerse del sol, en particular quemaduras en la piel y deshidratación.
En Europa las visitas guiadas a grandes monumentos como el coliseo romano, se convirtieron en largas lecciones de historia con turistas sentados a la sombra. Hubo abundancia de bañistas en todo tipo de fuentes y espejos de agua, por ejemplo en los jardines de la torre Eiffel. Refrescarse era la prioridad.
En Holanda se registraron unas 400 muertes más de las habituales, que son atribuidas a la más alta temperatura registrada en 120 años. En el resto de Europa hubo una docena de casos comprobados de golpes de calor mortales.
Paradójicamente las cifras mortales son muy bajas, comparadas con las 15 mil personas que fallecieron en Francia en 2003 por una ola de calor similar. Lo que reflejó que en esta ocasión hubo mucha mayor preparación de la población y de los servicios sociales y de emergencia que crearon refugios, repartieron grandes cantidades de agua y atendieron centenares de casos.
Lo ocurrido en otras partes es parecido. Pero una vez pasados los momentos más difíciles queda la reflexión de fondo. ¿Es esto normal? La respuesta es que antes han ocurrido olas de calor; pero hay diferencias. Ahora ocurren más seguido, duran más tiempo y cubren mayores extensiones geográficas. Y eso se relaciona directamente con dos factores relacionados entre sí: el aumento del bióxido (o dióxido) de carbono en la atmosfera y el calentamiento global.
Cuando se leen las cifras del incremento del bióxido de carbono y de la temperatura estas parecen insignificantes. Y sin embargo sus efectos, que apenas empiezan, ya apuntan a ser mayúsculos.
En 2016 por vez primera en millones de años la atmosfera del planeta rebasó de manera sostenida, a lo largo de todo el año, el nivel de 400 partes por millón –ppm-, de bióxido de carbono. Su nivel de concentración era de 280 ppm en la era preindustrial. Cierto que si nos remontamos mucho tiempo, digamos 500 millones de años, las concentraciones eran mayores, alrededor de 7 mil partes de CO2 por millón.
Sin embargo hace unos 350 millones de años la vida vegetal evolucionó de seres unicelulares a plantas de gran tamaño que se extendieron por todo el planeta atrapando en sus propios tejidos cada vez mayores porciones del carbono de la atmosfera. Sus raíces se enterraban y al fallecer el carbono seguía atrapado en la tierra e incluso en rocas formadas por compresión. La vida se formó de carbono y al hacerlo lo extrajo de la atmosfera y lo hizo formar parte incluso del subsuelo.
Pero desde la revolución industrial el ser humano lo ha devuelto de manera masiva a la atmosfera al quemar sus enormes reservas en forma de carbón y petróleo. Otras actividades, como la quema de selvas y la expansión de la agricultura y la contaminación de los mares también reducen la masa orgánica y sueltan su carbono en la atmosfera.
Se calcula que en 1950 las emisiones de bióxido de carbono derivado de actividades humanas eran de unos cinco mil millones de toneladas al año; ahora superan 35 mil millones de toneladas. Este ha sido el factor fundamental por el que el planeta se ha calentado aproximadamente un 1.1 grados centígrados.
Son cambios que impactan toda la vida. Un ejemplo curioso. La temperatura es determinante del sexo de muchas especies de reptiles. En una zona de anidamiento de tortugas marinas se alteró la relación entre hembras y machos de dos a 1, a una nueva relación de 99 a 1. Es decir que en algunos sitios prácticamente ya no nacen machos, a diferencia de zonas de anidamiento ubicadas en latitudes más frías.
Pero si este dato suena meramente anecdótico, otro es más preocupante. El aumento del bióxido de carbono incide de manera importante en el desarrollo de muchas plantas. Científicos han lanzado la alerta de que a mayor bióxido de carbono las semillas de arroz pierden contenido de vitaminas y proteínas; lo que puede afectar la nutrición de 600 millones de seres humanos. Otros datos son también preocupantes; el calor acelera la descomposición de los alimentos, favorece plagas y enfermedades.
Un aspecto importante del problema es que el bióxido de carbono y la temperatura no crecen a un ritmo aritmético, tipo 1, 2, 3, 4, 5. Lo hacen de manera exponencial tipo 1, 2, 4, 8, 16. Las olas de calor recientes lo han ejemplificado de maneras que no nos eran evidentes anteriormente.
