Jorge Faljo
En los últimos tres meses se presentaron olas de calor extremo, el suficiente para motivar alertas, medidas especiales y ser tema noticioso, en muchas partes del planeta. Entre ellas, Norteamérica, Europa, Siberia, el Ártico y Japón. En México en 16 estados hubo zonas con temperaturas de 40 grados o más y en otras muchas superaron los 35 grados.
La mayor parte de la información periodística se refirió al impacto en la vida cotidiana. Calles desiertas y medidas para protegerse del sol, en particular quemaduras en la piel y deshidratación.
En Europa las visitas guiadas a grandes monumentos como el coliseo romano, se convirtieron en largas lecciones de historia con turistas sentados a la sombra. Hubo abundancia de bañistas en todo tipo de fuentes y espejos de agua, por ejemplo en los jardines de la torre Eiffel. Refrescarse era la prioridad.
En Holanda se registraron unas 400 muertes más de las habituales, que son atribuidas a la más alta temperatura registrada en 120 años. En el resto de Europa hubo una docena de casos comprobados de golpes de calor mortales.
Paradójicamente las cifras mortales son muy bajas, comparadas con las 15 mil personas que fallecieron en Francia en 2003 por una ola de calor similar. Lo que reflejó que en esta ocasión hubo mucha mayor preparación de la población y de los servicios sociales y de emergencia que crearon refugios, repartieron grandes cantidades de agua y atendieron centenares de casos.
Lo ocurrido en otras partes es parecido. Pero una vez pasados los momentos más difíciles queda la reflexión de fondo. ¿Es esto normal? La respuesta es que antes han ocurrido olas de calor; pero hay diferencias. Ahora ocurren más seguido, duran más tiempo y cubren mayores extensiones geográficas. Y eso se relaciona directamente con dos factores relacionados entre sí: el aumento del bióxido (o dióxido) de carbono en la atmosfera y el calentamiento global.
Cuando se leen las cifras del incremento del bióxido de carbono y de la temperatura estas parecen insignificantes. Y sin embargo sus efectos, que apenas empiezan, ya apuntan a ser mayúsculos.
En 2016 por vez primera en millones de años la atmosfera del planeta rebasó de manera sostenida, a lo largo de todo el año, el nivel de 400 partes por millón –ppm-, de bióxido de carbono. Su nivel de concentración era de 280 ppm en la era preindustrial. Cierto que si nos remontamos mucho tiempo, digamos 500 millones de años, las concentraciones eran mayores, alrededor de 7 mil partes de CO2 por millón.
Sin embargo hace unos 350 millones de años la vida vegetal evolucionó de seres unicelulares a plantas de gran tamaño que se extendieron por todo el planeta atrapando en sus propios tejidos cada vez mayores porciones del carbono de la atmosfera. Sus raíces se enterraban y al fallecer el carbono seguía atrapado en la tierra e incluso en rocas formadas por compresión. La vida se formó de carbono y al hacerlo lo extrajo de la atmosfera y lo hizo formar parte incluso del subsuelo.
Pero desde la revolución industrial el ser humano lo ha devuelto de manera masiva a la atmosfera al quemar sus enormes reservas en forma de carbón y petróleo. Otras actividades, como la quema de selvas y la expansión de la agricultura y la contaminación de los mares también reducen la masa orgánica y sueltan su carbono en la atmosfera.
Se calcula que en 1950 las emisiones de bióxido de carbono derivado de actividades humanas eran de unos cinco mil millones de toneladas al año; ahora superan 35 mil millones de toneladas. Este ha sido el factor fundamental por el que el planeta se ha calentado aproximadamente un 1.1 grados centígrados.
Son cambios que impactan toda la vida. Un ejemplo curioso. La temperatura es determinante del sexo de muchas especies de reptiles. En una zona de anidamiento de tortugas marinas se alteró la relación entre hembras y machos de dos a 1, a una nueva relación de 99 a 1. Es decir que en algunos sitios prácticamente ya no nacen machos, a diferencia de zonas de anidamiento ubicadas en latitudes más frías.
Pero si este dato suena meramente anecdótico, otro es más preocupante. El aumento del bióxido de carbono incide de manera importante en el desarrollo de muchas plantas. Científicos han lanzado la alerta de que a mayor bióxido de carbono las semillas de arroz pierden contenido de vitaminas y proteínas; lo que puede afectar la nutrición de 600 millones de seres humanos. Otros datos son también preocupantes; el calor acelera la descomposición de los alimentos, favorece plagas y enfermedades.
Un aspecto importante del problema es que el bióxido de carbono y la temperatura no crecen a un ritmo aritmético, tipo 1, 2, 3, 4, 5. Lo hacen de manera exponencial tipo 1, 2, 4, 8, 16. Las olas de calor recientes lo han ejemplificado de maneras que no nos eran evidentes anteriormente.
En este pasado mes de julio se quemaron 2.8 millones de hectáreas de bosques en Siberia y otro millón en Alaska, más una cantidad indeterminada en Groenlandia. Aparte de la enorme cantidad de carbono que se suelta en la atmosfera el descongelamiento de capas de tierra de algunos metros de profundidad hacen que suelten gas metano atrapado, que también tiene un efecto de invernadero.
Por otra parte grandes cantidades de ceniza se asentaron zonas cubiertas de nieve y hielo en Groenlandia, Canadá, Alaska y Siberia; al cambiar el tono de blanco a gris redujeron su capacidad para reflejar la luz y aceleran su calentamiento. El deshielo acelerado transforma el color de la superficie del planeta al perder zonas blancas en favor de tierra al descubierto y mar azul que son más favorables para crear altas temperaturas.
Las olas de calor son una alerta climática que aún con su gravedad, todavía no nos hace repensar y actuar en nuestra relación con la naturaleza. En particular en las vertientes de energía contaminante; los plásticos que invaden tierra y mar; y el uso de la tierra.
Cambiar requerirá de importantes alteraciones en nuestra forma de vida; algunas pueden ser muy positivas. Por ejemplo, una dieta basada en plantas y no en animales, nos haría menos propensos a la obesidad, las enfermedades cardiacas y la diabetes, con mejor salud e importantes ahorros económicos. Algo similar podría decirse de organizar nuestra sociedad para que la producción y el consumo, vivir y trabajar, se encuentren cercanos uno al otro y con mucho menos necesidades de transporte.
Algunos cambios pueden parecer utópicos. Pero si no son esos los que instrumentamos vendrán otros cambios, los verdaderamente indeseables.
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