Faljoritmo
Jorge Faljo
La iniciativa privada norteamericana ha construido un mecanismo de justicia privada, exitoso desde su punto de vista, y en plena expansión. Este es ahora la base conceptual para crear un mecanismo internacional de resolución de conflictos que pone en riesgo la capacidad futura de nuestro país para tomar decisiones democráticas y soberanas. Por ello conviene entender cómo funciona el que ya está en operación.
Imagine que tiene un conflicto laboral y lo despiden, o que su hijo tuvo un accidente en la escuela y Ud. le demanda una compensación, o que el auto que compró le salió defectuoso y quiere devolverlo. Lo sorprendente es que pudiera darse el caso de que estos problemas tengan que arreglarse mediante los servicios de un tribunal privado que, por ejemplo, tome sus decisiones de acuerdo a la Biblia y los “valores cristianos”. Esto ¿es posible? Pues si… en los Estados Unidos.
Allá se expande el arbitraje privado, acordado entre las partes, para resolver todo tipo de conflictos. Laborales y comerciales; pequeños y grandes.
Habría que decir que el arbitraje privado, no necesariamente cristiano sino de todo tipo, tiene importantes atractivos respecto de los tribunales de la justicia institucional. El arbitraje privado puede ser más rápido y más barato si se logra emplear menos tiempo de abogados caros.
En su planteamiento ideal el arbitraje privado, independiente, objetivo e imparcial, puede ser más “humano” y, en lugar de exacerbar el conflicto puede priorizar la conciliación de intereses y acercar a las partes a una solución aceptable para todos. Dicen que más vale un mal acuerdo que un buen pleito.
Pero la realidad puede no responder a estos ideales. El arbitraje privado se implanta en las “letras chiquitas” de los contratos laborales, de servicios y comerciales, que mucha gente firma casi sin darse cuenta o pensando que no tiene mayor importancia. Hasta que la tiene.
Son clausulas por las que el nuevo trabajador, o el consumidor, aceptan renunciar a su derecho a demandar por las vías legales institucionales y, en cambio aceptan un mecanismo de arbitraje propuesto por el patrón o por la empresa proveedora.
Además este arbitraje opera en el secreto; no revela sus procedimientos y resultados. Es común que las mismas cláusulas que lo imponen establezcan la prohibición de revelar sus formas de operar y sus resultados.
El caso es que en este sistema el individuo renuncia, de manera supuestamente voluntaria, a la protección de la justicia institucional para someterse a un esquema alternativo, privado y que esto ocurre de manera aceptada y reforzada por el sistema legal institucional.
Pero en realidad se trata de un sistema forzado. El trabajador que necesita un empleo tendrá que aceptar esas cláusulas o simplemente no entrar a trabajar; el consumidor enfrenta machotes de contrato que incluyen esa condición y los firma sin darse bien cuenta de lo que significa en cuanto a renuncia a sus derechos.
En paralelo se ha expandido la oferta de servicios de arbitraje privado; los puede ofrecer una cámara de comercio, un grupo evangélico, un despacho de abogados o un emprendedor que sabe entrarle a este sector de negocios. Lo importante es que a final de cuentas son las empresas o instituciones y no los particulares los que determinan la selección del tipo de arbitraje seleccionado. Podemos decir que ellas compran el servicio que resolverá el conflicto entre ellas y sus clientes, o empleados.
De lo anterior se desprende lo que muchos sospechan, que el sistema de arbitraje supuestamente neutro e imparcial, tiene el interés de fondo de ser competitivo en este mercado y por ello tiende a favorecer a los que deciden su contratación.
A estas alturas, si tengo la suerte de que me sigan leyendo, el lector debe pensar ¿y a mí que me importa? Sin embargo nos importa porque este sistema paralegal de arbitraje privado se está introduciendo en los acuerdos entre países para el arreglo de conflictos entre empresas y gobiernos.
Esa es la forma de resolución de conflictos que propone el Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica. Muchos señalan que con un lenguaje leguleyo, difícil de interpretar, se ha diseñado un esquema en el que las empresas extranjeras podrán demandar a gobiernos nacionales por cualquier decisión que les implique no obtener las ganancias que habían proyectado. De ese modo se hace irreversible la apertura mercantil, la libertad de flujos financieros y cualquier intento de regulación interna que afecte los intereses de las grandes transnacionales.
Stiglitz, el premio nobel de economía, señala que bajo este tipo de acuerdo no sería posible, o tendría muy alto costo, prohibir hoy en día el uso del asbesto porque la empresa afectada demandaría ser indemnizada ante un arbitraje privado.
Una pregunta de fondo es si acaso nuestro gobierno tiene la facultad de someterse y someter a futuros gobiernos a este tipo de mecanismo de decisión. Es una decisión que vulnera la posibilidad de que en el futuro el congreso emita leyes que afecten los intereses de las transnacionales, cada vez más poderosas y capaces de meter al país en costosos enredos legales.
Me parece que el congreso debería legislar para impedir que sus futuras decisiones puedan ser rebatidas fuera del marco de las leyes e instituciones nacionales. Es una condición esencial del funcionamiento democrático y de las posibilidades del Estado para proteger los derechos de la población. Por eso lo mejor es cerrar la puerta a esa posibilidad.
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