Jorge Faljo
En el artículo de la semana pasada comenté que la próxima administración de SAGARPA empezaría por tirar a la basura sus actuales reglas de operación. Muy bien. Esto porque el fracaso de la política agropecuaria, además de las de reforestación, de protección ambiental y el conjunto de las políticas de desarrollo social se explican por sus malas estrategias de operación.
No siempre fueron tan malas. La actual situación se remonta a principios de este siglo cuando la entonces nueva administración panista, con una gran desconfianza de la burocracia que heredaba. Su diagnóstico implícito fue que la relación entre burocracia y organizaciones, ambas consideradas priistas y antagónicas, constituían un fuerte riesgo político. Por ello se propuso limitar los contactos directos entre el personal medio y operativo con grupos, organizaciones, ejidos, comunidades y demás.
Para ello adelgazó la burocracia, en particular los puestos de contacto directo con la sociedad, restringió los gastos de salida a campo (gasolina, viáticos y demás), colocó la asignación de recursos de desarrollo social en concursos en internet y una red de intermediarios privados que jamás se alejó de las carreteras, y creó una intrincada normatividad que impedía cualquier aplicación del criterio profesional de un mando medio en la asignación de recursos. La contraloría pasaría a vigilar el estricto cumplimiento de rituales burocráticos sin ocuparse del cumplimiento de objetivos, del desempeño y de la eficacia del gasto.
Hasta aquí el recuento de mi artículo anterior. Sin embargo, se quedaron un par de cosas en el tintero que quisiera añadir.
Una de ellas es la política de ciudadanización de la atención pública. Esta se aplicó de manera tal que solo se atendían las solicitudes, peticiones, quejas y demás planteados por el directamente afectado. Con ello se invalidó la mayoría de las formas de representación social.
Por ejemplo: Un comisario ejidal del sureste me explicó que él no podía interceder cuando algunas señoras dejaron de recibir la asignación del programa Oportunidades (más tarde Prospera) porque en la oficina correspondiente señalaban que no era el ciudadano afectado. Para este y otros trámites debían acudir, a las oficinas municipales, y las más de las veces a las ubicadas en la capital del estado. Pero resulta que en general los beneficiarios y otros interesados en los programas de desarrollo no tienen el tiempo y los recursos para los gastos de viaje, comidas y demás, y si logran presentarse en las oficinas son fácilmente manejables y se sujetan a dilación burocrática en el mejor de los casos.
De ahí que ciudadanizar fuera en realidad romper el contacto y desprestigiar a las autoridades ejidales, comunitarias y sociales.
Cierto que en las comunidades se aparecían agentes usualmente llamados técnicos que hablaban de esos programas, recogían información y llenaban formularios. Pero estos eran, y son, en realidad agentes privados con funciones limitadas, al servicio de la burocracia, pero no de transmitir las inquietudes de la gente.
Se me puede criticar diciendo que si se establecen relaciones entre las instituciones y programas y grupos organizados. Cierto. Pero son en general grupos y organizaciones a modo; creados específicamente para interactuar con un programa.
De hecho, los programas sociales generan una enorme cantidad de organizaciones. Cada programa junta 10 o 20 beneficiarios y los declara organización y es con sus integrantes, estrictamente beneficiarios directos, con los que se va a comunicar en el futuro. De este modo se brincan a las formas de representación históricas, tradicionales o de auténtica raigambre social.
Es mucho más fácil operar los programas públicos con organizaciones hechizas y a modo, que tratar con verdaderas representaciones del interés colectivo de la comunidad, el ejido, el pueblo o el grupo indígena. Además, como solo entran los beneficiarios, y estos por poco y mal que se les de algún recurso, siempre son agradecidos.
Sea a propósito o no, esta estrategia imprime en cada localidad la desorganización propia de múltiples programas que llegan sin una visión integral de los intereses de la población. Al armar grupúsculos de beneficiarios introducen en la comunidad diferencias, rivalidades, desconfianzas y envidias. Es decir que el sector público con sus programas genera activamente deterioro de la cohesión social.
Valgan dos anécdotas. En alguna comunidad después de una tormenta varias familias acudieron a reparar el tejado de una vecina, pero no de otra. El motivo es que la segunda recibía dinero del gobierno, por lo tanto, que se las arregle como pueda.
La segunda anécdota es la de una señora que en los alrededores de Cuetzalan, Puebla, comentó que ella se salió del programa Oportunidades y perdió el apoyo correspondiente. Al preguntarle el motivo me dijo, para mi sorpresa, que lo hizo porque la nombraron representante del programa en su localidad. Como no entendí me explicó que si era representante tendría que asignarles tareas a las demás, las calles, lavarle la ropa a la enfermera de la clínica, recordarles que fueran a las juntas de información y cosas por el estilo. Si hacía eso perdería a sus amigas; así que mejor renunció.
Lo cuento para señalar que las organizaciones a modo, sin raíz local y creadas por los programas, tienden a operar de manera vertical como representantes burocráticos y no como medios democráticos de participación social.
El deterioro de la cohesión social y la dispersión organizacional generada por los programas públicos en el medio rural crea las condiciones del fracaso de esos programas. Impide un verdadero dialogo con la población y evita enfoques integrales para tomar decisiones de conjunto e instrumentarlas.
¿Resultados? La reforestación es un éxito, pero avanza la desertificación. Prospera es excelente, pero 20 millones de mexicanos no acceden a una nutrición suficiente y adecuada. El gasto en desarrollo rural es fuerte pero la mitad de la población es pobre. El gasto en fomento agropecuario supera el promedio latinoamericano, pero importamos el 40 por ciento de los granos básicos. Abundan las organizaciones, pero crece la ingobernabilidad y la violencia.
La oferta social, económica y de pacificación de la próxima administración federal demanda dejar atrás esta manera de operar de los programas públicos y restablecer el dialogo, respetar los verdaderos mecanismos de participación y rendir cuentas hacia la población vulnerable de este país.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
sábado, 28 de julio de 2018
domingo, 22 de julio de 2018
A la basura la reforma administrativa prianista
Jorge Faljo
Víctor Villalobos, propuesto por AMLO para dirigir la SAGARPA, dice que empezará por tirar a la basura las actuales reglas de operación. Esto, se entiende, para crear otras nuevas.
