Jorge Faljo
No regresaremos a la vieja normalidad. Ni siquiera me atrevo a decir “después” del Covid, porque es posible que este haya llegado para quedarse por muchos años. Seguramente será controlado en sus peores efectos, con un sistema hospitalario ampliado, mejores tratamientos y una curva aplanada pero asintótica. Linda palabra, la recuerdo de secundaria; es una curva que se acerca cada vez más a otra sin llegar nunca a tocarla.
Lo más probable es que tengamos que convivir con la peste en un estado de alerta sanitario permanente, como individuos y como sociedad. Con efectos duraderos en todas nuestras actividades. Pero la nueva normalidad no será solo impuesta, sino que debemos construirla entre todos.
En todo el mundo el Covid hace claro que se requiere construir pisos mínimos de equidad; con derechos universales a la atención médica y hospitalaria, a una vida saludable, con adecuada alimentación, empleo y un ingreso básico. Algunos de estos derechos eran ya parte de la retórica; tomarlos en serio y hacerlos realidad será otro cantar.
La pandemia es la piedra que derrama el vaso y que obliga a ir mucho más allá de la reacción inmediata. No es solo tener hospitales, equipos y revaluar al personal de salud. Convivir con la enfermedad requerirá construir defensas en nuestros propios cuerpos. En México el Covid nos agarró obesos y desnutridos; uno de los países con mayor índice de enfermedades crónicas; estresados y bajos de defensas. Debilidades que son fruto de una economía en la que los individuos poco han importado y en la que predomina el sálvese quien pueda.
La economía globalizada ya estaba en crisis antes de la pandemia. En las últimas décadas se empobrecieron incluso las clases medias de los países industrializados. De su indignación han surgido las principales presiones antiglobalizadoras; como en los Estados Unidos en que un presidente incoherente pudo montarse en el descontento popular y orientarlo en contra de falsos enemigos. Una manera de proteger al 0.1 por ciento de la población enriquecida en extremo.
El problema de fondo de la economía mundial, señalado por los grandes organismos internacionales, es la inequidad. Es la expresión del rezago en los ingresos de la mayoría respecto de las crecientes capacidades de producción. El desequilibrio entre bajos ingresos y alta producción se tradujo en desindustrialización de los países periféricos y llevó a la quiebra a sus micro, pequeñas y medianas empresas convencionales, las urbanas y las rurales.
Los países centrales consiguieron concentrar la insuficiente demanda en su propia producción exigiendo apertura de los mercados, libre comercio, endeudando a las periferias y apropiándose de la parte competitiva de sus recursos y empresas.
México, un país que presume de estar altamente globalizado, ha sido una de las mayores victimas del modelo. Destruimos la incipiente industria nacional para crear una de mero ensamble de importaciones; deterioramos la producción al grado de expulsar a millones de mexicanos al extranjero y hacer que las remesas fueran el sustento principal de amplios sectores de la población. Nos convertimos en un país de consumidores de importaciones compradas con el dinero producto de la venta de empresa, la entrada de capitales especulativos y el franco endeudamiento.
Cambiar será un camino difícil, pero es indispensable. Lo primero es cuestionar nuestro exceso de globalización y la manera particular en que lo hemos hecho. Reducidas a su mínima expresión hay dos formas de globalización:
Una es con trabajo esclavo y salarios de hambre; recordemos que México es el país, junto con Grecia en que los trabajadores trabajan más horas al año y son más mal pagados.
La segunda forma de globalización, exigida incluso por el sector privado desde hace mucho tiempo, se basa en una paridad competitiva. El peso fuerte fue un artificio que no era producto de nuestra potencia exportadora sino de la venta de empresas y el endeudamiento, incluyendo la llegada de capital especulativo.
Seguimos con el espejismo de la conveniencia de fortalecer al peso sin entender que solo es posible elevar la competitividad y los salarios en la medida en que este es más débil. Esta ha sido la clave del modelo chino.
El asunto de fondo es pasar de ser deficitarios crónicos en la cuenta corriente a tener una balanza comercial suficientemente superavitaria para pagar no solo importaciones sino las retribuciones al capital externo; es decir los réditos de la deuda y la repatriación de ganancias de la empresa de propiedad extranjera. Puesto de otra manera, con un ejemplo, es necesario tener una paridad en la que la producción de maíz pueda competir con las importaciones.
México ha reducido sus exportaciones en un 40 por ciento; la economía está semiparalizada; la calificación crediticia del país ha caído y puede caer más; los pronósticos son de que este año la producción caerá entre 8 y 12 por ciento; el empobrecimiento puede llegar a ser pavoroso.
Entonces, ¿cómo es que el peso se revalúa? Por dos motivos. Uno es que los bancos centrales de los Estados Unidos y otros países han creado enormes cantidades de capital financiero y parte de este se filtra hacia México. Ya el Fondo monetario había aconsejado, en una situación similar en el 2009, evitar su entrada. Lo segundo es que México paga una tasa de interés mucho mayor a los capitales especulativos.
Incluso se pueden endeudar a un bajo interés en los Estados Unidos o Europa y colocar ese dinero a una mayor tasa de interés en México. Eso fortalece al peso y no hace sino continuar con una estrategia de falsa fortaleza que en el pasado ha terminado por descalabrarnos.
Para recuperarnos después del Covid habrá que proteger la producción interna con una paridad en la que la producción interna sea competitiva y con una política industrial en la que dejemos de ser meros ensambladores para producir de manera integral. Es la respuesta de muchos países; tendrá que ser la nuestra.
Requerimos un modelo de autosuficiencias escalonadas que vayan de lo local y regional al plano nacional. Autosuficiencias alimentaria, sanitaria, industrial. No es una propuesta de autarquía sino de reconstruir la economía con enfoque en el mercado interno y el bienestar general.
Conseguirlo no se puede dejar al libre mercado. Requerimos un nuevo equilibrio entre los sectores público, social y privado. Empezando por un gobierno fuerte, con una captación fiscal a por lo menos el nivel promedio de los países de la OCDE. Después del Covid todos los gobiernos tendrán que incrementar sus impuestos para dirigir la recuperación; aquí también requerimos que las grandes fortunas, ingresos y herencias aporten más para una efectiva y no efímera reducción de la inequidad.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
domingo, 31 de mayo de 2020
domingo, 24 de mayo de 2020
Fuera malentendidos; hablemos en serio.
Jorge Faljo
Explotaron las acusaciones y cundió el pánico. Parecía que las brigadas de censores del Instituto Nacional de Geografía y Estadística llegarían a las mansiones de los súper ricos, los multimillonarios, en dólares, a revisar sus posesiones. Muy a la manera en que trabajadores sociales van a las casas de los muy pobres para ver si son candidatos a los programas contra la pobreza. Y preguntan, o entran y ven, porque los pobres son amables y los hacen pasar, si el piso es de tierra o losa, sin cocinan con leña o gas, cuantas habitaciones hay, y si tienen plancha, licuadora, refrigerador, televisión, horno de microondas.
Ahora los del INEGI irían a las mansiones a ver si los cubiertos son de plata, los autos son Lamborghini, las obras de arte originales, la sala de verdadera piel y el mármol de Carrara. ¿Llegarían en la revisión a encontrar los centenarios escondidos?
