Jorge Faljo
A la espera de un trance difícil el tiempo nos parece sumamente lento, y el trance mismo interminable; la anticipación genera angustia. Pero los viejos sabemos que más adelante, al revisar nuestras memorias la vida nos parece corta; los tiempos buenos y los tiempos malos igualmente acelerados. Lo que era pesadilla se vuelve simple recuerdo, y es verdad que el tiempo que era un lento enemigo se vuelve remedio; todo lo cura.
Así será esta vez también.
Hay que actuar en lo inmediato y no es fácil. Pero también es importante pensar en el futuro y e ir pensando como seremos después de este trance. Estoy convencido que seremos mejores; mejores seres humanos, mejores sociedades, mejores economías.
La pandemia revela con frío cinismo, incluso crueldad, nuestras fallas, las que nos hacen frágiles. Por eso mismo, al conocernos mejor nos obliga a repensarnos. Cómo individuos y sobre todo como sociedades y economías.
Las fragilidades son enormes porque descuidamos lo importante para tratar de alcanzar sueños banales. En aras de la libertad y la modernidad caímos en excesos, el principal de ellos el libertinaje del mercado que se tradujo en extremos de inequidad económica; de inseguridad en el empleo y de formas de trabajo carentes de dignidad; en una brutal irresponsabilidad ambiental que amenaza a todas las formas de vida del planeta y, en general, en total desprecio por el bienestar de la humanidad.
Ahora, la pandemia obliga al abandono del libertinaje del mercado para que sean los gobiernos los que pongan orden y atiendan a las nuevas prioridades, que en este caso son varias. Antes que nada, combatir la enfermedad limitando el contagio y proveyendo los recursos hospitalarios y sanitarios necesarios para combatirla. Y, al mismo tiempo y con similar importancia impedir que ese combate cause daños económicos irreparables a la vida de millones. Hay que tomar medidas para enfrentar el desempleo, tanto el formal como el informal. Y en la medida en que este ocurra, hay que tomar medidas para que esa desocupación involuntaria no se traduzca en hambre y en un lastre permanente al desarrollo físico y emocional de las personas.
No es fácil hacerlo cuando en todo el mundo y en México en particular se descuidaron cosas verdaderamente importantes, como contar con un sistema de salud y hospitalario eficiente, con atención oportuna para los males de cada quien; como el acceso de todos no a simplemente llenarse la panza sino a una nutrición suficiente y de calidad.
El nuevo enemigo de todos, el covid-19, nos hace ver el contraste entre un mundo armado hasta los dientes; preparado para las guerras de todo nivel, incluyendo la que podría destruir a la humanidad entera y que, en contraste no estaba preparado para enfrentar un nuevo virus. Algo que por cierto los expertos afirmaban que habría de ocurrir tarde o temprano.
El tema de las prioridades no es retórico; replantearlas de inmediato requiere audacia y es al mismo tiempo irremediable. Ya no se trata de ser de derecha o de izquierda; las grandes obras de infraestructura que son insignia de este régimen, Santa Lucía, Tren Maya, Dos Bocas, Transitsmico deben ser pospuestas temporalmente y posteriormente reevaluadas, para echar toda la carne al asador de la atención a la salud, alimentación, empleo y preservación de las capacidades productivas de nuestra sociedad. Pero eso no bastará.
No es el momento de elevar impuestos; pero el trance nos revela que la herencia de las últimas décadas nos ha ubicado como un Estado enano, cercenado en sus capacidades de producción directa y orientación de la economía; limitado a observar con impotencia el libertinaje del mercado.
Saldremos de este trance transformados. Exigiendo equidad, paz social, trabajo y mínimos de bienestar garantizado. Algo que solo puede obtenerse con el liderazgo de un gobierno fuerte, muy alejado del autoritarismo y muy acercado al dialogo con la población. No el dialogo simbólico de un solo hombre; sino al dialogo institucional sustentado en una sociedad organizada para exigir rendición de cuentas ante un gobierno que se comporte conforme a lo que pregona, democracia participativa, no la de los individuos aislados, sino la de las organizaciones colectivas.
Para atravesar este charco y no regresar a la misma orilla se necesita que nos planteemos otro estilo de desarrollo. O, como algunos dicen, de renuncia al desarrollo, porque este es un concepto impregnado de malas prácticas.
Habría que repensar si la concentración de inversiones en megaproyectos conduce al bienestar generalizado o, por el contrario, al exacerbamiento de la inequidad. México pasó de contar con cientos de miles, literalmente, de pequeñas granjas avícolas, al monopolio extremo de las empresas con millones de gallinas. De millones de tortillerías abastecidas por la pequeña producción; al control monopólico de la comercialización del maíz y, por ende, de la fabricación del principal alimento de la población. De la producción dispersa de textiles, ropa y calzado a la producción altamente concentrada.
En todos los casos la gran producción es mucho más eficiente en una perspectiva estrictamente económica. Pero, ¿lo ha sido en una perspectiva social? Cuando la pérdida de la pequeña producción se tradujo en empobrecimiento mayoritario. ¿Ha sido lo mejor en una perspectiva nacional? Cuando esa modernización se convirtió en dependencia de importaciones.
De ninguna manera se trata de satanizar la gran producción. Pero reconozcamos que para una gran parte de la población, digamos que la mitad ubicada en la informalidad, los pueblos y comunidades rurales, el campesinado, la población indígena, la gran producción le dio poco y le quito mucho. Para ellos la mejoría en su consumo y bienestar, dependerá de sus propias capacidades para producir alimentos, ropa, calzado, vivienda y demás. Los pobres no saldrán de pobres como consumidores subsidiados de productos elaborados por las grandes empresas. Y ellos mismos no pueden convertirse en grandes empresas.
Lo que se requiere es reconstruir con mecanismos actualizados los espacios de mercado para los que era viable la micro y pequeña producción de la canasta básica de consumo de los que ahora son pobres, cuando antes eran pequeños productores. Eso es posible y mucho más viable que incorporar a los pobres a una modernidad ficticia, dependiente de la inversión externa y de las transferencias sociales.
Pasaremos este trance de la epidemia y nos dará el impulso para la transformación de fondo que de verdad deje atrás el modelo que enriquece a unos cuantos y que empobrece a los demás.
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