Conviene remontarnos al origen de las actuales normas que rigen la operación, no solo de SAGARPA, sino de plano de toda la administración pública. Para saber qué rumbo tomar, debemos saber de dónde partimos.
Con el cambio de administración de principios de este siglo, panistas y personajes provenientes del sector privado llegaron con la espada desenvainada a la cúpula de cada una de las secretarías, organismos y entidades gubernamentales. Los enemigos eran… sus empleados; su personal medio y operativo al que, velada o abiertamente, acusaban de priistas y corruptos. Los nuevos jefazos no confiaban en su propia estructura burocrática pero tampoco podían simplemente echarla a la calle. Así que había que controlarla.
Es desde esta situación que se instrumenta, a la chita callando, de manera sigilosa y disimulada, una profunda reforma administrativa cuya expresión más dura se dio en las entidades y programas de mayor contacto ciudadano.
¿Cuál fue el sentido de la reforma administrativa foxista? En primer lugar el adelgazamiento del Estado, la centralización de la asignación de recursos por concurso y el cambio normativo sin consulta.
Lo primero fue disminuir al personal. Mediante campañas de “retiro voluntario” se promovieron las renuncias y las vacantes desaparecían, en lugar de recontratar personal. Este esquema levantó protestas de las entidades porque todo dependía de los que decidían renunciar. Lo que llevo a la creación errática y aleatoria de “agujeros” en las estructuras administrativas. Esencialmente se debilitó a la operación institucional. Lo cual en el fondo era coherente con la filosofía de reducir y debilitar al Estado.
En otros casos la reducción de personal llevó a la desaparición completa de áreas y tipos de personal. Por ejemplo, los promotores de programas de desarrollo rural, social y ambiental; es decir los de contacto directo con la población. El extensionismo rural, apoyar con personal en campo el mejoramiento tecnológico y el acceso a servicios, se redujo significativamente.
Uno de los objetivos de la reforma foxista fue impedir que el personal operativo y medio, de contacto directo con grupos, comunidades y organizaciones de la población pudiera determinar el destino de los recursos. Toda forma de organización era vista como priista y todo contacto con ellas era sospechoso de una especie de colusión política o de corrupción.
No diré que se trataba de percepciones totalmente infundadas. Pero sí que el esfuerzo de cortar la comunicación, y la asignación de apoyos y recursos por parte del personal operativo en contacto con grupos sociales, se tradujo en creciente incomunicación. Se tiró al niño junto con el agua de la bañera.
Lo más evidente fue la centralización de la asignación de recursos en los programas de fomento agropecuario, reforestación, ambientales y de desarrollo social. Se pasó a las convocatorias por internet para que las comunidades, grupos y organizaciones presentaran solicitudes y proyectos que serían analizados centralmente. Una estrategia “de poltrona” asociada a minimizar las salidas de campo y los encuentros de personal público con los grupos interesados.
El efecto ha sido hasta la fecha de doble detrimento del dialogo entre gobierno y ciudadanía. Por una parte el personal medio y operativo regional ya no incide en el destino de los recursos a pesar de con frecuencia cuenta con información más relevante que la incluida en los formatos de solicitudes y proyectos.
Pero lo peor ha sido el impacto organizacional. El esquema asegura la generación y recepción de muchos más proyectos y solicitudes de los que busca apoyar. Se arma un concurso para elegir a los “mejores”. La gran mayoría de los proyectos serán rechazados, por diseño institucional. Todos implicaron esfuerzos de organización, costos de diseño y tramitación, y liderazgos comprometidos que, ante el fracaso se desprestigian.
En esta óptica la idea de que un burócrata medio, ubicado en la región y en contacto con la población objetivo de los programas pueda aplicar su criterio en la asignación de recursos es tabú. El concepto mismo se ha convertido en mala palabra; se le llama discrecionalidad y ahora es casi sinónimo de corrupción.
La consigna del cambio fue que la creación de reglas era responsabilidad central y la operación se descentralizaba. Nuevas normas generadas sin consulta alguna con el personal operativo porque su finalidad era controlarlo. El tramite más sencillo se convirtió en una pesadilla.
Los organismos de contraloría de las instituciones se orientaron a la verificación estricta del cumplimiento de cada uno de los pasos establecidos en la nueva y compleja normatividad; sin mayor interés en los impactos socioeconómicos.
Estas orientaciones se han mantenido en lo fundamental a lo largo de tres sexenios de gobiernos prianistas y se tradujeron en un mínimo contacto con la población. Por eso la afirmación de Villalobos parece un buen primer paso.
Víctor Villalobos, propuesto por AMLO para dirigir la SAGARPA, dice que empezará por tirar a la basura las actuales reglas de operación. Esto, se entiende, para crear otras nuevas.
Conviene remontarnos al origen de las actuales normas que rigen la operación, no solo de SAGARPA, sino de plano de toda la administración pública. Para saber qué rumbo tomar, debemos saber de dónde partimos.
Con el cambio de administración de principios de este siglo, panistas y personajes provenientes del sector privado llegaron con la espada desenvainada a la cúpula de cada una de las secretarías, organismos y entidades gubernamentales. Los enemigos eran… sus empleados; su personal medio y operativo al que, velada o abiertamente, acusaban de priistas y corruptos. Los nuevos jefazos no confiaban en su propia estructura burocrática pero tampoco podían simplemente echarla a la calle. Así que había que controlarla.
Es desde esta situación que se instrumenta, a la chita callando, de manera sigilosa y disimulada, una profunda reforma administrativa cuya expresión más dura se dio en las entidades y programas de mayor contacto ciudadano.
¿Cuál fue el sentido de la reforma administrativa foxista? En primer lugar el adelgazamiento del Estado, la centralización de la asignación de recursos por concurso y el cambio normativo sin consulta.
