Jorge Faljo
Este año, el 2020 será recordado como el año del Covid-19, de la paralización económica, el desempleo, el empobrecimiento. También será el año del cambio, empezando por la ruptura de la ortodoxia económica, de cuestionar una relación con la naturaleza que nos lleva a la autodestrucción y por obligarnos a repensar en que es lo realmente importante y necesario.
Es el año de la gran derrota del mercado que debería habernos proporcionado seguridad y bienestar; una relación sana con la naturaleza y un consumo racional y, sobre todo una senda de convivencia sana entre seres humanos.
El mercado fue el gran destructor de las capacidades productivas autónomas de la gran mayoría de la población; obligó al sacrificio de la pequeña producción convencional dispersa en el altar de la supervivencia del más fuerte y del desprecio al de menor productividad. Y al hundir a los tecnológicamente rezagados destruyó las principales fuentes de empleo; los medios de vida de la mayoría de la población. A los antiguos pequeños productores los convirtió en pobres e informales; victimas del daño colateral de la modernización a toda costa.
Ahora, en el desastre y la obligada re - flexión, estamos ante la oportunidad de revaluar la forma en que nos relacionamos unos con otros y, también, nuestra interacción con la naturaleza y el planeta entero. No es un mero jalón de orejas lo que estamos viviendo; es un duro golpe a lo que hasta hace unos meses considerábamos como escrito en piedra e imposible de transformar.
Si hemos de buscar la alternativa esta solo puede ser el Estado y la política, la democracia, como eje de la toma de las grandes decisiones. Lamentablemente estas palabras suenan trilladas; han sido devaluadas por décadas de prácticas dudosas.
Tal vez nunca hemos tenido verdadera democracia, en la que cuente la voluntad de todos y cada uno, verdadera política, como arte del dialogo, de la creación de consensos, de ponerse de acuerdo con buena fe y posteriormente accionar coordinadamente, y Estado como conjunto de instituciones burocráticas eficaces en la instrumentación de los designios emanados de la democracia y la política.
Pero esta salida, la del predominio de la triada Estado, democracia y política, no está asegurada e incluso se encuentra en riesgo. Frente a los graves problemas que enfrenta la humanidad es evidente el retroceso práctico e ideológico de la globalización y el libre mercado. Avanza en cambio la seguridad de la sociedad en un sentido amplio y la idea de que solo puede ser garantizada por la capacidad de cada país para hacer prevalecer decisiones internas, lo que hasta ahora no permitía el papel rector que ocupaba el mercado.
Pero las decisiones internas no necesariamente son fruto de un sano mecanismo de concertación de acuerdos y democracia. Crece en muchos lados el autoritarismo nacionalista que puede aprovechar el desconcierto para imponer medidas fuera del consenso político. Lo observamos en el surgimiento de algunos liderazgos fuertes que para muchos dan la idea de que hay una conducción clara. Sin embargo, esos liderazgos y el unilateralismo en la toma de decisiones trastabillan.
El ejemplo más claro es, sin decir que es perfecta, ni siquiera ejemplar, es la mayor democracia del mundo, los Estados Unidos. Ahí se encuentran claramente enfrentadas dos facciones. Por un lado, el autoritarismo al servicio de la elite y sin embargo capaz de hipnotizar a una parte importante de la población con mensajes nacionalistas, racistas, misóginos y la creación de enemigos imaginarios a los que sataniza para cohesionar su base social. Por otra parte están los que defienden a las instituciones y a su democracia en peligro, para impulsar medidas de ampliación de los derechos sociales. Afortunadamente pareciera que la ineficacia de un autoritarismo errático está contribuyendo, lentamente, a crear la oportunidad de que en las siguientes elecciones locales y en la presidencial el pueblo norteamericano se decida por el fortalecimiento de sus instituciones y en contra de su manipulación autoritaria.
Pero esta reflexión no equivale a decir que en el planeta los bandos están atrincherados en sus ideologías. Todo lo contrario. Este es el gran momento del pragmatismo económico y de política social.
Así sea que lo vean como una necesidad temporal, los poderes económicos claman por la intervención del Estado, autoritario o democrático, para atravesar este difícil periodo evitando las peores consecuencias para ellos y para el conjunto social. Reconocen que solo desde el Estado es posible la conducción y las medidas de mitigación económicas y sociales requeridas en este momento.
Es decir que los poderes fácticos tienen la gran cualidad de la flexibilidad, y si las circunstancias les exigen el abandono, temporal o permanente, de lo que hasta ayer parecían mandamientos escritos en piedra lo hacen sin mayor pena. No es una acusación, es un elogio. Y algo digno de ser considerado desde otras trincheras; no son tiempos de principios inamovibles, sino de pragmatismo.
El Foro Económico Mundial, organizador del gran encuentro anual de las elites en Davos, representa no los intereses particulares de cada gran factor del poder económico y político, sino los intereses del conjunto y ahora abandera el ingreso básico universal frente a las inequidades que esta crisis ha hecho evidente.
Otro gran cambio es que este será el año del gran endeudamiento de los gobiernos, las empresas y las personas. Algunos analistas señalan que entre este año y el siguiente el endeudamiento podría crecer en otro 50 por ciento del PIB, algo que ahora nadie cuestiona. Es simplemente imprescindible. Al mismo tiempo se pone en duda el deber sagrado de pagar las deudas y surgen propuestas para cancelar deudas de los países pobres, y de grupos de población en aras de algo más importante, el derecho a la supervivencia.
La nueva oleada de endeudamiento es posible por la ruptura de otro paradigma; los bancos centrales están generando enormes cantidades de dinero, podríamos decir que han echado a andar las maquinas impresoras de billetes y con este dinero abundante compran deuda gubernamental, bajan las tasas de interés y facilitan el endeudamiento privado de empresas y personas a bajo costo.
Hasta hace poco proponer la emisión de dinero enfrentaba la alarma de aquellos que aseguraban que esto crearía inflación y, en el colmo de la hipocresía, decían que esta afectaría sobre todo a los pobres.
Pero hay ejemplos en contrario; el endeudamiento de Japón que llega al 240 por ciento de su PIB no consiguió crear el poco de inflación que deseaban para el mejor funcionamiento de su economía. Y ahora el gravísimo problema que enfrenta la economía real, la productiva, es la insuficiencia de demanda que ya era crónica y ahora es muy aguda. El hecho es que sin capacidad de demanda por parte de la población no habrá recuperación económica y se pondrán en riesgo los pactos sociales que, aunque inequitativos, sustentan a los gobiernos del planeta.
Pero ya altamente endeudados surgirán otros temas de la mayor importancia. El tema de los impagos y las necesarias cancelaciones de deuda se multiplicarán. Y para los gobiernos, las empresas y las personas, para la economía real en su conjunto, la única manera de pagar será lo que se ha hecho en el pasado, de tasas de interés bajas, por debajo de la inflación. Crear dinero en abundancia ya lo hacen la mayoría de los bancos centrales del planeta.
Las elites del planeta son flexibles y pragmáticas, se adecúan; ¿lo hacen las izquierdas
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