Jorge Faljo
Las crisis ocurren cuando ya no se puede, aunque se quiera, seguir por el mismo camino. Cuando las circunstancias imponen un cambio fuerte. En el uso habitual crisis es un golpe, una transición difícil, incluso traumática. Algo que sería mejor evitar; si pudiéramos.
Lamento traer malas noticias, porque a nadie le gustan las crisis y estoy convencido de que las circunstancias conducen a una crisis inevitable. Lo que no tiene que ver con la elección de un determinado candidato presidencial.
El mejor paralelismo es lo ocurrido en las elecciones y el cambio de administración de 1994. Durante la contienda electoral de ese año se indujo el miedo en la población afirmando que si ganaba el candidato de oposición habría fuga de capitales y devaluación; es decir, crisis. En cambio el candidato “oficial”, Zedillo, garantizaba, según la propaganda dominante, la estabilidad.
El mensaje pesó en el ánimo de la gente y seguramente contribuyó a la victoria del candidato de la continuidad, al que, apenas entrado en funciones, se le vino encima una de las peores crisis que hemos conocido en México. Lo escribo así, como algo que le ocurrió, porque de ninguna manera fue su decisión personal, sino el resultado inevitable de circunstancias heredadas.
Ya entrados en crisis, en 1994 – 1995, lo relevante fueron dos cosas. La primera es quien cargaría con la culpa. Afortunadamente el pueblo decidió que esta era la cruda, la resaca, de seis años de una modernidad de utilería. Decisión política que le permitió al nuevo presidente gobernar. Lo segundo fue la estrategia para enfrentar la crisis; tema que no desarrollaré en este momento.
La situación actual del país tiene algunas similitudes en lo general, y grandes diferencias en lo particular, con aquella de 1994. Hay que esperar lo mejor, pero prepararse para lo peor. Un asunto que parece superficial es ¿Quién cargará con la culpa? No me refiero a las causas reales sino a la reacción de la sociedad y de los medios. Esto no es un asunto menor porque esa percepción incidirá en la conducción del país.
En caso de crisis lo fundamental es la estrategia para enfrentarla. Una posibilidad es salir del tropezón para seguir el mismo camino; la otra es salir hacia otro modelo de desarrollo. Planteado de este modo la crisis puede ser vista como oportunidad de transformación.
¿Por qué crisis?
Porque de manera crónica hemos estado comprando más de lo que vendemos y para sostener ese ritmo, y un peso fuerte como moneda, se han vendido empresas y se ha endeudado al país. Ahora el pago de dividendos e intereses al exterior se suma al déficit de la balanza de bienes y servicios y para equilibrarlos se requieren montos importantes de entradas de dólares. Básicamente tenemos tres fuentes de recursos:
La más estable e importante son las remesas que envían los trabajadores mexicanos en el exterior. Estas se han fortalecido recientemente por el temor de que Trump las obstaculice más adelante.
Una segunda entrada, de la mayor importancia en las últimas décadas ha sido la entrada de inversión directa. Pero tiende a debilitarse por dos motivos. Uno es que el país ya vendió lo de mayor interés: banca, siderurgia, químicos, cerveza y otros alcoholes. Lo último, la joya de la propiedad pública, el petróleo, se vendió en pésimas condiciones, y vendemos el control de la energía eléctrica en pedacitos. Este segundo motivo augura mayor caída de la inversión directa por la creciente incertidumbre respecto a la relación comercial con los Estados Unidos.
La tercera gran entrada, la de inversiones especulativas, se ha venido al suelo. La baja de impuestos y el alza de la tasa de interés en los Estados Unidos crea condiciones favorables a la salida de capitales financieros de México. Aquí se compensa cuando Banxico eleva la tasa de interés, pero esto parece insuficiente y además genera problemas a las empresas y los consumidores.
En suma, el modelo económico mexicano ha funcionado, no muy bien que digamos, gracias a fuentes de financiamiento externas que le son indispensables para mantener un peso sobrevaluado, importar bienes artificialmente abaratados, hacer inversión productiva, pagar dividendos e intereses.
Colocados en la perspectiva de prepararnos para lo peor cabría pensar en la posibilidad de una fuga de capitales. Esto se debe a que los inversionistas especulativos tienen un comportamiento de manada; otean el aire, miran de reojo a sus similares y tratan de adelantarse a lo que piensan que harán los otros. Todo lo demás no importa.
Ese comportamiento de manada se dio en 1994. Los inversionistas financieros mexicanos encabezaron una fuga de capitales que tomó por sorpresa a los inversionistas extranjeros. Había una doble interpretación de la situación. Los extranjeros creyeron las declaraciones oficiales; los grandes inversionistas mexicanos no confiaron en su propio candidato ganador, ya convertido en presidente.
Aceleradamente, antes de lo que quisiera esta administración, se hacen evidentes las debilidades de un modelo fracasado. Prometer estabilidad es ilusorio, no solo por las tendencias de fondo de la economía sino, incluso más, porque la estabilidad depende de un pequeño número de mexicanos acostumbrados a enormes privilegios y a los movimientos especulativos.
Más que pedir una estabilidad que ya es imposible, habrá que ir pensando en cómo enfrentar la crisis que viene. Gane quien gane.
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