Jorge Faljo
Pronto enfrentaremos en México fuertes presiones tendientes a agravar el deterioro de la alimentación. Según la Organización Mundial de la Alimentación entre 2001 y 2019 el número de mexicanos desnutridos, una situación compatible con el sobrepeso, subió de 3.3 a 9.2 millones. Esto hace que cada mexicano pierda, en promedio, 4.2 años de vida debido a enfermedades asociadas tales como diabetes y cardiopatías. Además, se generan incapacidades tempranas que empobrecen a las familias, tienen impactos que afectan a las siguientes generaciones y tienen un alto costo para la sociedad.
La pandemia empeoró esta situación y ahora se nos avecinan los impactos inescapables de una crisis alimentaria global que se origina en la guerra en Ucrania y en las sanciones que Estados Unidos y sus aliados europeos le han impuesto a Rusia. El problema es que la región en conflicto es llamada el granero de Europa, y de hecho del mundo, por su gran importancia en la producción para el mercado global de trigo, aceite de girasol y otros granos. Además es importante proveedora de fertilizantes y energéticos.
El problema va a empeorar en 12 a 18 meses debido a que no se puede sembrar en Ucrania y a que el alto precio de combustibles y fertilizantes obstaculizará las siembras en prácticamente todo el mundo.
Alguien que no acostumbra ser alarmista, el secretario general de las Naciones Unidas, António Guterrez, habla de hacer todo lo posible para evitar un huracán de hambruna y el colapso del sistema alimentario mundial.
Que el sistema alimentario pueda colapsarse es un hecho. Durante décadas se propició que un gran número de países elevaran su dependencia de las importaciones para alimentar a su población. El argumento es que es más barato importar que producir internamente.
Buena parte del mundo cayó en la trampa de olvidar que los alimentos son un insumo estratégico de la supervivencia y bienestar de la población y de la estabilidad social.
El año pasado México fue el principal importador de maíz del mundo, con algo más de 17 millones de toneladas; los cereales que consumimos provienen en un 54 por ciento de importaciones, así como prácticamente el total de los fertilizantes que requiere la producción agrícola convencional. El superávit agropecuario que justificaba los apoyos a la exportación y el descuido de la producción interna se redujo en un 40 por ciento.
No nos queda sino instrumentar medidas inusuales para contener el incremento de los precios de la canasta de consumo básica. Pero eso no es suficiente. Hay que atender a la raíz del problema y hacer un gran esfuerzo por incrementar la producción interna en dos vertientes paralelas: la producción de la agricultura moderna industrializada y, por otra parte, la pequeña producción convencional campesina.
Ambas enfrentarán importantes dificultades; en la agricultura moderna el encarecimiento o incluso desabasto de insumos fundamentales como combustibles y fertilizantes. En la economía campesina un problema fundamental es el acceso al mercado de una producción no competitiva.
Lo esencial será aplicar la insistente recomendación de la FAO, que nunca se atendió, de diseñar estrategias diferenciadas por tipo de productor. En lugar de ello se ha seguido una estrategia de apoyo a la agricultura moderna mientras que a la producción campesina se le recetaba lo mismo, en forma de caricatura, con la idea de que algunos pocos de estos productores podrían ser “viables”, es decir competitivos en el mercado nacional – globalizado.
Nunca funcionó esta idea, pero propició una estrategia de “desarrollo rural” basada en la distribución de algunos elementos que, como en aparador, parecen distinguir a la agricultura comercial. Y así, el estado no ha sido capaz de dar un trato apropiado a la mayoría de los productores rurales.
La muy poca asistencia técnica prestada operó como agente de productos comerciales adquiridos por el sector público de manera centralizada. Se distribuían productos que los campesinos nunca comprarían con su propio dinero, pero… dadas hasta patadas. Esta falsa modernización sembró cientos de miles de inútiles ratoncitos, que no elefantes, blancos para atender nichos del mercado sin ocuparse de lo fundamental, el acceso a la comercialización.
Reorientar con urgencia la estrategia de desarrollo rural requiere en primer lugar de una verdadera interlocución con los productores más desatendidos. Los programas públicos acostumbran generar sus propias micro organizaciones de productores con las cuales “dialogar”. Se generó así un gran entramado de falsas representaciones destinadas a fingir y evitar el dialogo.
Valga un ejemplo. En 2020 SEGALMEX formó 24 mil comités de contraloría social, cada uno de los cuales sin ninguna fuerza de negociación y enfocado en un micro segmento de su operación. Al mismo tiempo SEGALMEX y DICONSA rompieron el dialogo con la organización campesina que opera las cerca de 30 mil tiendas rurales. No es un caso aislado, sino la forma típica de operación institucional.
Hay que modificar a fondo la interlocución con los productores, sus pueblos y comunidades.
Lo fundamental de una nueva estrategia es orientarse a la reactivación de capacidades productivas que son técnicamente viables, pero no lucrativas en el mercado nacional. A los productores campesinos hay que generarles un nuevo mercado, básicamente ellos mismos, donde puedan colocar su producción. El eje de esta operación sería la distribución creciente de transferencias sociales por medio de las tiendas de Diconsa y en forma de vales para adquirir bienes de una canasta básica producidos en la localidad, la región o el país. Es decir que, a diferencia del diseño neoliberal impuesto en la administración de Salinas, las tiendas deben hacer compras locales. Lo que la población rural pide desde hace mucho.
Con la comercialización interna las transferencias adquirirían un doble papel: apoyar el consumo básico de la población más vulnerable y promover la reactivación de capacidades productivas campesinas y agroecológicas. Las actividades de productores no modernizados no son competitivas en el mercado globalizado, pero deben considerarse estratégicas para el bienestar de la población y ser objeto de una política particular.
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