En este pasado mes de julio se quemaron 2.8 millones de hectáreas de bosques en Siberia y otro millón en Alaska, más una cantidad indeterminada en Groenlandia. Aparte de la enorme cantidad de carbono que se suelta en la atmosfera el descongelamiento de capas de tierra de algunos metros de profundidad hacen que suelten gas metano atrapado, que también tiene un efecto de invernadero.
Por otra parte grandes cantidades de ceniza se asentaron zonas cubiertas de nieve y hielo en Groenlandia, Canadá, Alaska y Siberia; al cambiar el tono de blanco a gris redujeron su capacidad para reflejar la luz y aceleran su calentamiento. El deshielo acelerado transforma el color de la superficie del planeta al perder zonas blancas en favor de tierra al descubierto y mar azul que son más favorables para crear altas temperaturas.
Las olas de calor son una alerta climática que aún con su gravedad, todavía no nos hace repensar y actuar en nuestra relación con la naturaleza. En particular en las vertientes de energía contaminante; los plásticos que invaden tierra y mar; y el uso de la tierra.
Cambiar requerirá de importantes alteraciones en nuestra forma de vida; algunas pueden ser muy positivas. Por ejemplo, una dieta basada en plantas y no en animales, nos haría menos propensos a la obesidad, las enfermedades cardiacas y la diabetes, con mejor salud e importantes ahorros económicos. Algo similar podría decirse de organizar nuestra sociedad para que la producción y el consumo, vivir y trabajar, se encuentren cercanos uno al otro y con mucho menos necesidades de transporte.
Algunos cambios pueden parecer utópicos. Pero si no son esos los que instrumentamos vendrán otros cambios, los verdaderamente indeseables.
En los últimos tres meses se presentaron olas de calor extremo, el suficiente para motivar alertas, medidas especiales y ser tema noticioso, en muchas partes del planeta. Entre ellas, Norteamérica, Europa, Siberia, el Ártico y Japón. En México en 16 estados hubo zonas con temperaturas de 40 grados o más y en otras muchas superaron los 35 grados.
La mayor parte de la información periodística se refirió al impacto en la vida cotidiana. Calles desiertas y medidas para protegerse del sol, en particular quemaduras en la piel y deshidratación.
En Europa las visitas guiadas a grandes monumentos como el coliseo romano, se convirtieron en largas lecciones de historia con turistas sentados a la sombra. Hubo abundancia de bañistas en todo tipo de fuentes y espejos de agua, por ejemplo en los jardines de la torre Eiffel. Refrescarse era la prioridad.
En Holanda se registraron unas 400 muertes más de las habituales, que son atribuidas a la más alta temperatura registrada en 120 años. En el resto de Europa hubo una docena de casos comprobados de golpes de calor mortales.
Paradójicamente las cifras mortales son muy bajas, comparadas con las 15 mil personas que fallecieron en Francia en 2003 por una ola de calor similar. Lo que reflejó que en esta ocasión hubo mucha mayor preparación de la población y de los servicios sociales y de emergencia que crearon refugios, repartieron grandes cantidades de agua y atendieron centenares de casos.
Lo ocurrido en otras partes es parecido. Pero una vez pasados los momentos más difíciles queda la reflexión de fondo. ¿Es esto normal? La respuesta es que antes han ocurrido olas de calor; pero hay diferencias. Ahora ocurren más seguido, duran más tiempo y cubren mayores extensiones geográficas. Y eso se relaciona directamente con dos factores relacionados entre sí: el aumento del bióxido (o dióxido) de carbono en la atmosfera y el calentamiento global.
Cuando se leen las cifras del incremento del bióxido de carbono y de la temperatura estas parecen insignificantes. Y sin embargo sus efectos, que apenas empiezan, ya apuntan a ser mayúsculos.
En 2016 por vez primera en millones de años la atmosfera del planeta rebasó de manera sostenida, a lo largo de todo el año, el nivel de 400 partes por millón –ppm-, de bióxido de carbono. Su nivel de concentración era de 280 ppm en la era preindustrial. Cierto que si nos remontamos mucho tiempo, digamos 500 millones de años, las concentraciones eran mayores, alrededor de 7 mil partes de CO2 por millón.