Todo un absurdo elevado a la N potencia (recuerdo de mi secundaria), porque Alfonso Ramírez Cuellar el presidente de Morena dijo que el INEGI “debe entrar, sin ningún impedimento legal, a revisar el patrimonio inmobiliario y financiero de todas las personas”. Y es que puesto así “entrar a revisar el patrimonio inmobiliario” suena a que llegarían hasta la cocina; algo claramente inadmisible.
Un descuido en la redacción dio pie a una interpretación escandalosa. Y el asunto empeoró con la respuesta presidencial: los patrimonios deben mantenerse privados. Lo que fue interpretado no solo como una descalificación al presidente de su partido, sino como un blindaje a las grandes riquezas; estas serían intocables.
Pero algo no concuerda; este es el presidente de la opción por los pobres, el que busca disminuir la desigualdad. Entonces, ¿Qué quiso decir? La respuesta surge cuando se lee toda la declaración, que solo el patrimonio de los servidores públicos no es privado. Es decir que se refiere a la privacidad de los datos.
Así que Ramírez Cuellar tuvo que aclarar el malentendido. El objetivo, dijo, no es que el INEGI llegue a las casas a cuantificar pertenencias y lo que ganan, sino una investigación científica de la concentración de la riqueza sin violar los domicilios. Algo que equilibraría, por así decirlo, el hecho de que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, el CONEVAL, estudia a la pobreza en sus distintas formas y características.
Es similar pero no es lo mismo; porque la pobreza salta a la vista e imposible de ocultar mientras que la gran riqueza, las fortunas de miles millones de pesos, o dólares, tiene mil maneras de hacerse invisible. Desde las inversiones en paraísos fiscales hasta las protecciones legales que impiden correlacionar datos para tener una visión integral de los grandes patrimonios.
A fin de cuentas, puntualiza el presidente de Morena, se trata de desagregar la información del decil X, el 10 por ciento de los mexicanos de mayores ingresos para tener datos sobre la concentración en un pequeño grupo de la población. ¿Qué tan pequeño?
Ramírez Cuellar dice que, en un país de 125 millones, 140 mil personas son propietarios de la mitad de la riqueza. Es decir que cada uno de los muy ricos tiene el equivalente a las posesiones promedio de otras 999 personas. Según él llegó la hora de que las grandes fortunas contribuyan con mayor solidaridad a la construcción del estado de bienestar que queremos echar a andar en México.
Si dejamos atrás los malentendidos, en buena medida distorsiones hechas a propósito, podemos abordar el fondo del asunto.
Lo que dice el presidente de Morena era correcto hace seis meses, un año, diez años. México ha evolucionado en las últimas décadas como campeón de la desigualdad extrema, del contraste entre algunos de los hombres más ricos del planeta y más de veinte millones que no comen lo suficiente. Una situación que no se puede deslindar de una política pública que contribuyó muy activamente, con privatizaciones, rescates a modo y corrupción extrema, a crear en cada sexenio camadas de multi-mil-millonarios. México es un paraíso fiscal que usó la riqueza petrolera, al extremo de destruirla, para substituir el cobro de impuestos a las grandes fortunas.
Ahora, lo que ya era correcto y corregible es un imperativo absoluto. Salir delante del duro golpe sanitario y económico que vivimos necesitará de políticas de gran envergadura, solo comparables a las que se han instrumentado frente a grandes crisis.
Para enfrentar la gran depresión de los años treinta el presidente norteamericano Roosevelt lanzó el “new deal”, el nuevo trato en que el gobierno norteamericano se convirtió en un enorme constructor de infraestructura, campeón de las transferencias sociales. El gobierno de México la enfrentó con un gran reparto de tierras que activó fuertemente la población rural y con impulso a las organizaciones de base para pelear por una mejor distribución del ingreso.
Tras la destrucción de Europa en la segunda guerra mundial se activó el Plan Marshall de reconstrucción económica que tenía, además el propósito de impedir la expansión de los ideales comunistas en las masas empobrecidas.
Lo anterior y la segunda guerra mundial generaron enormes gastos, y endeudamiento, que fueron financiado con fuertes elevaciones de impuestos que obviamente no podían cargarse a los empobrecidos y tuvieron que afrontar los más ricos.
Hoy en día México enfrenta enormes lastres heredados del pasado y, además, una grave crisis económica. Dejemos de minimizarla y afrontemos que para salir adelante requerimos un Estado a la vez fuerte, democrático, promotor de un nuevo estilo de crecimiento y mitigador de la desigualdad. El libre mercado y los ultra ricos no nos sacarán del atolladero.
El reto no es menor al de otras grandes crisis y muchos lo han equiparado a los esfuerzos de una guerra. Afortunadamente en este caso no hay destrucción, así que el esfuerzo será reactivar, empezando por las enormes capacidades productivas que en las últimas décadas ha paralizado el libre mercado.
Para afrontar la crisis habrá que poner los recursos necesarios en manos del Estado. Lo piden los sectores ilustrados y progresistas de México.
Lo recomiendan incluso las entidades financieras internacionales como Banco Mundial y Fondo Monetario, incluso los grandes centros de reflexión de las cúpulas de poder mundiales, como el Foro Económico Mundial. Lo hacen porque son pragmáticos y en estos momentos la defensa de sus intereses de fondo y del conjunto requiere cierto sacrificio de sus intereses individuales y de coyuntura.
Así que, hablemos en serio.
Explotaron las acusaciones y cundió el pánico. Parecía que las brigadas de censores del Instituto Nacional de Geografía y Estadística llegarían a las mansiones de los súper ricos, los multimillonarios, en dólares, a revisar sus posesiones. Muy a la manera en que trabajadores sociales van a las casas de los muy pobres para ver si son candidatos a los programas contra la pobreza. Y preguntan, o entran y ven, porque los pobres son amables y los hacen pasar, si el piso es de tierra o losa, sin cocinan con leña o gas, cuantas habitaciones hay, y si tienen plancha, licuadora, refrigerador, televisión, horno de microondas.
Ahora los del INEGI irían a las mansiones a ver si los cubiertos son de plata, los autos son Lamborghini, las obras de arte originales, la sala de verdadera piel y el mármol de Carrara. ¿Llegarían en la revisión a encontrar los centenarios escondidos?
Todo un absurdo elevado a la N potencia (recuerdo de mi secundaria), porque Alfonso Ramírez Cuellar el presidente de Morena dijo que el INEGI “debe entrar, sin ningún impedimento legal, a revisar el patrimonio inmobiliario y financiero de todas las personas”. Y es que puesto así “entrar a revisar el patrimonio inmobiliario” suena a que llegarían hasta la cocina; algo claramente inadmisible.
Un descuido en la redacción dio pie a una interpretación escandalosa. Y el asunto empeoró con la respuesta presidencial: los patrimonios deben mantenerse privados. Lo que fue interpretado no solo como una descalificación al presidente de su partido, sino como un blindaje a las grandes riquezas; estas serían intocables.
Pero algo no concuerda; este es el presidente de la opción por los pobres, el que busca disminuir la desigualdad. Entonces, ¿Qué quiso decir? La respuesta surge cuando se lee toda la declaración, que solo el patrimonio de los servidores públicos no es privado. Es decir que se refiere a la privacidad de los datos.
Así que Ramírez Cuellar tuvo que aclarar el malentendido. El objetivo, dijo, no es que el INEGI llegue a las casas a cuantificar pertenencias y lo que ganan, sino una investigación científica de la concentración de la riqueza sin violar los domicilios. Algo que equilibraría, por así decirlo, el hecho de que el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social, el CONEVAL, estudia a la pobreza en sus distintas formas y características.
