Jorge Faljo
Nada hay más importante que la vida. Y en ocasiones preservarla puede tener un alto costo. Lo tenemos que pagar, en esta emergencia sanitaria, con incomodidad, aburrimiento, angustia, depresión y el abandono de rutinas en las que nos sentíamos seguros. También tendrá un costo económico y en bienestar.
Ante la disyuntiva de la humanidad, los gobiernos de todo el planeta han optado por la vida. Aquí en México estamos empezando a encarar el costo inmediato, el del abandono de la rutina y la comodidad, con sus secuelas emocionales. Mejor eso que aceptar la pérdida de muchas más vidas, y la posible incapacidad por las huellas que deja la enfermedad en los pulmones.
El siguiente costo, muy alto también, ocurre en la economía. La pandemia se traduce en pérdida de ocupaciones, sobre todo entre la población sin contratos formales de trabajo, aquellos que viven al día y que cuando no trabajan no comen. También trae el riesgo de destrucción de empresas y empleos formales.
La crisis es inevitable y en México la previsión es que este año bajará la producción. Solo que no está definido, cómo, que tanto y de qué manera, porque al igual que frente a la infección, lo que hagamos modifica las respuestas. Es muy distinto no hacer nada, que ejercer acciones decididas sustentadas en una fuerte cohesión social. Lo demanda el enfrentamiento a la enfermedad y lo demanda la lucha contra la crisis.
Lo primero es el diagnóstico. La crisis se origina en una fuerte caída de la demanda que hace que la producción de automóviles, de petróleo, de carne y también los tacos de banqueta no tengan clientes. Cierto que en algunos sectores la pérdida de clientes es una decisión sanitaria, como cerrar los cines, teatros, lugares de culto e industrias no esenciales.
El gran problema es que la reducción de ingresos es un mal que se ramifica y se extiende. Cuando se reduce el poder de compra, bajan las ventas y se pierden más empleos, o se reduce el ingreso de más gentes. Es decir que se genera una espiral negativa, a la baja cada vez peor de ingresos y compras que a su vez hacen quebrar a más empresas y reducen más el empleo y los ingresos.
La insuficiencia de la demanda era ya el gran problema de la globalización y se asociaba a un bajo dinamismo de la economía. Se debe a décadas de avance tecnológico y crecimiento de la productividad sin que se dieran incrementos salariales y de ingresos que pudieran absorber una oferta creciente de productos. La brecha entre mayor oferta y rezago de la demanda se cubrió durante décadas con una mala solución; prestar, es decir endeudar a los gobiernos, a las clases medias y a los consumidores en general.
Este contexto de baja demanda, o exceso de producción, como lo queramos ver, no era propicio a la inversión.
La pandemia ha empeorado la que ya era una mala situación. Con las medidas sanitarias, necesarias para salvar vidas y ahorrar sufrimientos, se reduce la demanda, caen las ventas y se desincentiva la inversión.
Para enfrentar la crisis inevitable, para amortiguarla en lo posible y más tarde para salir de ella, la respuesta no estará en el impulso a la inversión. En un contexto de excesos de producto y baja demanda no habrá manera en que haya suficiente inversión para generar empleos, ingresos y demanda de insumos que también generen empleos e ingresos.
Lo fundamental es preservar los empleos e ingresos existentes para que cuando salgamos del encierro pueda recuperarse la economía. Porque en esta crisis lo que permitirá reactivar a las empresas es que haya demanda.
La demanda se convertirá en el suero que salva la economía y por ello debemos en lo posible procurar que se canalice hacia la producción mayormente generadora de empleos y, al mismo tiempo, asociada al consumo mayoritario y al bienestar de la población.
Esa debe ser la función de las transferencias sociales. En el pasado y hasta muy recientemente las transferencias vía tarjetas electrónicas, es decir el pago a personas de la tercera edad, a otros grupos vulnerables, las becas y otros mecanismos similares reorientaron la demanda familiar hacia los grandes canales de comercialización y la gran producción.
Cierto que esas transferencias a grupos vulnerables han sido positivas en términos de bienestar; pero no podemos dejar de ver que provocaron el abandono del consumo de bienes y servicios de la micro y pequeña producción tradicional; la mayor generadora de empleo.
Se ha promovido una modernización que, al debilitar la pequeña producción local, regional e incluso nacional, ha dejado indefensa a la mayoría de la población ante un embate como el que viene, en el que se trastocan las cadenas de producción transnacionales. Hay que modificar el rumbo y el mecanismo.
Ahora que el sector informal, la micro y pequeña industria, los talleres de barrio y toda la producción convencional, no globalizada, enfrentan graves problemas de supervivencia, hay que canalizar hacia ellos la demanda salvadora de las transferencias sociales y el consumo popular.
Preservar estos sectores en los que viven y trabajan la mayor parte de los mexicanos es estratégico para la supervivencia nacional y la paz social. Es la ruta de la transformación hacia la equidad y el bienestar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario