Jorge Faljo
El presidente López Obrador sonó fuerte al
plantear una posible salida del tratado de libre comercio con los Estados
Unidos y Canadá por un diferendo sobre política energética: “Sí tener acceso a
ese mercado nos implica ceder soberanía, ¡no lo aceptamos! Poco después aclaró
que no habría ruptura porque no nos conviene. Tal declaración dio pie a fuertes
reacciones contra una eventual salida al grado de plantear que ese tratado no
solo ha sido exitoso sino es el elemento clave del desarrollo nacional.
No es cierto. Ni lo ha sido, ni es un elemento
clave o suficiente del desarrollo nacional. Y para analizar sus resultados
conviene abordarlo en dos niveles, el interno y el internacional.
El primer Tratado, el TLCAN entró en vigor el 1
de enero de 1994, en paralelo al levantamiento zapatista. No fue el inicio sino
la culminación de una estrategia de achicamiento del estado, apertura comercial
y desregulación de la economía. Lo primero se caracterizó por el remate o
desaparición de las empresas de propiedad pública en los sectores de la
siderurgia, telefonía, ferrocarriles, fertilizantes, aeropuertos y líneas
aéreas, reprivatización de los bancos y muchas más.
El remate de empresas, la apertura comercial y la
desregulación atrajeron fuertes inversiones externas. La mejor descripción del
periodo se encuentra en el Plan Nacional de Desarrollo 1995 – 2000, del
presidente Zedillo, donde se señala que, por ejemplo, en 1993 entraron
capitales externos por casi 7 por ciento del Producto Interno Bruto, pero el
crecimiento fue de solo 0.6 por ciento. La notable inversión externa se
concentró en la substitución del aparato productivo previo (que fue “convenientemente”
declarado obsoleto), sin que hubiera un incremento relevante de la producción.
La entrada de capitales provocó una
sobrevaluación real del peso que, sumada a la apertura generó la apariencia de
bonanza económica al mismo tiempo que un fuerte déficit en la balanza de cuenta
corriente. El fuerte incremento del consumo importado se pagaba con el remate
del patrimonio que, al extranjerizarse, generó nuevos flujos de pagos al
exterior.
Pero la fiesta duró poco. A lo largo de 1994
crecía la desconfianza empresarial sobre la continuidad de un modelo que
requería incrementar la atracción de capitales externos en un momento en que la
piñata de la privatización estaba en buena medida agotada. Quedaban el petróleo
y la tierra, pero su privatización era políticamente inviable por la
resistencia de la población.
El asesinato del candidato oficial, que se
deslindaba cada vez más del modelo, aumentó la inquietud y a pocos días del
cambio presidencial en diciembre de 1994 ocurrió lo inevitable; una fuerte fuga
de capitales encabezada por los inversionistas mexicanos.
Poco o nada significó el Tratado para contener la
fuga y la fuerte devaluación de la moneda.
Solo que paradójicamente, la devaluación generó
el mejor periodo de crecimiento económico del país en toda la existencia del
Tratado. De 1994 a 1996, en solo dos años, las exportaciones de manufacturas a
los Estados Unidos crecieron en 80 por ciento y durante varios años México fue
más competitivo que China en este rubro. Ese fenómeno insólito ocurrió en un
contexto muy adverso:
sin inversión externa ni interna relevante; sin
financiamiento a la producción; con las cadenas productivas dislocadas por la
reducción de las importaciones.
Todo en contra pero con algo a favor, una
verdadera riqueza oculta. Banco de México explicaría más adelante que se habían
reactivado capacidades subutilizadas que substituyeron masivamente a las
importaciones encarecidas al grado de poder exportar con mayor componente de
producción nacional.
Pero esa ruta se cerró en pocos años. Zedillo
prometió al inicio de su administración que no permitiría la revaluación del
peso. Pero el Tratado había cedido la soberanía en cuanto a las transacciones
financieras y a final de cuentas no quiso o no pudo cumplir su promesa. En
adelante el gobierno presumiría, en lugar de controlar, la entrada de capitales
volátiles que revaluaron la moneda y le restaron competitividad a la producción
nacional.
En adelante se competiría tan solo con base en
salarios de hambre, trabajo esclavo.
La evolución de los salarios reales de los años
ochenta a la fecha es una de las historias más dramáticas. El salario mínimo
perdió casi el 80 por ciento de su capacidad adquisitiva. Un deterioro que el
presidente subraya de manera peculiar al decir que hace 25 años el salario
mínimo permitía comprar 50 kilos de tortillas y en 2018 únicamente 6 kilos.
Lo ocurrido en el medio rural fue peor. Apertura,
peso fuerte y abandono del campo se tradujeron en la expulsión de millones de
mexicanos del medio rural y del país. Lo que paradójicamente terminó
convirtiéndose en un pilar del modelo por la importancia de las remesas que
envían los trabajadores en el exterior a sus familiares.
De los noventas para acá México perdió la
posibilidad de una ruta de industrialización soberana, sustentada en un mercado
interno fuerte y competitiva en el comercio globalizado. Para ello se requería
un Estado fuerte en lo económico y en sus capacidades rectoras. La prueba de
que era y aún es posible, es China.
Lo que nos lleva a la segunda vertiente de
análisis; el plano internacional.
A lo largo de la vigencia del Tratado las
economías de los tres países firmantes se han integrado… con China, con la que
tienen fuertes déficits comerciales y es la proveedora industrial del planeta.
Las inversiones productivas norteamericanas que el Tratado le prometía a México
se fueron en su mayoría a China. Todo ello sin que China fuera parte del TLCAN.
En el plano interno durante la vigencia del TLCAN
los mexicanos se empobrecieron… o emigraron y el país se convirtió en
maquilador de partes chinas. En el internacional los tres países han tenido una
integración de caricatura, con ejemplos de éxito aislados.
El Tratado, TLCAN / TMEC ha sido un fracaso. No
fue el eje de un modelo de desarrollo definido internamente sino lo contrario,
dejó en manos del exterior y del mercado la conducción de la vida nacional.
Entretanto un Estado minimizado se ha dedicado a ver los toros desde la
barrera.
¿Conviene salirse del Tratado? No. Abandonarlo
como patada de ahogado no construye nada.
Necesitamos redefinir una estrategia económica
orientada a superar la inequidad, fortalecer las capacidades del estado,
abrirnos una nueva ruta de industrialización y desarrollo rural. El
distanciamiento entre Estados Unidos y China abre oportunidades para
replantearnos la relación con el exterior.
Hay que evolucionar de un Tratado que nos manipula,
para reconfigurarlo como componente subordinado del modelo de desarrollo
nacional. Sin espejitos ni bisutería.
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