Es similar pero no es lo mismo; porque la pobreza salta a la vista e imposible de ocultar mientras que la gran riqueza, las fortunas de miles millones de pesos, o dólares, tiene mil maneras de hacerse invisible. Desde las inversiones en paraísos fiscales hasta las protecciones legales que impiden correlacionar datos para tener una visión integral de los grandes patrimonios.
A fin de cuentas, puntualiza el presidente de Morena, se trata de desagregar la información del decil X, el 10 por ciento de los mexicanos de mayores ingresos para tener datos sobre la concentración en un pequeño grupo de la población. ¿Qué tan pequeño?
Ramírez Cuellar dice que, en un país de 125 millones, 140 mil personas son propietarios de la mitad de la riqueza. Es decir que cada uno de los muy ricos tiene el equivalente a las posesiones promedio de otras 999 personas. Según él llegó la hora de que las grandes fortunas contribuyan con mayor solidaridad a la construcción del estado de bienestar que queremos echar a andar en México.
Si dejamos atrás los malentendidos, en buena medida distorsiones hechas a propósito, podemos abordar el fondo del asunto.
Lo que dice el presidente de Morena era correcto hace seis meses, un año, diez años. México ha evolucionado en las últimas décadas como campeón de la desigualdad extrema, del contraste entre algunos de los hombres más ricos del planeta y más de veinte millones que no comen lo suficiente. Una situación que no se puede deslindar de una política pública que contribuyó muy activamente, con privatizaciones, rescates a modo y corrupción extrema, a crear en cada sexenio camadas de multi-mil-millonarios. México es un paraíso fiscal que usó la riqueza petrolera, al extremo de destruirla, para substituir el cobro de impuestos a las grandes fortunas.
Ahora, lo que ya era correcto y corregible es un imperativo absoluto. Salir delante del duro golpe sanitario y económico que vivimos necesitará de políticas de gran envergadura, solo comparables a las que se han instrumentado frente a grandes crisis.
Para enfrentar la gran depresión de los años treinta el presidente norteamericano Roosevelt lanzó el “new deal”, el nuevo trato en que el gobierno norteamericano se convirtió en un enorme constructor de infraestructura, campeón de las transferencias sociales. El gobierno de México la enfrentó con un gran reparto de tierras que activó fuertemente la población rural y con impulso a las organizaciones de base para pelear por una mejor distribución del ingreso.
Tras la destrucción de Europa en la segunda guerra mundial se activó el Plan Marshall de reconstrucción económica que tenía, además el propósito de impedir la expansión de los ideales comunistas en las masas empobrecidas.
Lo anterior y la segunda guerra mundial generaron enormes gastos, y endeudamiento, que fueron financiado con fuertes elevaciones de impuestos que obviamente no podían cargarse a los empobrecidos y tuvieron que afrontar los más ricos.
Hoy en día México enfrenta enormes lastres heredados del pasado y, además, una grave crisis económica. Dejemos de minimizarla y afrontemos que para salir adelante requerimos un Estado a la vez fuerte, democrático, promotor de un nuevo estilo de crecimiento y mitigador de la desigualdad. El libre mercado y los ultra ricos no nos sacarán del atolladero.
El reto no es menor al de otras grandes crisis y muchos lo han equiparado a los esfuerzos de una guerra. Afortunadamente en este caso no hay destrucción, así que el esfuerzo será reactivar, empezando por las enormes capacidades productivas que en las últimas décadas ha paralizado el libre mercado.
Para afrontar la crisis habrá que poner los recursos necesarios en manos del Estado. Lo piden los sectores ilustrados y progresistas de México.
Lo recomiendan incluso las entidades financieras internacionales como Banco Mundial y Fondo Monetario, incluso los grandes centros de reflexión de las cúpulas de poder mundiales, como el Foro Económico Mundial. Lo hacen porque son pragmáticos y en estos momentos la defensa de sus intereses de fondo y del conjunto requiere cierto sacrificio de sus intereses individuales y de coyuntura.
Así que, hablemos en serio.
domingo, 17 de mayo de 2020
Covid-19 y la verdad
Jorge Faljo
Este año, el 2020 será recordado como el año del Covid-19, de la paralización económica, el desempleo, el empobrecimiento. También será el año del cambio, empezando por la ruptura de la ortodoxia económica, de cuestionar una relación con la naturaleza que nos lleva a la autodestrucción y por obligarnos a repensar en que es lo realmente importante y necesario.
Es el año de la gran derrota del mercado que debería habernos proporcionado seguridad y bienestar; una relación sana con la naturaleza y un consumo racional y, sobre todo una senda de convivencia sana entre seres humanos.
El mercado fue el gran destructor de las capacidades productivas autónomas de la gran mayoría de la población; obligó al sacrificio de la pequeña producción convencional dispersa en el altar de la supervivencia del más fuerte y del desprecio al de menor productividad. Y al hundir a los tecnológicamente rezagados destruyó las principales fuentes de empleo; los medios de vida de la mayoría de la población. A los antiguos pequeños productores los convirtió en pobres e informales; victimas del daño colateral de la modernización a toda costa.
Ahora, en el desastre y la obligada re - flexión, estamos ante la oportunidad de revaluar la forma en que nos relacionamos unos con otros y, también, nuestra interacción con la naturaleza y el planeta entero. No es un mero jalón de orejas lo que estamos viviendo; es un duro golpe a lo que hasta hace unos meses considerábamos como escrito en piedra e imposible de transformar.
Si hemos de buscar la alternativa esta solo puede ser el Estado y la política, la democracia, como eje de la toma de las grandes decisiones. Lamentablemente estas palabras suenan trilladas; han sido devaluadas por décadas de prácticas dudosas.
Tal vez nunca hemos tenido verdadera democracia, en la que cuente la voluntad de todos y cada uno, verdadera política, como arte del dialogo, de la creación de consensos, de ponerse de acuerdo con buena fe y posteriormente accionar coordinadamente, y Estado como conjunto de instituciones burocráticas eficaces en la instrumentación de los designios emanados de la democracia y la política.
Pero esta salida, la del predominio de la triada Estado, democracia y política, no está asegurada e incluso se encuentra en riesgo. Frente a los graves problemas que enfrenta la humanidad es evidente el retroceso práctico e ideológico de la globalización y el libre mercado. Avanza en cambio la seguridad de la sociedad en un sentido amplio y la idea de que solo puede ser garantizada por la capacidad de cada país para hacer prevalecer decisiones internas, lo que hasta ahora no permitía el papel rector que ocupaba el mercado.
Pero las decisiones internas no necesariamente son fruto de un sano mecanismo de concertación de acuerdos y democracia. Crece en muchos lados el autoritarismo nacionalista que puede aprovechar el desconcierto para imponer medidas fuera del consenso político. Lo observamos en el surgimiento de algunos liderazgos fuertes que para muchos dan la idea de que hay una conducción clara. Sin embargo, esos liderazgos y el unilateralismo en la toma de decisiones trastabillan.
El ejemplo más claro es, sin decir que es perfecta, ni siquiera ejemplar, es la mayor democracia del mundo, los Estados Unidos. Ahí se encuentran claramente enfrentadas dos facciones. Por un lado, el autoritarismo al servicio de la elite y sin embargo capaz de hipnotizar a una parte importante de la población con mensajes nacionalistas, racistas, misóginos y la creación de enemigos imaginarios a los que sataniza para cohesionar su base social. Por otra parte están los que defienden a las instituciones y a su democracia en peligro, para impulsar medidas de ampliación de los derechos sociales. Afortunadamente pareciera que la ineficacia de un autoritarismo errático está contribuyendo, lentamente, a crear la oportunidad de que en las siguientes elecciones locales y en la presidencial el pueblo norteamericano se decida por el fortalecimiento de sus instituciones y en contra de su manipulación autoritaria.