Sin embargo hace unos 350 millones de años la vida vegetal evolucionó de seres unicelulares a plantas de gran tamaño que se extendieron por todo el planeta atrapando en sus propios tejidos cada vez mayores porciones del carbono de la atmosfera. Sus raíces se enterraban y al fallecer el carbono seguía atrapado en la tierra e incluso en rocas formadas por compresión. La vida se formó de carbono y al hacerlo lo extrajo de la atmosfera y lo hizo formar parte incluso del subsuelo.
Pero desde la revolución industrial el ser humano lo ha devuelto de manera masiva a la atmosfera al quemar sus enormes reservas en forma de carbón y petróleo. Otras actividades, como la quema de selvas y la expansión de la agricultura y la contaminación de los mares también reducen la masa orgánica y sueltan su carbono en la atmosfera.
Se calcula que en 1950 las emisiones de bióxido de carbono derivado de actividades humanas eran de unos cinco mil millones de toneladas al año; ahora superan 35 mil millones de toneladas. Este ha sido el factor fundamental por el que el planeta se ha calentado aproximadamente un 1.1 grados centígrados.
Son cambios que impactan toda la vida. Un ejemplo curioso. La temperatura es determinante del sexo de muchas especies de reptiles. En una zona de anidamiento de tortugas marinas se alteró la relación entre hembras y machos de dos a 1, a una nueva relación de 99 a 1. Es decir que en algunos sitios prácticamente ya no nacen machos, a diferencia de zonas de anidamiento ubicadas en latitudes más frías.
Pero si este dato suena meramente anecdótico, otro es más preocupante. El aumento del bióxido de carbono incide de manera importante en el desarrollo de muchas plantas. Científicos han lanzado la alerta de que a mayor bióxido de carbono las semillas de arroz pierden contenido de vitaminas y proteínas; lo que puede afectar la nutrición de 600 millones de seres humanos. Otros datos son también preocupantes; el calor acelera la descomposición de los alimentos, favorece plagas y enfermedades.
Un aspecto importante del problema es que el bióxido de carbono y la temperatura no crecen a un ritmo aritmético, tipo 1, 2, 3, 4, 5. Lo hacen de manera exponencial tipo 1, 2, 4, 8, 16. Las olas de calor recientes lo han ejemplificado de maneras que no nos eran evidentes anteriormente.
En este pasado mes de julio se quemaron 2.8 millones de hectáreas de bosques en Siberia y otro millón en Alaska, más una cantidad indeterminada en Groenlandia. Aparte de la enorme cantidad de carbono que se suelta en la atmosfera el descongelamiento de capas de tierra de algunos metros de profundidad hacen que suelten gas metano atrapado, que también tiene un efecto de invernadero.
Por otra parte grandes cantidades de ceniza se asentaron zonas cubiertas de nieve y hielo en Groenlandia, Canadá, Alaska y Siberia; al cambiar el tono de blanco a gris redujeron su capacidad para reflejar la luz y aceleran su calentamiento. El deshielo acelerado transforma el color de la superficie del planeta al perder zonas blancas en favor de tierra al descubierto y mar azul que son más favorables para crear altas temperaturas.
Las olas de calor son una alerta climática que aún con su gravedad, todavía no nos hace repensar y actuar en nuestra relación con la naturaleza. En particular en las vertientes de energía contaminante; los plásticos que invaden tierra y mar; y el uso de la tierra.
Cambiar requerirá de importantes alteraciones en nuestra forma de vida; algunas pueden ser muy positivas. Por ejemplo, una dieta basada en plantas y no en animales, nos haría menos propensos a la obesidad, las enfermedades cardiacas y la diabetes, con mejor salud e importantes ahorros económicos. Algo similar podría decirse de organizar nuestra sociedad para que la producción y el consumo, vivir y trabajar, se encuentren cercanos uno al otro y con mucho menos necesidades de transporte.
Algunos cambios pueden parecer utópicos. Pero si no son esos los que instrumentamos vendrán otros cambios, los verdaderamente indeseables.
domingo, 4 de agosto de 2019
Estancados ¿sin salida?
Jorge Faljo
En el primer trimestre de este año la economía mexicana tuvo un “crecimiento negativo” del 0.2 por ciento respecto al trimestre anterior. Si este decrecimiento se hubiera repetido en el segundo trimestre se hablaría de recesión. Por un pelito no fue así. Durante el segundo trimestre la economía creció en 0.1 por ciento.