Lo primero fue disminuir al personal. Mediante campañas de “retiro voluntario” se promovieron las renuncias y las vacantes desaparecían, en lugar de recontratar personal. Este esquema levantó protestas de las entidades porque todo dependía de los que decidían renunciar. Lo que llevo a la creación errática y aleatoria de “agujeros” en las estructuras administrativas. Esencialmente se debilitó a la operación institucional. Lo cual en el fondo era coherente con la filosofía de reducir y debilitar al Estado.
En otros casos la reducción de personal llevó a la desaparición completa de áreas y tipos de personal. Por ejemplo, los promotores de programas de desarrollo rural, social y ambiental; es decir los de contacto directo con la población. El extensionismo rural, apoyar con personal en campo el mejoramiento tecnológico y el acceso a servicios, se redujo significativamente.
Uno de los objetivos de la reforma foxista fue impedir que el personal operativo y medio, de contacto directo con grupos, comunidades y organizaciones de la población pudiera determinar el destino de los recursos. Toda forma de organización era vista como priista y todo contacto con ellas era sospechoso de una especie de colusión política o de corrupción.
No diré que se trataba de percepciones totalmente infundadas. Pero sí que el esfuerzo de cortar la comunicación, y la asignación de apoyos y recursos por parte del personal operativo en contacto con grupos sociales, se tradujo en creciente incomunicación. Se tiró al niño junto con el agua de la bañera.
Lo más evidente fue la centralización de la asignación de recursos en los programas de fomento agropecuario, reforestación, ambientales y de desarrollo social. Se pasó a las convocatorias por internet para que las comunidades, grupos y organizaciones presentaran solicitudes y proyectos que serían analizados centralmente. Una estrategia “de poltrona” asociada a minimizar las salidas de campo y los encuentros de personal público con los grupos interesados.
El efecto ha sido hasta la fecha de doble detrimento del dialogo entre gobierno y ciudadanía. Por una parte el personal medio y operativo regional ya no incide en el destino de los recursos a pesar de con frecuencia cuenta con información más relevante que la incluida en los formatos de solicitudes y proyectos.
Pero lo peor ha sido el impacto organizacional. El esquema asegura la generación y recepción de muchos más proyectos y solicitudes de los que busca apoyar. Se arma un concurso para elegir a los “mejores”. La gran mayoría de los proyectos serán rechazados, por diseño institucional. Todos implicaron esfuerzos de organización, costos de diseño y tramitación, y liderazgos comprometidos que, ante el fracaso se desprestigian.
En esta óptica la idea de que un burócrata medio, ubicado en la región y en contacto con la población objetivo de los programas pueda aplicar su criterio en la asignación de recursos es tabú. El concepto mismo se ha convertido en mala palabra; se le llama discrecionalidad y ahora es casi sinónimo de corrupción.
La consigna del cambio fue que la creación de reglas era responsabilidad central y la operación se descentralizaba. Nuevas normas generadas sin consulta alguna con el personal operativo porque su finalidad era controlarlo. El tramite más sencillo se convirtió en una pesadilla.
Los organismos de contraloría de las instituciones se orientaron a la verificación estricta del cumplimiento de cada uno de los pasos establecidos en la nueva y compleja normatividad; sin mayor interés en los impactos socioeconómicos.
Estas orientaciones se han mantenido en lo fundamental a lo largo de tres sexenios de gobiernos prianistas y se tradujeron en un mínimo contacto con la población. Por eso la afirmación de Villalobos parece un buen primer paso.
domingo, 15 de julio de 2018
Precios de garantía; lo que ofreció AMLO
Jorge Faljo
En febrero pasado 26 agricultores fueron detenidos en una caseta de peaje de Chihuahua por intentar vender su producción de frijol a los automovilistas. En ese mismo estado un grupo de productores de leche bloquearon durante varios días las vías del ferrocarril de Delicias para demandar que Liconsa les compre a 8 pesos el litro. Los productores de frijol piden que el gobierno les compre su producción a 17 pesos el kilo. Y los maiceros se quejan de que los intermediarios les ofrecen apenas tres mil pesos por tonelada.
Los tres grupos, productores de frijol, maíz y leche, dicen que el pago que reciben no cubre sus costos de producción. También señalan que las importaciones los dañan. O sea que están ahorcados.
Miguel Ángel Colunga, presidente del Sistema Producto Frijol y líder del Movimiento Campesino Plan de Ayala Siglo XXI, señaló el pasado mes de marzo que el TLCAN ha desmantelado la capacidad productiva del campo. Beneficia a los exportadores de aguacate y tomate, pero perjudica a los productores de granos y semillas.
En el otro extremo del país, Ariosto Ramírez Gómez, presidente de la Unión de Ejidos del municipio de Villaflores, Chiapas, señaló que además de frenar la importación de maíz, este sector requiere establecer un precio de garantía. Quieren un precio justo y estable, y que las autoridades no permitan la entrada de grano de otro lado hasta que se consuma lo que ellos producen.
No es de extrañar entonces que, en abril pasado, en su gira proselitista un grupo de productores de frijol del norte de Nayarit le solicitaron a Andrés Manuel López Obrador detenerse en la carretera entre Tepic y Mazatlán para exponerle su situación. Aseguraron que solo les pagan ocho pesos por kilo del frijol que producen, el que llega al consumidor final hasta a 40 pesos.
En ese encuentro el ahora futuro presidente de México se comprometió a rescatar al campo y señaló que hoy en día “los productores tienen que vender barato todo lo que producen y comprar caro todo lo que necesitan”. Por ello, dijo, se van a fijar precios de garantía que lleguen directamente a los productores y se va a lograr la autosuficiencia en maíz y frijol.
Ahora este compromiso de López Obrador es un campo de batalla ideológica y política. Por un lado, los productores piden estabilidad y la seguridad de un precio mínimo para una producción plagada de incertidumbres naturales. Pero además enfrentan estructuras de intermediación y comercialización poderosas ante las que tienen poca capacidad de negociación.
Lo que ofreció el entonces candidato se enmarca en este contexto preciso y en la función histórica de los precios de garantía. Su objetivo ha sido el de regular y acotar el margen de intermediación para elevar la parte que recibe el productor.
Ejemplifiquemos dando por ciertos los datos de los productores de Nayarit. Si ellos tienen que vender a 8 pesos el kilo un producto que puede alcanzar los, digamos, 32 a 40 pesos, quiere decir que reciben entre el 20 y el 25 por ciento del precio al consumidor. Entre tanto los intermediarios y el valor añadido (limpieza, transporte, empaque) se quedan con el 75 a 80 por ciento.
El problema es que este reparto no depende de un “cálculo justiciero” en términos de esfuerzo de cada parte. Tiene que ver más bien con una correlación de fuerzas en las que un lado tiene los medios de transporte, los centros de acopio, el acceso a las cadenas y puntos de comercialización. En muchos casos, sobre todo en zonas campesinas, los intermediarios son también dueños de las tiendas locales, pueden facilitar créditos a la palabra en situaciones de emergencia y dominan el poder político local.
Si el gobierno interviene, como piden los productores, para comprar a 17 pesos el kilo, lo que hace en la práctica es ofrecer un canal de comercialización adicional que obliga a los compradores a ofrecer un precio similar. Entonces en lugar de pagar 8 pesos el kilo tendrá que pagar los mismos 17, o tal vez 16 o 15, si ofrece un mejor servicio que el del gobierno, por ejemplo, ir a orilla de la parcela. En ese caso el productor en lugar del 25 por ciento del precio al consumidor podría recibir, digamos, el 50 por ciento.
Establecer un precio de garantía no significa que el gobierno compra toda la producción. Conasupo tenía una participación histórica de tan solo un 10 por ciento de la comercialización del trigo; pero con esa intervención lograba el objetivo de que los molineros del norte dieran un mejor pago a los productores.
Pero el grado de intervención necesario depende del tipo de productor, el producto y la región. En el caso de los productores más pequeños, campesinos, la presencia del programa público tiene que ser más cercana, con puntos de acopio más cercanos y disposición a comprar en cantidades menores. Conasupo llegó a comprar por sacos de maíz, es decir kilos y no toneladas.
Elevar el nivel de vida rural, acabar con la emigración forzada, elevar la producción interna y conseguir la autosuficiencia alimentaria, requiere que los productores agropecuarios eleven su capacidad de negociación y la parte que reciben del precio al consumidor. Para ello lo ideal sería la configuración de asociaciones de productores con capacidades de acopio y distribución para conseguir mejores precios en la venta y en la compra. Tal es el esquema de organización en otros países.
En México se requiere partir de la intervención reguladora del Estado, aliada a los productores, para procurar que sus ventas cubran costos, una mejora del nivel de vida y un margen de rentabilidad que permita invertir en el avance tecnológico y la mejora de la productividad.
Solo con un campo fortalecido podremos abatir las carencias alimentarias de 20 millones de mexicanos, evitar la emigración forzada y la destrucción de las familias. También implica que, en un mundo complejo, sujeto a imprevistos, en el que la globalización es substituida por guerras comerciales, México cuente con un abasto seguro pagadero en moneda nacional y no en dólares.
Es un asunto que toca temas de seguridad nacional, de ejercicio real del derecho humano a la alimentación, de fortalecimiento del mercado interno, de cohesión familiar y social, e incluso de abatimiento
En febrero pasado 26 agricultores fueron detenidos en una caseta de peaje de Chihuahua por intentar vender su producción de frijol a los automovilistas. En ese mismo estado un grupo de productores de leche bloquearon durante varios días las vías del ferrocarril de Delicias para demandar que Liconsa les compre a 8 pesos el litro. Los productores de frijol piden que el gobierno les compre su producción a 17 pesos el kilo. Y los maiceros se quejan de que los intermediarios les ofrecen apenas tres mil pesos por tonelada.
Los tres grupos, productores de frijol, maíz y leche, dicen que el pago que reciben no cubre sus costos de producción. También señalan que las importaciones los dañan. O sea que están ahorcados.
Miguel Ángel Colunga, presidente del Sistema Producto Frijol y líder del Movimiento Campesino Plan de Ayala Siglo XXI, señaló el pasado mes de marzo que el TLCAN ha desmantelado la capacidad productiva del campo. Beneficia a los exportadores de aguacate y tomate, pero perjudica a los productores de granos y semillas.
En el otro extremo del país, Ariosto Ramírez Gómez, presidente de la Unión de Ejidos del municipio de Villaflores, Chiapas, señaló que además de frenar la importación de maíz, este sector requiere establecer un precio de garantía. Quieren un precio justo y estable, y que las autoridades no permitan la entrada de grano de otro lado hasta que se consuma lo que ellos producen.
No es de extrañar entonces que, en abril pasado, en su gira proselitista un grupo de productores de frijol del norte de Nayarit le solicitaron a Andrés Manuel López Obrador detenerse en la carretera entre Tepic y Mazatlán para exponerle su situación. Aseguraron que solo les pagan ocho pesos por kilo del frijol que producen, el que llega al consumidor final hasta a 40 pesos.
En ese encuentro el ahora futuro presidente de México se comprometió a rescatar al campo y señaló que hoy en día “los productores tienen que vender barato todo lo que producen y comprar caro todo lo que necesitan”. Por ello, dijo, se van a fijar precios de garantía que lleguen directamente a los productores y se va a lograr la autosuficiencia en maíz y frijol.
Ahora este compromiso de López Obrador es un campo de batalla ideológica y política. Por un lado, los productores piden estabilidad y la seguridad de un precio mínimo para una producción plagada de incertidumbres naturales. Pero además enfrentan estructuras de intermediación y comercialización poderosas ante las que tienen poca capacidad de negociación.
Lo que ofreció el entonces candidato se enmarca en este contexto preciso y en la función histórica de los precios de garantía. Su objetivo ha sido el de regular y acotar el margen de intermediación para elevar la parte que recibe el productor.
Ejemplifiquemos dando por ciertos los datos de los productores de Nayarit. Si ellos tienen que vender a 8 pesos el kilo un producto que puede alcanzar los, digamos, 32 a 40 pesos, quiere decir que reciben entre el 20 y el 25 por ciento del precio al consumidor. Entre tanto los intermediarios y el valor añadido (limpieza, transporte, empaque) se quedan con el 75 a 80 por ciento.