Pero esta reflexión no equivale a decir que en el planeta los bandos están atrincherados en sus ideologías. Todo lo contrario. Este es el gran momento del pragmatismo económico y de política social.
Así sea que lo vean como una necesidad temporal, los poderes económicos claman por la intervención del Estado, autoritario o democrático, para atravesar este difícil periodo evitando las peores consecuencias para ellos y para el conjunto social. Reconocen que solo desde el Estado es posible la conducción y las medidas de mitigación económicas y sociales requeridas en este momento.
Es decir que los poderes fácticos tienen la gran cualidad de la flexibilidad, y si las circunstancias les exigen el abandono, temporal o permanente, de lo que hasta ayer parecían mandamientos escritos en piedra lo hacen sin mayor pena. No es una acusación, es un elogio. Y algo digno de ser considerado desde otras trincheras; no son tiempos de principios inamovibles, sino de pragmatismo.
El Foro Económico Mundial, organizador del gran encuentro anual de las elites en Davos, representa no los intereses particulares de cada gran factor del poder económico y político, sino los intereses del conjunto y ahora abandera el ingreso básico universal frente a las inequidades que esta crisis ha hecho evidente.
Otro gran cambio es que este será el año del gran endeudamiento de los gobiernos, las empresas y las personas. Algunos analistas señalan que entre este año y el siguiente el endeudamiento podría crecer en otro 50 por ciento del PIB, algo que ahora nadie cuestiona. Es simplemente imprescindible. Al mismo tiempo se pone en duda el deber sagrado de pagar las deudas y surgen propuestas para cancelar deudas de los países pobres, y de grupos de población en aras de algo más importante, el derecho a la supervivencia.
La nueva oleada de endeudamiento es posible por la ruptura de otro paradigma; los bancos centrales están generando enormes cantidades de dinero, podríamos decir que han echado a andar las maquinas impresoras de billetes y con este dinero abundante compran deuda gubernamental, bajan las tasas de interés y facilitan el endeudamiento privado de empresas y personas a bajo costo.
Hasta hace poco proponer la emisión de dinero enfrentaba la alarma de aquellos que aseguraban que esto crearía inflación y, en el colmo de la hipocresía, decían que esta afectaría sobre todo a los pobres.
Pero hay ejemplos en contrario; el endeudamiento de Japón que llega al 240 por ciento de su PIB no consiguió crear el poco de inflación que deseaban para el mejor funcionamiento de su economía. Y ahora el gravísimo problema que enfrenta la economía real, la productiva, es la insuficiencia de demanda que ya era crónica y ahora es muy aguda. El hecho es que sin capacidad de demanda por parte de la población no habrá recuperación económica y se pondrán en riesgo los pactos sociales que, aunque inequitativos, sustentan a los gobiernos del planeta.
Pero ya altamente endeudados surgirán otros temas de la mayor importancia. El tema de los impagos y las necesarias cancelaciones de deuda se multiplicarán. Y para los gobiernos, las empresas y las personas, para la economía real en su conjunto, la única manera de pagar será lo que se ha hecho en el pasado, de tasas de interés bajas, por debajo de la inflación. Crear dinero en abundancia ya lo hacen la mayoría de los bancos centrales del planeta.
Las elites del planeta son flexibles y pragmáticas, se adecúan; ¿lo hacen las izquierdas
Este año, el 2020 será recordado como el año del Covid-19, de la paralización económica, el desempleo, el empobrecimiento. También será el año del cambio, empezando por la ruptura de la ortodoxia económica, de cuestionar una relación con la naturaleza que nos lleva a la autodestrucción y por obligarnos a repensar en que es lo realmente importante y necesario.
Es el año de la gran derrota del mercado que debería habernos proporcionado seguridad y bienestar; una relación sana con la naturaleza y un consumo racional y, sobre todo una senda de convivencia sana entre seres humanos.
El mercado fue el gran destructor de las capacidades productivas autónomas de la gran mayoría de la población; obligó al sacrificio de la pequeña producción convencional dispersa en el altar de la supervivencia del más fuerte y del desprecio al de menor productividad. Y al hundir a los tecnológicamente rezagados destruyó las principales fuentes de empleo; los medios de vida de la mayoría de la población. A los antiguos pequeños productores los convirtió en pobres e informales; victimas del daño colateral de la modernización a toda costa.
Ahora, en el desastre y la obligada re - flexión, estamos ante la oportunidad de revaluar la forma en que nos relacionamos unos con otros y, también, nuestra interacción con la naturaleza y el planeta entero. No es un mero jalón de orejas lo que estamos viviendo; es un duro golpe a lo que hasta hace unos meses considerábamos como escrito en piedra e imposible de transformar.
Si hemos de buscar la alternativa esta solo puede ser el Estado y la política, la democracia, como eje de la toma de las grandes decisiones. Lamentablemente estas palabras suenan trilladas; han sido devaluadas por décadas de prácticas dudosas.
Tal vez nunca hemos tenido verdadera democracia, en la que cuente la voluntad de todos y cada uno, verdadera política, como arte del dialogo, de la creación de consensos, de ponerse de acuerdo con buena fe y posteriormente accionar coordinadamente, y Estado como conjunto de instituciones burocráticas eficaces en la instrumentación de los designios emanados de la democracia y la política.
Pero esta salida, la del predominio de la triada Estado, democracia y política, no está asegurada e incluso se encuentra en riesgo. Frente a los graves problemas que enfrenta la humanidad es evidente el retroceso práctico e ideológico de la globalización y el libre mercado. Avanza en cambio la seguridad de la sociedad en un sentido amplio y la idea de que solo puede ser garantizada por la capacidad de cada país para hacer prevalecer decisiones internas, lo que hasta ahora no permitía el papel rector que ocupaba el mercado.
Pero las decisiones internas no necesariamente son fruto de un sano mecanismo de concertación de acuerdos y democracia. Crece en muchos lados el autoritarismo nacionalista que puede aprovechar el desconcierto para imponer medidas fuera del consenso político. Lo observamos en el surgimiento de algunos liderazgos fuertes que para muchos dan la idea de que hay una conducción clara. Sin embargo, esos liderazgos y el unilateralismo en la toma de decisiones trastabillan.
El ejemplo más claro es, sin decir que es perfecta, ni siquiera ejemplar, es la mayor democracia del mundo, los Estados Unidos. Ahí se encuentran claramente enfrentadas dos facciones. Por un lado, el autoritarismo al servicio de la elite y sin embargo capaz de hipnotizar a una parte importante de la población con mensajes nacionalistas, racistas, misóginos y la creación de enemigos imaginarios a los que sataniza para cohesionar su base social. Por otra parte están los que defienden a las instituciones y a su democracia en peligro, para impulsar medidas de ampliación de los derechos sociales. Afortunadamente pareciera que la ineficacia de un autoritarismo errático está contribuyendo, lentamente, a crear la oportunidad de que en las siguientes elecciones locales y en la presidencial el pueblo norteamericano se decida por el fortalecimiento de sus instituciones y en contra de su manipulación autoritaria.
