Jorge Faljo
La impresión inmediata después del pasado terremoto fue, en la perspectiva de la Ciudad de México, de alivio y asombro. El movimiento parecía interminable y estuvo fuerte; fue un buen susto y para los que tenemos la suficiente edad la comparación con el temblor de 1985 era inevitable. En aquel entonces hubo miles de muertos y centenares de construcciones derruidas en la capital. Así que la pregunta del día siguiente era ¿Cómo es que la destrucción fue mínima? Parecía que no había pasado nada. Después veríamos lo equivocados que estábamos.
Aunque la capital se salvó del desastre este fue mayúsculo y concentrado en las zonas más vulnerables del país y de la sociedad mexicana: Chiapas y Oaxaca. Pronto empezaron a llegar noticias cada vez peores y que se iban acumulando. Casi cien muertos, ochenta mil casas con daños importantes, más de mil trescientos planteles escolares destruidos, daños a la infraestructura, a los lugares de trabajo, a centros de salud, edificios públicos y demás. Sin embargo día con día, conforme llegan noticias de los lugares más apartados se incrementan las cifras. Se habla de ocho cientos mil damnificados en Oaxaca y millón y medio en Chiapas.
Impresiona el video de una construcción de dos pisos que empieza a crujir y finalmente se desploma cuando a simple vista parecía en buen estado. Entonces la duda, ¿Cómo estarán las de a los lados? Son cientos de miles los que o no tienen casa o no se atreven a entrar a ellas por los daños evidentes. Les falta además agua, alimentos, artículos de limpieza, ropa y más.
Los canales para enviar ayuda son muchos y la ayuda surge de todos lados. Por mi parte preferí hacer un donativo a la cuenta de la Cruz Roja pensando que es uno de las instituciones más experimentadas en ayuda inmediata. Pero la respuesta ciudadana no basta.
Los damnificados y el resto del país esperamos que sea el gobierno, el federal y los estatales sobre todo, los que cumplan con su responsabilidad para con los mexicanos. Lo esperamos, pero no sabemos si podrán hacerlo en la magnitud y con la urgencia que impone la situación. No tenemos un gobierno cercano a la población, no es ágil en su actuación, y una y otra vez ha mostrado que más que apoyar desconfía de las organizaciones populares.
Peña Nieto pidió a los damnificados no permitir que alguien quiera lucrar con la emergencia, cabría suponer que no se refiere a la solidaridad de muchos, sino a las mañas de los funcionarios públicos. El Paso Express, Oderbrecht, los desvíos a través de universidades nos señalan no solo que la podredumbre existe, sino la terrible impunidad en que nos movemos. Pero tiene razón, solo la propia población vigilante puede hacer que la ayuda inmediata y la reconstrucción posterior sean efectivas.
La experiencia del temblor del 85 señala que el esfuerzo tendrá que ser notable y prolongado. No es admisible que estas heridas dejen una cicatriz permanente en un sureste que ya se caracteriza por la exclusión económica y social.
Lo que se requiere de inmediato es el abasto externo que proporcione a la población lo necesario para la supervivencia y para no sufrir más daños a su salud física y emocional. Esto es vital pero es solo el principio de la tarea.
Una siguiente etapa, que debe comenzar pronto pero durará más tiempo, es la reconstrucción. No se trata meramente de reponer infraestructura, construcciones y viviendas. De fijarse solo en las apariencias se podría caer en la tentación de una compostura implantada desde fuera y haciendo a un lado a la población. Sería la opción más atractiva para hacer del desastre un gran negocio, pero no reconstruiría las vidas y las comunidades.
Peña Nieto ofreció un programa de empleo temporal. Es una buena medida si se orienta a que la propia población organizada repare sus viviendas, la infraestructura, las escuelas, sus propios talleres y centros de trabajo. El bajo, aunque siempre lamentable número de muertos, apunta a la nobleza de los materiales locales, adobe por ejemplo, como elementos de construcción.
Entre la ayuda inmediata y la reconstrucción debe marcarse una diferencia fundamental. Lo inmediato viene de fuera. La reconstrucción debe enfatizar recuperar las capacidades locales para el mayor auto abasto posible de agua, alimentos, materiales de construcción, muebles y enseres del hogar, ropa y demás.
Hablamos del sureste, de la región del país que más ha sufrido los embates del modelo neoliberal en el que el país dejó de consumir lo propio para preferir lo importado. Donde el norte dejó de comprarle al sur. Donde la apertura de los mercados y las importaciones inutilizaron buena parte de la producción convencional, la del sector social, y la de la pequeña producción. Donde gran parte de la producción perdió su mercado.
Una reconstrucción importada, ajena a la población, es inviable y ahondaría el problema de la exclusión de fondo de la población. Por eso se requiere ir más allá de la reconstrucción para plantearla como un esfuerzo de inclusión social y productiva que, a menor costo, tenga efectos masivos y duraderos.
Tomemos por ejemplo la idea presidencial del empleo temporal. Será una manera inmediata de distribuir ingresos y capacidad de consumo. Ir más allá será que estos ingresos se asocien en lo posible, pero de manera creciente, al consumo de productos locales y regionales. Podría hacerse mediante cupones para el consumo en las tiendas Diconsa que, a su vez procurarían un máximo de adquisiciones provenientes de la producción popular local, regional y nacional. Eso haría que el empleo temporal en la reconstrucción genere empleo en otras actividades productivas.
La globalización ha inutilizado gran parte de las capacidades productivas populares debido a que creo un mercado basado en super tiendas en las que no tiene entrada la pequeña producción. Pero no olvidemos que los pueblos del sureste aún tienen la capacidad de producir prácticamente todo lo que necesitan para vivir bien. Recuperar y expandir esas capacidades como eje de la reconstrucción es sobre todo un asunto de crearles el mercado apropiado, donde puedan distribuir e intercambiar estos bienes.
Sería un error ver a los damnificados simplemente como pobres inertes a los que se ayuda convirtiéndolos en consumidores de productos externos. Eso crearía una dependencia permanente. Lo necesario es apoyarlos en toda su dignidad de productores capaces de generar en su conjunto casi toda la canasta de consumo que requieren. Esa reconstrucción es posible.
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