Para el resto del año la perspectiva es más positiva. Según CEPAL y el Fondo Monetario Internacional la economía crecería entre 0.9 y 1 por ciento en todo el año. Se evitó la calificación técnica de recesión, pero de cualquier modo la situación es básicamente de estancamiento.
México presenta dificultades específicas que explican en parte la situación: la sobre explotación irresponsable que convirtió a Pemex en una pesada carga; la caída del gasto público y de la inversión privada; el impacto por el combate al huachicol a principios de año.
También hay factores internacionales que son posiblemente más amenazadores en el mediano y largo plazos. Toda la economía mundial está en declive. Una de las regiones más afectadas es América Latina. De acuerdo al Fondo Monetario Internacional la perspectiva de crecimiento para la región en 2019 es de tan solo 0.6 por ciento. Aunque si se sustrae a Venezuela de la ecuación, el resto de la región crecería 1.3 por ciento.
Se señala como factor la reducción del crecimiento del comercio mundial a resultas de guerras comerciales impulsadas por la nueva administración norteamericana.
Hace apenas un par de días Trump anunció la imposición de un arancel del 10 por ciento a las importaciones procedentes de China que estaban libres del impuesto del 25 por ciento. Es una escalada más en una disputa comercial que también golpea a buena parte de las exportaciones norteamericanas a ese país. Si bien en menor escala también hay un conflicto similar con la India y un reparto de amenazas que ha incluido a Alemania, Japón, Canadá y, lo sabemos bien, a México.
La creciente incertidumbre que se genera se asocia a una caída de la inversión a nivel planetario. Pero llevamos años en los que las empresas gigantes acumulan enormes montos de capital financiero para el que no encuentran oportunidades de emprendimientos rentables. Gran parte de los capitales del mundo se colocan incluso a tasas de interés negativas en países que ofrecen la máxima seguridad financiera.
Es decir que hay algo más que es lo que en el fondo provoca la baja de inversión y las guerras comerciales. Se trata de la sobreproducción debido a la baja de los ingresos relativos de la mayoría de los consumidores. Pasaron ya los años en que los grandes conglomerados transnacionales se expandían en nuevos mercados; muchos de ellos sostenidos artificiosamente mediante un endeudamiento que los hacia buenos clientes.
Pero esa expansión y el endeudamiento que la sostenía llegaron a sus límites. Y en el camino destruyeron buena parte de las formas de producción pre-globalizadas. Muchos de los pequeños productores convencionales dejaron de serlo para ser reclasificados como pobres necesitados de asistencia. Eso en lugar de ser vistos como productores necesitados de un mercado apropiado a sus condiciones y potencial para la generación de bienes y servicios.
En los Estados Unidos Trump supo abanderar, de manera perversa, el grito nostálgico de los excluidos con la falsa promesa del regreso a un viejo orden. Volver a ser el gran país que ofrecía millones de empleos industriales bien pagados a una clase media mayoritariamente blanca y sin necesidad de estudios universitarios. Pero como la necia realidad no le facilita cumplir esa promesa busca chivos expiatorios, los que sean de otro color, religión o cultura.
Aquí como allá no será fácil salir del estancamiento sin cambios de fondo. No es una mera coyuntura, sino todo un fin de época. Aquí termina el neoliberalismo corrupto que nos deja un país empobrecido, desnacionalizado y con un sector público muy acotado. En el mundo termina la globalización exitosa, que también deja en los Estados Unidos una población traumatizada que exige cambios.
No es tiempo de nostalgias; pero es útil recapitular en los modelos básicos de interacción con el mundo. Los limito a tres grandes opciones.
El primero es el del comercio internacional administrado, o proteccionista. Bajo este modelo México tuvo su época de crecimiento acelerado de los años cuarenta a los setenta del año pasado. La estrategia básica era la substitución de importaciones. Un modelo muy estatista plagado de defectos que, no obstante, permitió elevar substancialmente los niveles de vida de la población.
El segundo sería el modelo de globalización con una competitividad basada en el abaratamiento de la mano de obra y la atracción de capitales externos. Una estrategia que empobreció a los trabajadores, expulsó a millones de ellos, debilitó al mercado interno y dejó la conducción económica en manos del gran capital, en buena medida transnacional. Esta fue la estrategia mexicana de las últimas cuatro décadas.