Pero esta reflexión no equivale a decir que en el planeta los bandos están atrincherados en sus ideologías. Todo lo contrario. Este es el gran momento del pragmatismo económico y de política social.
Así sea que lo vean como una necesidad temporal, los poderes económicos claman por la intervención del Estado, autoritario o democrático, para atravesar este difícil periodo evitando las peores consecuencias para ellos y para el conjunto social. Reconocen que solo desde el Estado es posible la conducción y las medidas de mitigación económicas y sociales requeridas en este momento.
Es decir que los poderes fácticos tienen la gran cualidad de la flexibilidad, y si las circunstancias les exigen el abandono, temporal o permanente, de lo que hasta ayer parecían mandamientos escritos en piedra lo hacen sin mayor pena. No es una acusación, es un elogio. Y algo digno de ser considerado desde otras trincheras; no son tiempos de principios inamovibles, sino de pragmatismo.
El Foro Económico Mundial, organizador del gran encuentro anual de las elites en Davos, representa no los intereses particulares de cada gran factor del poder económico y político, sino los intereses del conjunto y ahora abandera el ingreso básico universal frente a las inequidades que esta crisis ha hecho evidente.
Otro gran cambio es que este será el año del gran endeudamiento de los gobiernos, las empresas y las personas. Algunos analistas señalan que entre este año y el siguiente el endeudamiento podría crecer en otro 50 por ciento del PIB, algo que ahora nadie cuestiona. Es simplemente imprescindible. Al mismo tiempo se pone en duda el deber sagrado de pagar las deudas y surgen propuestas para cancelar deudas de los países pobres, y de grupos de población en aras de algo más importante, el derecho a la supervivencia.
La nueva oleada de endeudamiento es posible por la ruptura de otro paradigma; los bancos centrales están generando enormes cantidades de dinero, podríamos decir que han echado a andar las maquinas impresoras de billetes y con este dinero abundante compran deuda gubernamental, bajan las tasas de interés y facilitan el endeudamiento privado de empresas y personas a bajo costo.
Hasta hace poco proponer la emisión de dinero enfrentaba la alarma de aquellos que aseguraban que esto crearía inflación y, en el colmo de la hipocresía, decían que esta afectaría sobre todo a los pobres.
Pero hay ejemplos en contrario; el endeudamiento de Japón que llega al 240 por ciento de su PIB no consiguió crear el poco de inflación que deseaban para el mejor funcionamiento de su economía. Y ahora el gravísimo problema que enfrenta la economía real, la productiva, es la insuficiencia de demanda que ya era crónica y ahora es muy aguda. El hecho es que sin capacidad de demanda por parte de la población no habrá recuperación económica y se pondrán en riesgo los pactos sociales que, aunque inequitativos, sustentan a los gobiernos del planeta.
Pero ya altamente endeudados surgirán otros temas de la mayor importancia. El tema de los impagos y las necesarias cancelaciones de deuda se multiplicarán. Y para los gobiernos, las empresas y las personas, para la economía real en su conjunto, la única manera de pagar será lo que se ha hecho en el pasado, de tasas de interés bajas, por debajo de la inflación. Crear dinero en abundancia ya lo hacen la mayoría de los bancos centrales del planeta.
Las elites del planeta son flexibles y pragmáticas, se adecúan; ¿lo hacen las izquierdas
domingo, 10 de mayo de 2020
Por un nuevo sistema hospitalario
Jorge Faljo
Atacados por la naturaleza en su revancha resulta claro, ante la pandemia que vivimos, que descuidamos un aspecto fundamental de la seguridad de nuestras sociedades y de cada uno de sus miembros. Mientras en el mundo se gastaron enormes cantidades en armamento, para protegernos los unos de los otros, se descuidó la salud y el bienestar de la población.
Impresiona saber que un avión de última tecnología, de los que escapan a la detección de los radares, cuesta unos dos mil 100 millones de dólares, y volarlo cuesta 140 mil dólares la hora. Los nuevos bombarderos B-21, capaces de llevar bombas atómicas, que empezará a recibir la fuerza aérea norteamericana en el segundo semestre de este año, son más baratos. Ese pedido de 100 nuevos B-21 costó 97 mil millones de dólares; algo menos de mil millones cada uno. Meros ejemplos del absurdo en que vivimos y que tal vez ahora podamos cambiar.
Tendremos que rectificar prioridades y no será fácil, en el mundo y en México.
Aquí el Covid 19 nos agarra con las defensas bajas; los mexicanos nos hemos alimentado con comida chatarra durante décadas y ahora somos de los más obesos del mundo y con los más altos índices de enfermedades crónicas como diabetes e hipertensión. Habrá que atender tanto a la prevención como a los remedios.
La pandemia pone en evidencia todas las debilidades. Una muy grave es el sistema de salud pública, en particular en su parte hospitalaria. Este ya era de por si insufrible. Esperas interminables para ser atendidos en urgencias, semanas para pruebas de laboratorio, meses para programar una cirugía. No basta el personal con buena disposición cuando hay baños cerrados, elevadores inservibles y las evidencias de la falta de mantenimiento en todas partes.
Heredamos décadas en que buena parte del gasto en salud se daba en seguros médicos para las elites burocráticas mientras que para los demás había un sistema chatarrizado, incapaz de atención oportuna y de calidad.
Saldremos muy golpeados por este virus en nuestra salud física y mental, y en el empleo, los ingresos y el bienestar. Con un gobierno empequeñecido por décadas de cederle el paso al mercado, al sector privado, a la inversión externa y que verá aún más debilitados sus ingresos.
Aun así, los mexicanos exigiremos mejor acceso a la salud. Atención oportuna, una mejor interrelación médico – paciente, mejores hospitales y equipos. Superar la inequidad extrema para garantizar a todos el derecho a la salud no será un asunto fácil. Pero es prioridad ahora de ciudadanos y gobierno.
Es posible si abandonamos ortodoxias, las del neoliberalismo y también las de un estatismo engañoso que no funciona en la práctica. Para reconstruir el sistema de salud se requerirá una alianza público privada en la que el gobierno sea el garante de una buena atención en salud para todos los mexicanos.
Primero que nada hay que saber que el sistema hospitalario público, en concreto el IMSS y el ISSSTE ha sido privatizado de manera invisible, insidiosa. Digamos que el hospital, el edificio y sus ladrillos son públicos, pero los servicios que le permiten funcionar no lo son.
Hacer funcionar una sala de cirugía es sumamente complejo, requiere equipos diversos, con múltiples insumos que deben estar disponibles a tiempo y personal técnico especializado que sepa manejar equipos especializados.
El personal médico está constituido por servidores públicos, su entorno se contrata con el sector privado. Se adquieren los servicios para hacer cirugías mayores, como las de cardiología, y también las de mínima invasión, ortopédicas, el servicio de anestesia, el monitoreo de los pacientes, la endoscopía. También se contratan los servicios de laboratorio, banco de sangre, imagenología, hemodiálisis.
Se contratan compañías que inviertan en el equipamiento sustantivo y los equipos periféricos, que provean los insumos, el mantenimiento de estas infraestructuras y los técnicos de apoyo que los hacen funcionar que asesoran al personal médico en el manejo de los equipos.
Todos estos servicios se contratan centralmente para el aprovisionamiento de los múltiples hospitales del IMSS e ISSSTE. El motivo básico es que la sincronización de elementos que se requiere en cualquiera de los servicios mencionados es imposible cuando se contratan por separado.
