Jorge Faljo
Bajamos lo más aprisa posible mientras las escaleras daban bandazos; atrás de mí una compañera del trabajo rezaba a gritos. Dos pisos interminables en los que el piso parecía esquivar los pies. En el primer tramo levanté un zapato de tacón y al siguiente, siempre en la escalera, encontré el segundo. Más tarde pensé que los había levantado porque eran peligrosos para todos los que bajábamos. Pero en realidad no sé si lo pensé; todo había sido instintivo.
Corrimos a los primeros gritos e instantes después sonó la alarma. Minutos más tarde lo lógico fue buscar a la dueña de los zapatos. Un par de damas descalzas me mostraron sus zapatos en las manos; la tercera, una dama joven, resultó ser la propietaria.
Al recorrer la explanada vi algunos compañeros, hombres y mujeres, que salieron bien aunque todos muy asustados, pero que solo minutos después empezaron a presentar fuertes ataques de angustia. Me recordó cuando uno sufre una fuerte herida y no la siente, debido a la excitación del momento, adrenalina, le dicen. También cuando fallece alguien muy querido, al principio uno se encuentra en un estado de incomprensión, de incredulidad. Son horas, o días, después que uno adquiere conciencia de lo ocurrido.
A veces tarda en doler. Así siento estos terremotos; así creo que los siente la sociedad; apenas empieza a doler.
La reacción humana, instintiva, es ayudarnos unos a otros. Resolver la emergencia inmediata, rescatar de entre los escombros a los más posibles, distribuir agua y comida. Que los evacuados encuentren albergue. El costo material y emocional es enorme.
El paso de la reacción inmediata a la reconstrucción bien pensada va a ser doloroso porque estas desgracias no ocurren en un cuerpo social sano, sino profundamente dañado por la corrupción, la inequidad y una estrategia económica que inutiliza las capacidades de la mayoría para colocarlos en la categoría de pobres inermes y necesitados.
Salir adelante va a requerir cambios de fondo, la sociedad lo sabe y lo empieza a exigir. Los daños del terremoto son también una radiografía de nuestros males.
Más de dos mil edificios están dañados en el centro del país; entre doscientos y quinientos deberán ser derruidos. De acuerdo a ingenieros expertos los edificios construidos de acuerdo a las normas posteriores al sismo de 1985 no debieron fallar. Los indicios de corrupción privada, solapada por corrupción pública, en la construcción son muchos. Sería el caso del colegio Rebsamen, un punto donde se concentró la desgracia con la muerte de 19 niños y seis adultos.
Una primera y fuerte exigencia social es determinar si los edificios caídos, los dañados, y en general los construidos en los últimos años cumplen plenamente el reglamento de construcción de 1985. De no ser así habría que castigar la corrupción que lo permitió. Si cumplen con las normas y se dañaron entonces estas necesitan ser revisadas.
El montaje televisivo de la niña inexistente nos recuerda que los medios están al servicio de sus “ratings” y sus ganancias y no al de la información objetiva y la reflexión experta. Desde la esfera mediática se lanzan ahora campañas contra partidos y representantes populares, que efectivamente deben ser revisados y corregidos para recrearlos como espacios democráticos. Pero la campaña privada es interesada; critica a los que no les dan moche y busca darse baños de pureza.
Nos deja estupefactos la rapiña de los gobiernos estatales, en particular el de Morelos, en su apropiamiento ilegal de las donaciones de la ciudadanía. Sobre todo cuando muchos buscamos canalizar nuestra ayuda precisamente fuera de los canales públicos y de algunas fundaciones privadas que buscan lavarle la cara a sus empresas mediáticas o financieras.
Para poner el dedo en la llaga tenemos que apuntar que vivimos en un paraíso fiscal corrupto donde los grandes consorcios y los milmillonarios pagan impuestos de risa. La captación fiscal en México es de bastante menos de la mitad que el promedio que captan los países de la OCDE. La riqueza petrolera permitía que los muy ricos no pagaran; ese modelo se acabó con la caída del precio del petróleo y la venta de garaje del patrimonio nacional.
Ahora esta desgracia en marcha obliga a repensar no en una solución basada en donativos, que son valiosos, sino en una verdadera contribución responsable de los grandes patrimonios privados.
La reconstrucción nacional es casi imposible en un país que acusó de paternalismo a su pequeña y mediana empresa, a su industria y a la producción agropecuaria destinada al consumo interno. Hubo que destruirla para darle campo libre, mercado libre digamos, a la producción transnacional.
El mundo ha cambiado y estos terremotos obligan a cuestionar la desintegración interna entre producción y consumo. ¿Vamos a reconstruir con herramientas y tornillos importados? ¿Con granos, incluyendo maíz transgénico, importados?
No, lo que se requiere es privilegiar el trabajo y la producción de los mexicanos. De la ingeniería del mercado transnacional debemos pasar a una estrategia de mercado interno donde la prioridad sea la eficiencia en la movilización de nuestras propias capacidades, que son muchas.
Bienvenido ahora el terremoto político que desde la movilización social empieza a cuestionar a la corrupción criminal, la ausencia de un estado paternalista y eficaz, la rapiña de algunos gobiernos estatales, los sesgos del monopolio mediático, la venta país, y el privilegio a lo importado sobre lo que podemos producir nosotros.
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