El tercer modelo es el de competitividad basada en una moneda barata. Se trata de un estilo de globalización tipificado por China que en lugar de atraer capitales externos prestó al resto del mundo sus ganancias en divisas para generarse demanda externa. De ese modo, con escasez interna de dólares, se desalentó el consumo de importaciones y se impulsaron las exportaciones. Bajo esa estrategia China sacó de la miseria a centenares de millones y elevó substancialmente los salarios.
Estados Unidos, anteriormente puntero en la exigencia de libre comercio, tiene ahora un presidente que empuja en favor del primer modelo; el de comercio administrado. Trump acaba de anunciar que impondrá un arancel de 10 por ciento a 300 mil millones de dólares de importaciones procedentes de China; es decir todas la que no son parte de los 250 mil millones de dólares de mercancías que ya están sujetas a un arancel del 25 por ciento.
No es seguro que lo haga. Pero su estrategia no deja las decisiones en manos del mercado; así sea a patadas y jaloneos busca revertir el déficit norteamericano con el resto del mundo. Aparte de administrar el comercio Trump y parte de la elite política señalan que el dólar se encuentra sobrevaluado y piden medidas para tener una moneda más competitiva.
Si Trump sigue adelante con su guerra comercial la situación presentará una importante oportunidad para México. Se trataría de substituir a China como principal socio comercial de los Estados Unidos. Pero ello requeriría un viraje importante en el comercio mexicano. Para venderle más a Estados Unidos tendríamos también que comprometernos a comprarles más. No productos agropecuarios porque aquí es prioritaria la autosuficiencia y generar empleo en el campo. Pero si substituir productos chinos por norteamericanos.
Reducir substancialmente el superávit que tenemos con los Estados Unidos, comprándoles más y, en paralelo, comprarle menos a china, parece la salida más viable a la perspectiva de continuar con décadas de estancamiento. Eso siempre y cuando sea acompañada de una política industrial y agropecuaria fuertemente orientada a la substitución de importaciones.
En el primer trimestre de este año la economía mexicana tuvo un “crecimiento negativo” del 0.2 por ciento respecto al trimestre anterior. Si este decrecimiento se hubiera repetido en el segundo trimestre se hablaría de recesión. Por un pelito no fue así. Durante el segundo trimestre la economía creció en 0.1 por ciento.
Para el resto del año la perspectiva es más positiva. Según CEPAL y el Fondo Monetario Internacional la economía crecería entre 0.9 y 1 por ciento en todo el año. Se evitó la calificación técnica de recesión, pero de cualquier modo la situación es básicamente de estancamiento.
México presenta dificultades específicas que explican en parte la situación: la sobre explotación irresponsable que convirtió a Pemex en una pesada carga; la caída del gasto público y de la inversión privada; el impacto por el combate al huachicol a principios de año.
También hay factores internacionales que son posiblemente más amenazadores en el mediano y largo plazos. Toda la economía mundial está en declive. Una de las regiones más afectadas es América Latina. De acuerdo al Fondo Monetario Internacional la perspectiva de crecimiento para la región en 2019 es de tan solo 0.6 por ciento. Aunque si se sustrae a Venezuela de la ecuación, el resto de la región crecería 1.3 por ciento.
Se señala como factor la reducción del crecimiento del comercio mundial a resultas de guerras comerciales impulsadas por la nueva administración norteamericana.
Hace apenas un par de días Trump anunció la imposición de un arancel del 10 por ciento a las importaciones procedentes de China que estaban libres del impuesto del 25 por ciento. Es una escalada más en una disputa comercial que también golpea a buena parte de las exportaciones norteamericanas a ese país. Si bien en menor escala también hay un conflicto similar con la India y un reparto de amenazas que ha incluido a Alemania, Japón, Canadá y, lo sabemos bien, a México.
La creciente incertidumbre que se genera se asocia a una caída de la inversión a nivel planetario. Pero llevamos años en los que las empresas gigantes acumulan enormes montos de capital financiero para el que no encuentran oportunidades de emprendimientos rentables. Gran parte de los capitales del mundo se colocan incluso a tasas de interés negativas en países que ofrecen la máxima seguridad financiera.