Licitar múltiples equipos, infinidad de insumos y adquirir apoyos técnicos para que actúen de manera simultánea, coordinada, oportuna, es imposible para nuestra burocracia. Así que lo que se hace es licitar servicios integrales en contratos multianuales que usualmente son por entre tres y cinco años. Esto le facilita enormemente la vida al burócrata sanitario porque simplifica en uno solo lo que de otra manera sería una pesadilla de procesos de adquisición. Es lo más racional porque asegura la sincronía de elementos.
Los servicios integrales que proporcionan empresas privadas dentro de los hospitales públicos le resuelven el problema operativo al contratante, IMSS, ISSSTE y al personal clínico que no podría hacer una cirugía si no hay ese entorno en la que maquinas e insumos operan como una orquesta bien afinada.
Pero el costo de sincronía y de la simplificación de las adquisiciones es muy alto. La compra del servicio integral acaba siendo varias veces más cara que la suma de cada una de sus partes. Una de las varias razones es que la empresa privada amortiza en solo tres o cinco años el costo de equipos que en un hospital privado pueden operar por el doble de tiempo. Y porque brinda un servicio especializado que requiere conocimiento experto de su logística.
Si nos damos cuenta que el sistema de hospitales públicos se ha privatizado en su interior podemos plantear una alternativa que abarataría y mejoraría la atención a los pacientes.
Se trata simplemente de contratar servicios integrales fuera de los hospitales públicos, es decir en los hospitales privados. Es decir que se podría contratar con hospitales privados que atiendan cirugías, partos, hemodiálisis con todos los aparatos insumos y apoyo técnico requeridos y pagarles por caso atendido.
¿Sería más caro? Pues no porque esos servicios ya están privatizados de manera ineficiente y cara dentro de los hospitales públicos. Sería relativamente fácil calcular cuánto cuesta una cirugía, digamos un parto, en el sistema público y ofrecerle al hospital privado pagarle lo mismo, incluso menos, por caso atendido. Lo que haría el sistema público sería diagnosticar y referir al paciente al hospital privado.
Esto es algo que ya se está haciendo como medida de emergencia ante la pandemia. Es un buen experimento y los primeros datos indican que sería más barato y eficiente que la atención en el hospital público.
Generalizar este esquema llevaría a una fuerte inversión privada para brindar estos servicios. Algo para lo que el gobierno no cuenta con los recursos suficientes; aparte de que no valdría la pena expandir el actual esquema.
Frente a la privatización que ya existe de la atención en hospitales públicos habría que plantear una especie de socialización de la atención privada.
Atacados por la naturaleza en su revancha resulta claro, ante la pandemia que vivimos, que descuidamos un aspecto fundamental de la seguridad de nuestras sociedades y de cada uno de sus miembros. Mientras en el mundo se gastaron enormes cantidades en armamento, para protegernos los unos de los otros, se descuidó la salud y el bienestar de la población.
Impresiona saber que un avión de última tecnología, de los que escapan a la detección de los radares, cuesta unos dos mil 100 millones de dólares, y volarlo cuesta 140 mil dólares la hora. Los nuevos bombarderos B-21, capaces de llevar bombas atómicas, que empezará a recibir la fuerza aérea norteamericana en el segundo semestre de este año, son más baratos. Ese pedido de 100 nuevos B-21 costó 97 mil millones de dólares; algo menos de mil millones cada uno. Meros ejemplos del absurdo en que vivimos y que tal vez ahora podamos cambiar.
Tendremos que rectificar prioridades y no será fácil, en el mundo y en México.
Aquí el Covid 19 nos agarra con las defensas bajas; los mexicanos nos hemos alimentado con comida chatarra durante décadas y ahora somos de los más obesos del mundo y con los más altos índices de enfermedades crónicas como diabetes e hipertensión. Habrá que atender tanto a la prevención como a los remedios.
La pandemia pone en evidencia todas las debilidades. Una muy grave es el sistema de salud pública, en particular en su parte hospitalaria. Este ya era de por si insufrible. Esperas interminables para ser atendidos en urgencias, semanas para pruebas de laboratorio, meses para programar una cirugía. No basta el personal con buena disposición cuando hay baños cerrados, elevadores inservibles y las evidencias de la falta de mantenimiento en todas partes.
Heredamos décadas en que buena parte del gasto en salud se daba en seguros médicos para las elites burocráticas mientras que para los demás había un sistema chatarrizado, incapaz de atención oportuna y de calidad.
Saldremos muy golpeados por este virus en nuestra salud física y mental, y en el empleo, los ingresos y el bienestar. Con un gobierno empequeñecido por décadas de cederle el paso al mercado, al sector privado, a la inversión externa y que verá aún más debilitados sus ingresos.
Aun así, los mexicanos exigiremos mejor acceso a la salud. Atención oportuna, una mejor interrelación médico – paciente, mejores hospitales y equipos. Superar la inequidad extrema para garantizar a todos el derecho a la salud no será un asunto fácil. Pero es prioridad ahora de ciudadanos y gobierno.
Es posible si abandonamos ortodoxias, las del neoliberalismo y también las de un estatismo engañoso que no funciona en la práctica. Para reconstruir el sistema de salud se requerirá una alianza público privada en la que el gobierno sea el garante de una buena atención en salud para todos los mexicanos.
Primero que nada hay que saber que el sistema hospitalario público, en concreto el IMSS y el ISSSTE ha sido privatizado de manera invisible, insidiosa. Digamos que el hospital, el edificio y sus ladrillos son públicos, pero los servicios que le permiten funcionar no lo son.
Hacer funcionar una sala de cirugía es sumamente complejo, requiere equipos diversos, con múltiples insumos que deben estar disponibles a tiempo y personal técnico especializado que sepa manejar equipos especializados.
El personal médico está constituido por servidores públicos, su entorno se contrata con el sector privado. Se adquieren los servicios para hacer cirugías mayores, como las de cardiología, y también las de mínima invasión, ortopédicas, el servicio de anestesia, el monitoreo de los pacientes, la endoscopía. También se contratan los servicios de laboratorio, banco de sangre, imagenología, hemodiálisis.
Se contratan compañías que inviertan en el equipamiento sustantivo y los equipos periféricos, que provean los insumos, el mantenimiento de estas infraestructuras y los técnicos de apoyo que los hacen funcionar que asesoran al personal médico en el manejo de los equipos.
Todos estos servicios se contratan centralmente para el aprovisionamiento de los múltiples hospitales del IMSS e ISSSTE. El motivo básico es que la sincronización de elementos que se requiere en cualquiera de los servicios mencionados es imposible cuando se contratan por separado.
Licitar múltiples equipos, infinidad de insumos y adquirir apoyos técnicos para que actúen de manera simultánea, coordinada, oportuna, es imposible para nuestra burocracia. Así que lo que se hace es licitar servicios integrales en contratos multianuales que usualmente son por entre tres y cinco años. Esto le facilita enormemente la vida al burócrata sanitario porque simplifica en uno solo lo que de otra manera sería una pesadilla de procesos de adquisición. Es lo más racional porque asegura la sincronía de elementos.
Los servicios integrales que proporcionan empresas privadas dentro de los hospitales públicos le resuelven el problema operativo al contratante, IMSS, ISSSTE y al personal clínico que no podría hacer una cirugía si no hay ese entorno en la que maquinas e insumos operan como una orquesta bien afinada.