El problema es que este reparto no depende de un “cálculo justiciero” en términos de esfuerzo de cada parte. Tiene que ver más bien con una correlación de fuerzas en las que un lado tiene los medios de transporte, los centros de acopio, el acceso a las cadenas y puntos de comercialización. En muchos casos, sobre todo en zonas campesinas, los intermediarios son también dueños de las tiendas locales, pueden facilitar créditos a la palabra en situaciones de emergencia y dominan el poder político local.
Si el gobierno interviene, como piden los productores, para comprar a 17 pesos el kilo, lo que hace en la práctica es ofrecer un canal de comercialización adicional que obliga a los compradores a ofrecer un precio similar. Entonces en lugar de pagar 8 pesos el kilo tendrá que pagar los mismos 17, o tal vez 16 o 15, si ofrece un mejor servicio que el del gobierno, por ejemplo, ir a orilla de la parcela. En ese caso el productor en lugar del 25 por ciento del precio al consumidor podría recibir, digamos, el 50 por ciento.
Establecer un precio de garantía no significa que el gobierno compra toda la producción. Conasupo tenía una participación histórica de tan solo un 10 por ciento de la comercialización del trigo; pero con esa intervención lograba el objetivo de que los molineros del norte dieran un mejor pago a los productores.
Pero el grado de intervención necesario depende del tipo de productor, el producto y la región. En el caso de los productores más pequeños, campesinos, la presencia del programa público tiene que ser más cercana, con puntos de acopio más cercanos y disposición a comprar en cantidades menores. Conasupo llegó a comprar por sacos de maíz, es decir kilos y no toneladas.
Elevar el nivel de vida rural, acabar con la emigración forzada, elevar la producción interna y conseguir la autosuficiencia alimentaria, requiere que los productores agropecuarios eleven su capacidad de negociación y la parte que reciben del precio al consumidor. Para ello lo ideal sería la configuración de asociaciones de productores con capacidades de acopio y distribución para conseguir mejores precios en la venta y en la compra. Tal es el esquema de organización en otros países.
En México se requiere partir de la intervención reguladora del Estado, aliada a los productores, para procurar que sus ventas cubran costos, una mejora del nivel de vida y un margen de rentabilidad que permita invertir en el avance tecnológico y la mejora de la productividad.
Solo con un campo fortalecido podremos abatir las carencias alimentarias de 20 millones de mexicanos, evitar la emigración forzada y la destrucción de las familias. También implica que, en un mundo complejo, sujeto a imprevistos, en el que la globalización es substituida por guerras comerciales, México cuente con un abasto seguro pagadero en moneda nacional y no en dólares.
Es un asunto que toca temas de seguridad nacional, de ejercicio real del derecho humano a la alimentación, de fortalecimiento del mercado interno, de cohesión familiar y social, e incluso de abatimiento
sábado, 7 de julio de 2018
Riesgos de la estabilidad
Riesgos de la estabilidad
Jorge Faljo
En el último número de su publicación La Voz de la Industria, el Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico, A. C. –IDIC-, afirma, “El marco institucional no cuenta con los pilares del crecimiento económico, predominan los de la estabilización.”
Desde esta reflexión empresarial el objetivo del momento debe ser acelerar rápidamente el crecimiento económico asociado al fortalecimiento del mercado interno. Suponen que pasando “de la obsesión por la estabilidad a la obsesión por el crecimiento” podrá superarse el estancamiento de las últimas décadas.
En nombre de la estabilidad y de combatir la inflación, el Banco de México se ha colocado continuamente en contra de las elevaciones salariales. El continuo rezago de los salarios respecto a los otros precios empobreció a los trabajadores y generó una profunda inequidad. Asunto que en la perspectiva de López Obrador se asocia directamente a la criminalidad y violencia que tanto nos hieren.
Solo a otro sector social le fue peor que a los trabajadores; y fue a los campesinos. El abandono de la promoción del desarrollo rural, y la destrucción del entramado institucional de asistencia para la producción y comercialización, también se vio dañado por una política de atracción de capitales, venta de empresas y endeudamiento, que fueron las verdaderas causas de la inflación. La entrada de dólares fáciles abarató la compra de granos, y de otros alimentos, en el exterior, despojando al sector campesino de su razón de ser y empujándolo a emigrar.
Millones de mexicanos, verdaderos refugiados económicos en los Estados Unidos, pasaron, muy a su pesar, a apoyar doblemente la continuidad del modelo que los obligó a emigrar. Por un lado, sus remesas abaratan el dólar y favorecen las importaciones de alimentos; además constituyen un enorme apoyo al consumo de millones de sus familiares en México. Sin embargo, a pesar de ese dinero, imperó la destrucción de la unidad familiar, se deterioró la producción y se debilitaron las estructuras de gobierno y la cohesión social local. Todo lo cual contribuyó a romper la transmisión de valores a millones de niños y adolescentes dejados atrás.
La llegada de López Obrador a la presidencia de la República ha sido calificada de tsunami; una ola arrolladora que va más allá de pedir el cambio de personajes políticos para exigir mejoras tangibles en salarios, empleo digno, producir y vivir bien en el campo. Se pide un sector público eficaz en la promoción del crecimiento y con servicios verdaderamente amigables y eficientes sobre todo en salud, educación, acceso al agua potable, transporte y demás.
Lo que ha ocurrido en el espacio político es un triunfo popular que la mayoría celebra. Pero podría pensarse que solo redefine, para bien, la arena de la contienda económica que se avecina. Porque la transformación real no se conseguirá sin presión social y sobresaltos económicos. Para cambiar hay que cimbrar lo existente. Y cimbrar es lo contrario a estabilizar.
La nueva administración que se avecina ofrece, por ejemplo, que los mexicanos ya no tendrán necesidad de emigrar y que habrá precios de garantía para la producción de granos. Lo que está implícito es que los nuevos precios permitirán que los campesinos produzcan y vivan mejor. Eso no se logra sin subir el costo urbano de los alimentos. Lo que tendrá que ser compensado con mejores salarios que cubran el costo superior de los alimentos más el de una real mejoría en sus niveles de vida.
