domingo, 15 de mayo de 2016

¿Una asonada democrática?

Faljoritmo

Jorge Faljo
Dilma Roussef, presidente de Brasil hasta el miércoles pasado, acaba de ser suspendida en su cargo por el congreso de su país. Supuestamente la suspensión es por seis meses para en ese tiempo hacerle un juicio político por irregularidades en la presentación de la contabilidad gubernamental.

Brasil enfrenta serios escándalos de corrupción, una grave crisis económica y ahora una crisis política que divide profundamente a los brasileños. La televisión, el radio y los periódicos, monopolios privados, han conducido un fuerte y constante ataque a la anterior presidente al que en los últimos meses se sumó el poder legislativo.

En 2014 se descubrió una amplia red de corrupción en torno a la empresa estatal Petrobras. Su esquema de contratación se basaba en sobornos a cambio de contratos a precios muy alzados. De entonces a la fecha más de 100 funcionarios y directivos privados han sido encarcelados y la investigación continúa su marcha involucrando a cada vez más personas, buena parte de ellos funcionarios y congresistas.

Formalmente la directora general de la estatal era la presidente de la república y muchos señalan su responsabilidad. Sin embargo no se ha encontrado ningún indicio de su participación en la red de corrupción o de enriquecimiento ilícito, incluyendo transferencias al exterior.

Se le destituye entonces en base a una acusación menor. Se la acusa de un mal manejo contable en la presentación de las cifras presupuestales para disimular un déficit fiscal mayor al aceptado oficialmente. Más concretamente podría haber empleado fondos de bancos estatales para financiar programas públicos, lo que no está permitido por la ley. Se trata no obstante de una práctica que en el pasado no dio lugar a mayor problema y ante esto, la suspensión parece desproporcionada.

La opinión generalizada es que el trasfondo del asunto son diferencias políticas y de otro tipo que derivaron en buscar pretextos para destituirla. Incluso el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro, negó que haya una acusación “bien fundada” en su contra. Algunos consideran que es como destituir a un funcionario por pasarse un alto.

Para Dilma y sus partidarios se trata de un golpe de estado en la medida en que no hay un caso de corrupción o de verdadero crimen de estado. Y cabe explorar dos opciones principales para explicarlo.

El asunto central es el del combate a la corrupción, pero no del modo en que podríamos pensarlo a primera vista. En 2013 Dilma impulsó y consiguió promulgar una Ley Anticorrupción y otra Ley de Organizaciones Criminales que fueron las que hicieron posible destapar el escándalo de Petrobras y llevar la investigación y los castigos a toda la red de corrupción pública y privada. Dilma llego a vetar los intentos de suavizarla y le impuso la mayor dureza posible.

Hoy en día de los 513 diputados más de 300 están acusados de corrupción así como buena parte de los senadores. Es decir que sus acusadores no tienen las manos limpias.

El líder de la cámara de diputados, Eduardo Cunha, que orquestó la caída de la presidente, acaba de ser suspendido por la Suprema Corte por obstrucción de la justicia, y es acusado de cinco millones de dólares en sobornos que ocultó en cuentas secretas en Suiza. El líder del senado, Renan Calheros, otro fuerte impulsor de la destitución, se encuentra sujeto a 11 investigaciones criminales, nueve de ellas relacionadas con los sobornos de Petrobras.

El nuevo presidente de Brasil, Michel Temer, acaba de ser condenado por pasar el límite de donaciones electorales y podría ser impedido de presentarse a un nuevo cargo de elección popular. Un motivo más para que se opusiera a convocar a nuevas elecciones en caso de la destitución definitiva de Dilma. De los 22 ministros que acaba de nombrar en su nuevo gabinete siete están siendo investigados por corrupción.

También se critica a su gabinete por ser todos blancos, hombres y muchos de ellos multimillonarios destacados. Eso en un país donde la mayoría no es blanca, en el que ya había una presencia relevante de mujeres en puestos de primer nivel y donde existe una fuerte inequidad.

Es una elite que dirige la economía y los medios de comunicación y que le tiene un profundo rencor a Dilma. Las razones son varias. Durante años el gasto público en programas sociales mejoró la situación de millones de brasileños en pobreza extrema. Una reciente investigación de los métodos de tortura de gobiernos anteriores concluyó en recomendar que se castigue a los torturadores sin aceptar anteriores indultos. Hizo que la mitad de los ingresos a universidades públicas se reservaran para negros y mulatos, que son el 75 por ciento de la población.

Todo apunta a que Dilma Roussef provocó el enojo de las elites desde hace mucho tiempo. Pero tenía de su lado a una gran mayoría de la población mientras fueron épocas de abundancia de ingresos públicos derivados del petróleo y de las exportaciones de productos agropecuarios y mineros a buen precio.

Sin embargo la brutal caída del precio del petróleo redujo los ingresos del estado y obligó al recorte de los gastos sociales, y la baja de los ingresos por exportaciones devaluó la moneda creando presiones inflacionarias que afectan a la población.

Así que mientras las elites castigan a Dilma por su política social; el pueblo la abandona debido a la crisis económica. Los medios de comunicación han sido decisivos en crear un chivo expiatorio de los problemas del país tergiversando el problema de la corrupción y de la economía.

Dejan mucho que pensar los casos de gobiernos de orientación popular, exitosos cuando el contexto externo les es favorable, pero que no alteran el paradigma neoliberal del desarrollo. No aprovechan esos buenos tiempos para crear una estructura productiva menos dependiente del exterior y una democracia más fuerte. Cuando llegan los malos tiempos sucumben y la población sufre doblemente; por un lado la crisis inevitable y por otro la imposición de estrategias de austeridad antipopulares.

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