Pero el costo de sincronía y de la simplificación de las adquisiciones es muy alto. La compra del servicio integral acaba siendo varias veces más cara que la suma de cada una de sus partes. Una de las varias razones es que la empresa privada amortiza en solo tres o cinco años el costo de equipos que en un hospital privado pueden operar por el doble de tiempo. Y porque brinda un servicio especializado que requiere conocimiento experto de su logística.
Si nos damos cuenta que el sistema de hospitales públicos se ha privatizado en su interior podemos plantear una alternativa que abarataría y mejoraría la atención a los pacientes.
Se trata simplemente de contratar servicios integrales fuera de los hospitales públicos, es decir en los hospitales privados. Es decir que se podría contratar con hospitales privados que atiendan cirugías, partos, hemodiálisis con todos los aparatos insumos y apoyo técnico requeridos y pagarles por caso atendido.
¿Sería más caro? Pues no porque esos servicios ya están privatizados de manera ineficiente y cara dentro de los hospitales públicos. Sería relativamente fácil calcular cuánto cuesta una cirugía, digamos un parto, en el sistema público y ofrecerle al hospital privado pagarle lo mismo, incluso menos, por caso atendido. Lo que haría el sistema público sería diagnosticar y referir al paciente al hospital privado.
Esto es algo que ya se está haciendo como medida de emergencia ante la pandemia. Es un buen experimento y los primeros datos indican que sería más barato y eficiente que la atención en el hospital público.
Generalizar este esquema llevaría a una fuerte inversión privada para brindar estos servicios. Algo para lo que el gobierno no cuenta con los recursos suficientes; aparte de que no valdría la pena expandir el actual esquema.
Frente a la privatización que ya existe de la atención en hospitales públicos habría que plantear una especie de socialización de la atención privada.
domingo, 3 de mayo de 2020
Deber o no deber; este es el punto
Jorge Faljo
Hay una fuerte discusión en torno al endeudamiento público. Usualmente el sector financiero, le exige no endeudarse al gobierno porque su gasto sería supuestamente inflacionario, lo que depende de la capacidad de respuesta de la producción. En el mediano y largo plazo les preocupa que el endeudamiento lleve a subir impuestos.
Solo que en condiciones de crisis los privados exigen lo contrario, que el gobierno sea el salvador de las empresas en dificultades mediante créditos, apoyos monetarios y dejar de cobrar impuestos y servicios.
Antes de reflexionar sobre este asunto hay que señalar que el crédito es fundamental para el funcionamiento de toda economía. Sin el casi nadie podría comprarse una casa o un automóvil; es un mecanismo que permite hacer un gasto fuerte en el presente a cambio de pagarlo, más un costo extra, con ingresos del futuro. No es muy distinta la situación cuando el gobierno emprende una gran obra.
Esta sencilla racionalidad anterior no explica de manera suficiente el alto nivel de endeudamiento público y privado existente en el mundo. La deuda ha sido un mecanismo substitutivo del pago de impuestos y del incremento de ingresos de la población. Con el neoliberalismo se redujo el pago de impuestos con el pretexto de que el enriquecimiento de la elite y los grandes corporativos de alguna manera se filtraría hacia abajo. No resultó. Al mismo tiempo los gobiernos tenían que seguir ejerciendo funciones críticas para la economía y la sociedad.
También se endeudó a las clases medias y trabajadoras en lugar de aumentarles sus ingresos; ocurrió porque se redujeron los salarios reales.
Dado que las empresas multiplicaron sus ganancias y necesitan vender, la lógica neoliberal fue que emplearan sus ganancias para prestar y generar la demanda que no creaban pagando impuestos y salarios. Así prosperaron propiciando inequidades extremas y endeudamiento crónico.
En el caso de México, como en muchos otros países, otra fuente substancial de endeudamiento, que podríamos llamar agudo, han sido los rescates recurrentes de empresas y bancos en dificultades. Un caso emblemático fue el rescate que hizo el Fobaproa a resultas de la crisis iniciada al fin de 1994. Muchos deudores no podían pagar y eso puso en riesgo al sistema bancario.
Solo que el rescate no se diseñó quirúrgicamente para salvar a los deudores menores. Según el Banco Mundial los primeros que debieron afrontar el costo eran los dueños de los bancos con sus capitales. No fue así, se les rescató comprándoles deudas incobrables, inversiones absurdas y créditos francamente corruptos otorgados entre ellos y sus familias, sin avales o colaterales adecuados. Basura financiera comprada en 500 mil millones de pesos que se han convertido en dos billones de deuda impagable. La burra no era arisca, los palos la hicieron.
Nuestro historial de corrupción no descalifica todo endeudamiento. No es cuestión de cantidad sino sobre todo de calidad. México tiene una deuda pública equivalente al 45 por ciento de la producción nacional de un año (PIB). Las deudas públicas de Bélgica, España, Estados Unidos o Francia lindan el 100 por ciento de su PIB; la de Italia es de 134 y la del gobierno de Japón, el más endeudado del planeta, llega al 240 por ciento de su producto anual.
Debido a la pandemia la mayoría de los gobiernos se están endeudando mucho más. Si esto es positivo o no depende de tres factores: el para qué del endeudamiento, la manera en que se endeudan y la forma en que habrán de pagar más adelante.
Los gobiernos se están endeudando para inyectar dinero en sus economías; puede ser incluyendo rescates alevosos o en formas más positivas: transferir ingresos a trabajadores y a micro, pequeñas y medianas empresas en riesgo; compras de producción a este sector; reparto de despensas, y otras formas de apoyo a los más vulnerados. El motivo del endeudamiento puede ser positivo, incluso indispensable.
La manera de endeudarse es vital. En la mayoría de los casos el endeudamiento de un gobierno es apoyado por la emisión de dinero que hace su banco central para comprar bonos de deuda ya colocados en el mercado. Con esa compra les da liquidez a los inversionistas, crea abundancia de recursos financieros, baja la tasa de interés y facilita el endeudamiento gubernamental a baja tasa de interés.
El mejor ejemplo es el alto endeudamiento del gobierno de Japón, 240 por ciento de su PIB. Es posible porque el 70 por ciento de esa deuda ha sido comprada por su banco central y la mayor parte del resto por bancos y fondos japoneses. Y esa deuda paga un interés cercano al cero por ciento. En esas condiciones es viable.
Queda el tercer punto relevante; ¿cómo se va a pagar después? En la segunda guerra mundial los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido se endeudaron fuertemente y posteriormente lograron desendeudarse. No lo hicieron simplemente pagando, no habrían podido. Establecieron tasas de interés por debajo de la inflación, altos impuestos a los grandes ingresos, controles de capital y un crecimiento económico que, en conjunto redujeron gradualmente el peso relativo y absoluto de su deuda.
No es absurdo plantear la posibilidad de pagar tasas de interés negativas o por debajo de la inflación; lo hacen muchos gobiernos: Alemania, Brasil, Chile, Japón, Suiza.
En México podríamos darle buen uso al endeudamiento, evitando los sesgos y corrupciones del pasado. Pero Banxico opera con un marco normativo diseñado en 1994, en plena ortodoxia, con un mandato único que no incluye apoyar el crecimiento económico o el empleo, y con una estructura de gobierno sin representación de la industria y el comercio. Una autonomía sui generis y ortodoxa a pesar de que los sectores productivos y ahora incluso la calificadora Moody´s piden que tenga un mandato dual que en caso de crisis priorice preservar el aparato productivo. Tal cambio permitiría lo urgente; que Banxico compre emisiones de deuda pública a tasas y plazos convenientes.