Muy lejos estamos de los ingresos reales de 1976 - 1980; para eso habría que multiplicar por cuatro el salario mínimo. No ocurrirá de la noche a la mañana. Pero recuperar ingresos urbanos y campesinos, debe ser el objetivo.
Sin embargo, no se puede elevar el consumo de la mayoría si esto repercute en incremento de las importaciones. Únicamente es posible si se cumple otra promesa; la de producir más de lo que consumimos. Lo que apunta a la conveniencia de contar con una paridad competitiva de la moneda, una en donde el dólar sea más caro para gastar más en lo nuestro. Solo es posible competir en el comercio internacional mediante una moneda competitiva, o salarios de hambre. Una moneda competitiva es la mejor vía para la elevación de ingresos de los trabajadores, asegurando que su consumo provenga del interior. Eso cimbra el modelo.
Reorientar el gasto gubernamental hacia la reconstrucción de la infraestructura de acopio que debe acompañar los precios de garantía, más hospitales y escuelas dignas, agua potable accesible para todos, capacitación técnica de la juventud son las nuevas prioridades que obligan al abandono de las obras faraónicas sobre preciadas. Y eso cimbra el modelo.
Entre los que se suman a la celebración del cambio están los que desde el dominio de los medios de comunicación lo hacen con exigencias que parecen inocentes, pero son definitorias. Se exige que se mantenga la estrategia de atracción de capitales y un peso fuerte.
Ya los medios califican a la futura administración según el comportamiento de la bolsa de valores. Con esa vara resulta que no habría mejor calificación que la que se obtiene vendiendo empresas al exterior, atrayendo capital volátil y endeudándonos en dólares.
La victoria del cambio de rumbo es hasta este momento solo política; ya están puestas sobre la mesa las exigencias de estabilidad de las elites; con más estancamiento e inequidad, lo que de manera contundente se rechazó el pasado 1 de julio.
La nueva administración debe evadir esa trampa, sobre todo cuando la inestabilidad acecha desde afuera, en particular desde los Estados Unidos. Se acaban los tiempos del gran crecimiento del comercio internacional y sobrevienen los de las guerras comerciales; se acaba el financiamiento muy barato y acecha la reversión de flujos de capitales.
Las fuerzas externas cimbran el modelo, el hartazgo de la mayoría también.
No se trata de ningún modo de proponer la inestabilidad como positiva en sí misma. Pero es hasta cierto punto inevitable si se va a cambiar el modelo económico.
Jorge Faljo
En el último número de su publicación La Voz de la Industria, el Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico, A. C. –IDIC-, afirma, “El marco institucional no cuenta con los pilares del crecimiento económico, predominan los de la estabilización.”
Desde esta reflexión empresarial el objetivo del momento debe ser acelerar rápidamente el crecimiento económico asociado al fortalecimiento del mercado interno. Suponen que pasando “de la obsesión por la estabilidad a la obsesión por el crecimiento” podrá superarse el estancamiento de las últimas décadas.
En nombre de la estabilidad y de combatir la inflación, el Banco de México se ha colocado continuamente en contra de las elevaciones salariales. El continuo rezago de los salarios respecto a los otros precios empobreció a los trabajadores y generó una profunda inequidad. Asunto que en la perspectiva de López Obrador se asocia directamente a la criminalidad y violencia que tanto nos hieren.
Solo a otro sector social le fue peor que a los trabajadores; y fue a los campesinos. El abandono de la promoción del desarrollo rural, y la destrucción del entramado institucional de asistencia para la producción y comercialización, también se vio dañado por una política de atracción de capitales, venta de empresas y endeudamiento, que fueron las verdaderas causas de la inflación. La entrada de dólares fáciles abarató la compra de granos, y de otros alimentos, en el exterior, despojando al sector campesino de su razón de ser y empujándolo a emigrar.
Millones de mexicanos, verdaderos refugiados económicos en los Estados Unidos, pasaron, muy a su pesar, a apoyar doblemente la continuidad del modelo que los obligó a emigrar. Por un lado, sus remesas abaratan el dólar y favorecen las importaciones de alimentos; además constituyen un enorme apoyo al consumo de millones de sus familiares en México. Sin embargo, a pesar de ese dinero, imperó la destrucción de la unidad familiar, se deterioró la producción y se debilitaron las estructuras de gobierno y la cohesión social local. Todo lo cual contribuyó a romper la transmisión de valores a millones de niños y adolescentes dejados atrás.
La llegada de López Obrador a la presidencia de la República ha sido calificada de tsunami; una ola arrolladora que va más allá de pedir el cambio de personajes políticos para exigir mejoras tangibles en salarios, empleo digno, producir y vivir bien en el campo. Se pide un sector público eficaz en la promoción del crecimiento y con servicios verdaderamente amigables y eficientes sobre todo en salud, educación, acceso al agua potable, transporte y demás.
Lo que ha ocurrido en el espacio político es un triunfo popular que la mayoría celebra. Pero podría pensarse que solo redefine, para bien, la arena de la contienda económica que se avecina. Porque la transformación real no se conseguirá sin presión social y sobresaltos económicos. Para cambiar hay que cimbrar lo existente. Y cimbrar es lo contrario a estabilizar.
La nueva administración que se avecina ofrece, por ejemplo, que los mexicanos ya no tendrán necesidad de emigrar y que habrá precios de garantía para la producción de granos. Lo que está implícito es que los nuevos precios permitirán que los campesinos produzcan y vivan mejor. Eso no se logra sin subir el costo urbano de los alimentos. Lo que tendrá que ser compensado con mejores salarios que cubran el costo superior de los alimentos más el de una real mejoría en sus niveles de vida.
Muy lejos estamos de los ingresos reales de 1976 - 1980; para eso habría que multiplicar por cuatro el salario mínimo. No ocurrirá de la noche a la mañana. Pero recuperar ingresos urbanos y campesinos, debe ser el objetivo.
