Jorge Faljo
Argentina está en problemas. El lunes pasado las principales centrales sindicales convocaron a un paro nacional de 24 horas en rechazo a las nuevas políticas neoliberales impulsadas por el gobierno del presidente Mauricio Macri. Al paro se sumó el grueso de los pequeños y medianos negocios y de la población. Calles usualmente bulliciosas se encontraban desiertas.
Las causas del malestar se deben sobre todo al aumento desmedido en las tarifas de los servicios públicos, y a la inflación que deteriora los ingresos reales y hunde a amplios sectores en niveles de pobreza extrema.
Contra uno de estos incrementos se han armado varios “panazos”. Una forma de protesta de los panaderos que consiste en regalar pan; un kilo a cada persona para llamar la atención sobre el incremento desmedido del costo del trigo y de la harina que los obliga a elevar precios. Sin embargo, el empobrecimiento de la población limita la posibilidad de subir los precios y los panaderos declaran estar al borde de la quiebra.
Argentina, a diferencia de México, es una potencia exportadora de granos; en particular soya, trigo y maíz. Y también de carne. Así que, en una visión ingenua habría abundancia de trigo, que es parte esencial de la alimentación de la población.
Solo que hay dos problemas. Macri cambió radicalmente la relación financiera con el exterior, de manera tal que pasó a depender de la atracción de capitales externos, y la jugada le falló. La moneda argentina ha sufrido una fuerte devaluación.
Además, eliminó los impuestos a la exportación de trigo, maíz y carne y redujo los de la soya. Eso ante una devaluación que más bien hacia razonable incrementarlos.
El antecedente es que en los últimos años Argentina se había beneficiado de altos precios en el comercio mundial de granos. Fue cuando el gobierno de Cristina Fernández, la anterior presidente, impuso impuestos a esas exportaciones. La lógica es que el sector beneficiado de esa bonanza debía, como cualquier otro sector de la producción, compartir esa ganancia con el resto de la sociedad.
Un efecto importante de los impuestos a la exportación es que los precios para los consumidores internos eran más bajos a los de los consumidores de otros países. Lo explico. Si el trigo se vende a 100 en el exterior, pero incluye un impuesto de 10 por ciento a la exportación, entonces para el productor es igual venderlo a 90 en el interior.
Esos impuestos no solo le daban ingresos importantes al gobierno, sino que se traducían en menores precios para los consumidores nacionales. Un doble factor de equidad si consideramos que el ingreso público se traducía en gasto social, entre otros el subsidio al costo de la electricidad.
Ahora que quitaron el impuesto a la exportación, los argentinos tienen que pagar por el trigo nacional lo mismo que pagan, en dólares, los consumidores de los países importadores. Como la moneda se ha devaluado la situación es peor que si solo se hubiera quitado el impuesto a la exportación. Además, el gobierno elevó de manera estratosférica el costo de la electricidad. Así que la cosa está que arde.
El gobierno Macri enfrenta graves problemas de financiamiento y ha solicitado un gran préstamo del Fondo Monetario Internacional. Una institución a la que le interesa sobre todo su capacidad de pago. Así que el FMI pide que del campo salgan ingresos para reducir el déficit fiscal; es decir que se restablezcan los impuestos a las exportaciones de granos. Una propuesta que no les gusta a los neoliberales locales que, en otros aspectos, si exigen seguir las indicaciones del FMI.
Dado el pragmatismo de la agencia financiera internacional, tal vez en sus cálculos entran incluso consideraciones de tipo social. Estos impuestos regulan el costo interno de los alimentos básicos de los argentinos.
Hace unos días el Presidente de México, Enrique Peña Nieto, declaró a bombo y platillo que las exportaciones agroalimentarias acumuladas durante su administración alcanzan los 150 mil millones de dólares y, por ello, “este es el mejor momento de la historia que ha alcanzado nuestro país en el sector agropecuario”. Tiene razón, aunque hay que entender que no se refiere a todo el campo, sino tan solo al sector de exportadores.
Este notable éxito se origina sobre todo en que la apreciación del dólar les ha sido muy rentable. Un exportador que recibía unos 13 pesos por dólar vendido en el exterior en 2013, ahora recibe cerca de 20 pesos. Alrededor de un 60 por ciento más, con bajo incremento en los salarios que paga.
De lo anterior deduzco la conveniencia de establecer impuestos a algunas exportaciones. Hay dos razones principales para ello.
La primera es que ante la posibilidad de una mayor volatilidad del dólar se pueda, con un impuesto ajustable, proteger el consumo interno y que los mexicanos no tengan que pagar el precio internacional por el aguacate, el tomate, el limón o la cebolla producidos en México. Es un tema de interés social.
La segunda es que la agricultura favorecida por la devaluación apoye la capacidad del estado para levantar la producción del resto del sector agropecuario. Con precios de garantía, por ejemplo. De este modo el sector más beneficiado contribuiría, al exportar y pagar impuestos, a garantizar la alimentación de la población.
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