Es decir que hay algo más que es lo que en el fondo provoca la baja de inversión y las guerras comerciales. Se trata de la sobreproducción debido a la baja de los ingresos relativos de la mayoría de los consumidores. Pasaron ya los años en que los grandes conglomerados transnacionales se expandían en nuevos mercados; muchos de ellos sostenidos artificiosamente mediante un endeudamiento que los hacia buenos clientes.
Pero esa expansión y el endeudamiento que la sostenía llegaron a sus límites. Y en el camino destruyeron buena parte de las formas de producción pre-globalizadas. Muchos de los pequeños productores convencionales dejaron de serlo para ser reclasificados como pobres necesitados de asistencia. Eso en lugar de ser vistos como productores necesitados de un mercado apropiado a sus condiciones y potencial para la generación de bienes y servicios.
En los Estados Unidos Trump supo abanderar, de manera perversa, el grito nostálgico de los excluidos con la falsa promesa del regreso a un viejo orden. Volver a ser el gran país que ofrecía millones de empleos industriales bien pagados a una clase media mayoritariamente blanca y sin necesidad de estudios universitarios. Pero como la necia realidad no le facilita cumplir esa promesa busca chivos expiatorios, los que sean de otro color, religión o cultura.
Aquí como allá no será fácil salir del estancamiento sin cambios de fondo. No es una mera coyuntura, sino todo un fin de época. Aquí termina el neoliberalismo corrupto que nos deja un país empobrecido, desnacionalizado y con un sector público muy acotado. En el mundo termina la globalización exitosa, que también deja en los Estados Unidos una población traumatizada que exige cambios.
No es tiempo de nostalgias; pero es útil recapitular en los modelos básicos de interacción con el mundo. Los limito a tres grandes opciones.
El primero es el del comercio internacional administrado, o proteccionista. Bajo este modelo México tuvo su época de crecimiento acelerado de los años cuarenta a los setenta del año pasado. La estrategia básica era la substitución de importaciones. Un modelo muy estatista plagado de defectos que, no obstante, permitió elevar substancialmente los niveles de vida de la población.
El segundo sería el modelo de globalización con una competitividad basada en el abaratamiento de la mano de obra y la atracción de capitales externos. Una estrategia que empobreció a los trabajadores, expulsó a millones de ellos, debilitó al mercado interno y dejó la conducción económica en manos del gran capital, en buena medida transnacional. Esta fue la estrategia mexicana de las últimas cuatro décadas.
El tercer modelo es el de competitividad basada en una moneda barata. Se trata de un estilo de globalización tipificado por China que en lugar de atraer capitales externos prestó al resto del mundo sus ganancias en divisas para generarse demanda externa. De ese modo, con escasez interna de dólares, se desalentó el consumo de importaciones y se impulsaron las exportaciones. Bajo esa estrategia China sacó de la miseria a centenares de millones y elevó substancialmente los salarios.
Estados Unidos, anteriormente puntero en la exigencia de libre comercio, tiene ahora un presidente que empuja en favor del primer modelo; el de comercio administrado. Trump acaba de anunciar que impondrá un arancel de 10 por ciento a 300 mil millones de dólares de importaciones procedentes de China; es decir todas la que no son parte de los 250 mil millones de dólares de mercancías que ya están sujetas a un arancel del 25 por ciento.
No es seguro que lo haga. Pero su estrategia no deja las decisiones en manos del mercado; así sea a patadas y jaloneos busca revertir el déficit norteamericano con el resto del mundo. Aparte de administrar el comercio Trump y parte de la elite política señalan que el dólar se encuentra sobrevaluado y piden medidas para tener una moneda más competitiva.
Si Trump sigue adelante con su guerra comercial la situación presentará una importante oportunidad para México. Se trataría de substituir a China como principal socio comercial de los Estados Unidos. Pero ello requeriría un viraje importante en el comercio mexicano. Para venderle más a Estados Unidos tendríamos también que comprometernos a comprarles más. No productos agropecuarios porque aquí es prioritaria la autosuficiencia y generar empleo en el campo. Pero si substituir productos chinos por norteamericanos.
Reducir substancialmente el superávit que tenemos con los Estados Unidos, comprándoles más y, en paralelo, comprarle menos a china, parece la salida más viable a la perspectiva de continuar con décadas de estancamiento. Eso siempre y cuando sea acompañada de una política industrial y agropecuaria fuertemente orientada a la substitución de importaciones.
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