Sin embargo, no se puede elevar el consumo de la mayoría si esto repercute en incremento de las importaciones. Únicamente es posible si se cumple otra promesa; la de producir más de lo que consumimos. Lo que apunta a la conveniencia de contar con una paridad competitiva de la moneda, una en donde el dólar sea más caro para gastar más en lo nuestro. Solo es posible competir en el comercio internacional mediante una moneda competitiva, o salarios de hambre. Una moneda competitiva es la mejor vía para la elevación de ingresos de los trabajadores, asegurando que su consumo provenga del interior. Eso cimbra el modelo.
Reorientar el gasto gubernamental hacia la reconstrucción de la infraestructura de acopio que debe acompañar los precios de garantía, más hospitales y escuelas dignas, agua potable accesible para todos, capacitación técnica de la juventud son las nuevas prioridades que obligan al abandono de las obras faraónicas sobre preciadas. Y eso cimbra el modelo.
Entre los que se suman a la celebración del cambio están los que desde el dominio de los medios de comunicación lo hacen con exigencias que parecen inocentes, pero son definitorias. Se exige que se mantenga la estrategia de atracción de capitales y un peso fuerte.
Ya los medios califican a la futura administración según el comportamiento de la bolsa de valores. Con esa vara resulta que no habría mejor calificación que la que se obtiene vendiendo empresas al exterior, atrayendo capital volátil y endeudándonos en dólares.
La victoria del cambio de rumbo es hasta este momento solo política; ya están puestas sobre la mesa las exigencias de estabilidad de las elites; con más estancamiento e inequidad, lo que de manera contundente se rechazó el pasado 1 de julio.
La nueva administración debe evadir esa trampa, sobre todo cuando la inestabilidad acecha desde afuera, en particular desde los Estados Unidos. Se acaban los tiempos del gran crecimiento del comercio internacional y sobrevienen los de las guerras comerciales; se acaba el financiamiento muy barato y acecha la reversión de flujos de capitales.
Las fuerzas externas cimbran el modelo, el hartazgo de la mayoría también.
No se trata de ningún modo de proponer la inestabilidad como positiva en sí misma. Pero es hasta cierto punto inevitable si se va a cambiar el modelo económico.
domingo, 1 de julio de 2018
Panazo en Argentina; aprendamos la lección
Jorge Faljo
Argentina está en problemas. El lunes pasado las principales centrales sindicales convocaron a un paro nacional de 24 horas en rechazo a las nuevas políticas neoliberales impulsadas por el gobierno del presidente Mauricio Macri. Al paro se sumó el grueso de los pequeños y medianos negocios y de la población. Calles usualmente bulliciosas se encontraban desiertas.
Las causas del malestar se deben sobre todo al aumento desmedido en las tarifas de los servicios públicos, y a la inflación que deteriora los ingresos reales y hunde a amplios sectores en niveles de pobreza extrema.
Contra uno de estos incrementos se han armado varios “panazos”. Una forma de protesta de los panaderos que consiste en regalar pan; un kilo a cada persona para llamar la atención sobre el incremento desmedido del costo del trigo y de la harina que los obliga a elevar precios. Sin embargo, el empobrecimiento de la población limita la posibilidad de subir los precios y los panaderos declaran estar al borde de la quiebra.
Argentina, a diferencia de México, es una potencia exportadora de granos; en particular soya, trigo y maíz. Y también de carne. Así que, en una visión ingenua habría abundancia de trigo, que es parte esencial de la alimentación de la población.
Solo que hay dos problemas. Macri cambió radicalmente la relación financiera con el exterior, de manera tal que pasó a depender de la atracción de capitales externos, y la jugada le falló. La moneda argentina ha sufrido una fuerte devaluación.
Además, eliminó los impuestos a la exportación de trigo, maíz y carne y redujo los de la soya. Eso ante una devaluación que más bien hacia razonable incrementarlos.
El antecedente es que en los últimos años Argentina se había beneficiado de altos precios en el comercio mundial de granos. Fue cuando el gobierno de Cristina Fernández, la anterior presidente, impuso impuestos a esas exportaciones. La lógica es que el sector beneficiado de esa bonanza debía, como cualquier otro sector de la producción, compartir esa ganancia con el resto de la sociedad.
Un efecto importante de los impuestos a la exportación es que los precios para los consumidores internos eran más bajos a los de los consumidores de otros países. Lo explico. Si el trigo se vende a 100 en el exterior, pero incluye un impuesto de 10 por ciento a la exportación, entonces para el productor es igual venderlo a 90 en el interior.
Esos impuestos no solo le daban ingresos importantes al gobierno, sino que se traducían en menores precios para los consumidores nacionales. Un doble factor de equidad si consideramos que el ingreso público se traducía en gasto social, entre otros el subsidio al costo de la electricidad.
Ahora que quitaron el impuesto a la exportación, los argentinos tienen que pagar por el trigo nacional lo mismo que pagan, en dólares, los consumidores de los países importadores. Como la moneda se ha devaluado la situación es peor que si solo se hubiera quitado el impuesto a la exportación. Además, el gobierno elevó de manera estratosférica el costo de la electricidad. Así que la cosa está que arde.
El gobierno Macri enfrenta graves problemas de financiamiento y ha solicitado un gran préstamo del Fondo Monetario Internacional. Una institución a la que le interesa sobre todo su capacidad de pago. Así que el FMI pide que del campo salgan ingresos para reducir el déficit fiscal; es decir que se restablezcan los impuestos a las exportaciones de granos. Una propuesta que no les gusta a los neoliberales locales que, en otros aspectos, si exigen seguir las indicaciones del FMI.
Dado el pragmatismo de la agencia financiera internacional, tal vez en sus cálculos entran incluso consideraciones de tipo social. Estos impuestos regulan el costo interno de los alimentos básicos de los argentinos.
Hace unos días el Presidente de México, Enrique Peña Nieto, declaró a bombo y platillo que las exportaciones agroalimentarias acumuladas durante su administración alcanzan los 150 mil millones de dólares y, por ello, “este es el mejor momento de la historia que ha alcanzado nuestro país en el sector agropecuario”. Tiene razón, aunque hay que entender que no se refiere a todo el campo, sino tan solo al sector de exportadores.