Queda el punto final; como pagar. No se ha pagado la deuda del Fobaproa y otros rescates porque Banxico no implementa una política monetaria para pagarla. Hay que bajar las tasas de interés por lo menos al nivel de la inflación y plantear lo inevitable, que en el futuro este gobierno estará obligado a tener una recaudación fiscal de cantidad y calidad internacional.
Todo esto no es posible si el interés casi único defender una paridad cada día menos defendible mediante el pago de un sobreprecio en la tasa de interés. El trago es ya bastante amargo y no valdrá la pena si no lo aprovechamos para instalarnos en la verdadera estabilidad de una paridad cambiaria competitiva.
Solo así, abandonando la ortodoxia, que hasta ahora solo beneficia a los grandes capitales, podremos salir fortalecidos y con un país soberano, dinámico e incluyente.
Hay una fuerte discusión en torno al endeudamiento público. Usualmente el sector financiero, le exige no endeudarse al gobierno porque su gasto sería supuestamente inflacionario, lo que depende de la capacidad de respuesta de la producción. En el mediano y largo plazo les preocupa que el endeudamiento lleve a subir impuestos.
Solo que en condiciones de crisis los privados exigen lo contrario, que el gobierno sea el salvador de las empresas en dificultades mediante créditos, apoyos monetarios y dejar de cobrar impuestos y servicios.
Antes de reflexionar sobre este asunto hay que señalar que el crédito es fundamental para el funcionamiento de toda economía. Sin el casi nadie podría comprarse una casa o un automóvil; es un mecanismo que permite hacer un gasto fuerte en el presente a cambio de pagarlo, más un costo extra, con ingresos del futuro. No es muy distinta la situación cuando el gobierno emprende una gran obra.
Esta sencilla racionalidad anterior no explica de manera suficiente el alto nivel de endeudamiento público y privado existente en el mundo. La deuda ha sido un mecanismo substitutivo del pago de impuestos y del incremento de ingresos de la población. Con el neoliberalismo se redujo el pago de impuestos con el pretexto de que el enriquecimiento de la elite y los grandes corporativos de alguna manera se filtraría hacia abajo. No resultó. Al mismo tiempo los gobiernos tenían que seguir ejerciendo funciones críticas para la economía y la sociedad.
También se endeudó a las clases medias y trabajadoras en lugar de aumentarles sus ingresos; ocurrió porque se redujeron los salarios reales.
Dado que las empresas multiplicaron sus ganancias y necesitan vender, la lógica neoliberal fue que emplearan sus ganancias para prestar y generar la demanda que no creaban pagando impuestos y salarios. Así prosperaron propiciando inequidades extremas y endeudamiento crónico.
En el caso de México, como en muchos otros países, otra fuente substancial de endeudamiento, que podríamos llamar agudo, han sido los rescates recurrentes de empresas y bancos en dificultades. Un caso emblemático fue el rescate que hizo el Fobaproa a resultas de la crisis iniciada al fin de 1994. Muchos deudores no podían pagar y eso puso en riesgo al sistema bancario.
Solo que el rescate no se diseñó quirúrgicamente para salvar a los deudores menores. Según el Banco Mundial los primeros que debieron afrontar el costo eran los dueños de los bancos con sus capitales. No fue así, se les rescató comprándoles deudas incobrables, inversiones absurdas y créditos francamente corruptos otorgados entre ellos y sus familias, sin avales o colaterales adecuados. Basura financiera comprada en 500 mil millones de pesos que se han convertido en dos billones de deuda impagable. La burra no era arisca, los palos la hicieron.
Nuestro historial de corrupción no descalifica todo endeudamiento. No es cuestión de cantidad sino sobre todo de calidad. México tiene una deuda pública equivalente al 45 por ciento de la producción nacional de un año (PIB). Las deudas públicas de Bélgica, España, Estados Unidos o Francia lindan el 100 por ciento de su PIB; la de Italia es de 134 y la del gobierno de Japón, el más endeudado del planeta, llega al 240 por ciento de su producto anual.
Debido a la pandemia la mayoría de los gobiernos se están endeudando mucho más. Si esto es positivo o no depende de tres factores: el para qué del endeudamiento, la manera en que se endeudan y la forma en que habrán de pagar más adelante.
Los gobiernos se están endeudando para inyectar dinero en sus economías; puede ser incluyendo rescates alevosos o en formas más positivas: transferir ingresos a trabajadores y a micro, pequeñas y medianas empresas en riesgo; compras de producción a este sector; reparto de despensas, y otras formas de apoyo a los más vulnerados. El motivo del endeudamiento puede ser positivo, incluso indispensable.
La manera de endeudarse es vital. En la mayoría de los casos el endeudamiento de un gobierno es apoyado por la emisión de dinero que hace su banco central para comprar bonos de deuda ya colocados en el mercado. Con esa compra les da liquidez a los inversionistas, crea abundancia de recursos financieros, baja la tasa de interés y facilita el endeudamiento gubernamental a baja tasa de interés.
El mejor ejemplo es el alto endeudamiento del gobierno de Japón, 240 por ciento de su PIB. Es posible porque el 70 por ciento de esa deuda ha sido comprada por su banco central y la mayor parte del resto por bancos y fondos japoneses. Y esa deuda paga un interés cercano al cero por ciento. En esas condiciones es viable.
Queda el tercer punto relevante; ¿cómo se va a pagar después? En la segunda guerra mundial los gobiernos de Estados Unidos y el Reino Unido se endeudaron fuertemente y posteriormente lograron desendeudarse. No lo hicieron simplemente pagando, no habrían podido. Establecieron tasas de interés por debajo de la inflación, altos impuestos a los grandes ingresos, controles de capital y un crecimiento económico que, en conjunto redujeron gradualmente el peso relativo y absoluto de su deuda.
No es absurdo plantear la posibilidad de pagar tasas de interés negativas o por debajo de la inflación; lo hacen muchos gobiernos: Alemania, Brasil, Chile, Japón, Suiza.
En México podríamos darle buen uso al endeudamiento, evitando los sesgos y corrupciones del pasado. Pero Banxico opera con un marco normativo diseñado en 1994, en plena ortodoxia, con un mandato único que no incluye apoyar el crecimiento económico o el empleo, y con una estructura de gobierno sin representación de la industria y el comercio. Una autonomía sui generis y ortodoxa a pesar de que los sectores productivos y ahora incluso la calificadora Moody´s piden que tenga un mandato dual que en caso de crisis priorice preservar el aparato productivo. Tal cambio permitiría lo urgente; que Banxico compre emisiones de deuda pública a tasas y plazos convenientes.
Queda el punto final; como pagar. No se ha pagado la deuda del Fobaproa y otros rescates porque Banxico no implementa una política monetaria para pagarla. Hay que bajar las tasas de interés por lo menos al nivel de la inflación y plantear lo inevitable, que en el futuro este gobierno estará obligado a tener una recaudación fiscal de cantidad y calidad internacional.
Todo esto no es posible si el interés casi único defender una paridad cada día menos defendible mediante el pago de un sobreprecio en la tasa de interés. El trago es ya bastante amargo y no valdrá la pena si no lo aprovechamos para instalarnos en la verdadera estabilidad de una paridad cambiaria competitiva.
Solo así, abandonando la ortodoxia, que hasta ahora solo beneficia a los grandes capitales, podremos salir fortalecidos y con un país soberano, dinámico e incluyente.
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