Este notable éxito se origina sobre todo en que la apreciación del dólar les ha sido muy rentable. Un exportador que recibía unos 13 pesos por dólar vendido en el exterior en 2013, ahora recibe cerca de 20 pesos. Alrededor de un 60 por ciento más, con bajo incremento en los salarios que paga.
De lo anterior deduzco la conveniencia de establecer impuestos a algunas exportaciones. Hay dos razones principales para ello.
La primera es que ante la posibilidad de una mayor volatilidad del dólar se pueda, con un impuesto ajustable, proteger el consumo interno y que los mexicanos no tengan que pagar el precio internacional por el aguacate, el tomate, el limón o la cebolla producidos en México. Es un tema de interés social.
La segunda es que la agricultura favorecida por la devaluación apoye la capacidad del estado para levantar la producción del resto del sector agropecuario. Con precios de garantía, por ejemplo. De este modo el sector más beneficiado contribuiría, al exportar y pagar impuestos, a garantizar la alimentación de la población.
Argentina está en problemas. El lunes pasado las principales centrales sindicales convocaron a un paro nacional de 24 horas en rechazo a las nuevas políticas neoliberales impulsadas por el gobierno del presidente Mauricio Macri. Al paro se sumó el grueso de los pequeños y medianos negocios y de la población. Calles usualmente bulliciosas se encontraban desiertas.
Las causas del malestar se deben sobre todo al aumento desmedido en las tarifas de los servicios públicos, y a la inflación que deteriora los ingresos reales y hunde a amplios sectores en niveles de pobreza extrema.
Contra uno de estos incrementos se han armado varios “panazos”. Una forma de protesta de los panaderos que consiste en regalar pan; un kilo a cada persona para llamar la atención sobre el incremento desmedido del costo del trigo y de la harina que los obliga a elevar precios. Sin embargo, el empobrecimiento de la población limita la posibilidad de subir los precios y los panaderos declaran estar al borde de la quiebra.
Argentina, a diferencia de México, es una potencia exportadora de granos; en particular soya, trigo y maíz. Y también de carne. Así que, en una visión ingenua habría abundancia de trigo, que es parte esencial de la alimentación de la población.
Solo que hay dos problemas. Macri cambió radicalmente la relación financiera con el exterior, de manera tal que pasó a depender de la atracción de capitales externos, y la jugada le falló. La moneda argentina ha sufrido una fuerte devaluación.
Además, eliminó los impuestos a la exportación de trigo, maíz y carne y redujo los de la soya. Eso ante una devaluación que más bien hacia razonable incrementarlos.
El antecedente es que en los últimos años Argentina se había beneficiado de altos precios en el comercio mundial de granos. Fue cuando el gobierno de Cristina Fernández, la anterior presidente, impuso impuestos a esas exportaciones. La lógica es que el sector beneficiado de esa bonanza debía, como cualquier otro sector de la producción, compartir esa ganancia con el resto de la sociedad.
Un efecto importante de los impuestos a la exportación es que los precios para los consumidores internos eran más bajos a los de los consumidores de otros países. Lo explico. Si el trigo se vende a 100 en el exterior, pero incluye un impuesto de 10 por ciento a la exportación, entonces para el productor es igual venderlo a 90 en el interior.
Esos impuestos no solo le daban ingresos importantes al gobierno, sino que se traducían en menores precios para los consumidores nacionales. Un doble factor de equidad si consideramos que el ingreso público se traducía en gasto social, entre otros el subsidio al costo de la electricidad.
Ahora que quitaron el impuesto a la exportación, los argentinos tienen que pagar por el trigo nacional lo mismo que pagan, en dólares, los consumidores de los países importadores. Como la moneda se ha devaluado la situación es peor que si solo se hubiera quitado el impuesto a la exportación. Además, el gobierno elevó de manera estratosférica el costo de la electricidad. Así que la cosa está que arde.
El gobierno Macri enfrenta graves problemas de financiamiento y ha solicitado un gran préstamo del Fondo Monetario Internacional. Una institución a la que le interesa sobre todo su capacidad de pago. Así que el FMI pide que del campo salgan ingresos para reducir el déficit fiscal; es decir que se restablezcan los impuestos a las exportaciones de granos. Una propuesta que no les gusta a los neoliberales locales que, en otros aspectos, si exigen seguir las indicaciones del FMI.
Dado el pragmatismo de la agencia financiera internacional, tal vez en sus cálculos entran incluso consideraciones de tipo social. Estos impuestos regulan el costo interno de los alimentos básicos de los argentinos.
Hace unos días el Presidente de México, Enrique Peña Nieto, declaró a bombo y platillo que las exportaciones agroalimentarias acumuladas durante su administración alcanzan los 150 mil millones de dólares y, por ello, “este es el mejor momento de la historia que ha alcanzado nuestro país en el sector agropecuario”. Tiene razón, aunque hay que entender que no se refiere a todo el campo, sino tan solo al sector de exportadores.
Este notable éxito se origina sobre todo en que la apreciación del dólar les ha sido muy rentable. Un exportador que recibía unos 13 pesos por dólar vendido en el exterior en 2013, ahora recibe cerca de 20 pesos. Alrededor de un 60 por ciento más, con bajo incremento en los salarios que paga.
De lo anterior deduzco la conveniencia de establecer impuestos a algunas exportaciones. Hay dos razones principales para ello.
La primera es que ante la posibilidad de una mayor volatilidad del dólar se pueda, con un impuesto ajustable, proteger el consumo interno y que los mexicanos no tengan que pagar el precio internacional por el aguacate, el tomate, el limón o la cebolla producidos en México. Es un tema de interés social.
La segunda es que la agricultura favorecida por la devaluación apoye la capacidad del estado para levantar la producción del resto del sector agropecuario. Con precios de garantía, por ejemplo. De este modo el sector más beneficiado contribuiría, al exportar y pagar impuestos, a garantizar la alimentación de la población.
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