Jorge Faljo
Posiblemente el rollo de pedir que España y el Vaticano se disculpen por los abusos cometidos durante la conquista era bien intencionado. Dos elementos no destacados por los medios apuntan en esa dirección. Uno es que las disculpas solicitadas no serían para México y los mexicanos en general. Serían para los pueblos originarios y, segundo, AMLO dijo que el también pedirá perdón a los indígenas. Lo que suena lógico en tanto que los que somos descendientes de criollos seríamos tanto o más culpables de esos abusos que los peninsulares que nunca cruzaron el mar.
Que un mandatario pida disculpas a toda una comunidad no es, ahora, tan inusual. Es algo que por lo general pretende hacer conciencia de un error del pasado para provocar un cambio de conducta en el presente.
De ser correcta esta interpretación la intención sería que al cumplirse 500 años de la llegada a México de Hernán Cortez hubiera alguna sincronización en las disculpas de los europeos y de los mexicanos que somos descendientes de españoles, hacia los pueblos indígenas.
Y lo que habría que cambiar son las actitudes racistas que todavía persisten en México. Echarle la culpa a España y al Vaticano, sin disculparnos nosotros sería una forma hipócrita de no atacar el problema, nuestro problema. Estoy convencido de que esa no era la intención del presidente, pero el asunto se descarriló estruendosamente y en vez de abonar a la transformación de México, se generó un conflicto diplomático que ha exaltado a muchos de ambos lados del Atlántico.
Desde la platea los pueblos indígenas desestiman la importancia de las disculpas. María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, la ex candidata presidencial independiente y vocera del Congreso Nacional Indígena, dice que lo importante sería que las autoridades, obviamente las mexicanas, dejaran de despojar a los pueblos. Pide cambios efectivos, no disculpas.
Este conflicto sobreactuado puede servirnos para clarificar dos o tres puntos de particular importancia.
La reacción predominante en España ha sido de indignación ante la descalificación de lo que para ellos fue una empresa civilizatoria. Un acto con la casi bondadosa intención de incorporarnos a la cultura europea. Con la religión como instrumento clave para cambiar la percepción de los indígenas sobre sí mismos y la nueva posición que se les asignó.
En el siglo XIV Europa había perdido la mitad de su población debido a terribles epidemias llegadas de Asia. Enfermedades similares tuvieron un efecto incluso mucho más catastrófico entre los indígenas de toda América. El abandono masivo de tierras de cultivo en todo el continente a lo largo del siglo XV fue tal que provocó un cambio climático global. Tal catástrofe facilitó la implantación de un nuevo orden brutalmente abusivo sobre los restos del mundo indígena.
Agredir y destruir para civilizar y convertir a una nueva religión fue lo característico de todos los imperios europeos en expansión. Fuera buena intención o pretexto hipócrita da igual. Se apoderaron de África y buena parte de Asia. Solo Japón fue la excepción; logró mantener el control interno frente a la presión externa.
No es extraño que las buenas intenciones civilizatorias sigan siendo esencialmente agresivas para la supervivencia indígena y campesina.
Valga una anécdota. En algún momento en que las Filipinas eran colonia la esposa de un gobernador norteamericano, visitó una cárcel y se propuso mejorar las malas condiciones de los presos. Con la más noble intención pidió a las autoridades que en lugar de arroz salvaje les dieran arroz pulido. Ella lo comía con otros alimentos; pero los presos no, y así perdieron su principal fuente de nutrientes esenciales. Su noble intervención condenó a muerte a centenares de presos en los siguientes años.
Las agresiones civilizatorias no son historia antigua. Aquí en México las repetimos una y otra vez, en grande y en pequeño.
La ley de desamortización de 1856, parte de las leyes de reforma, exigió la individualización de las propiedades comunales de los pueblos indígenas. La idea era crear una clase media rural moderna que imitara a los agricultores norteamericanos de la época. En la práctica se abrió la puerta al despojo de los pueblos y a la creación de latifundios. La producción de maíz se redujo notablemente y hubo hambrunas. Esa modernización agresiva habría de ser causa principal de la revolución de 1910 y de las luchas de los pueblos por recobrar sus tierras.
Hace unos 30 años bajo la promesa de modernizarnos y elevar los niveles de vida se implantó un viraje neoliberal expresado en la firma del TLCAN. A la entrada en vigor de ese tratado que supuestamente nos haría entrar al primer mundo, se contrapuso el levantamiento zapatista. La modernización neoliberal llevó a la miseria a los pueblos indígenas y campesinos y forzó la expulsión del campo y del país de millones de mexicanos, destruyó familias y comunidades.
Los pueblos indígenas y campesinos conocen la historia y saben del peligro que representan los que los quieren civilizar, modernizar y convertirlos en otra cosa.
Propuestas como las de las zonas económicas especiales les parecen todavía aceptables a algunos para inyectar enclaves neoliberales que “equilibren” sur y norte. En esos proyectos se promete enganchar a unos cuantos a la globalización al tiempo que se destruyen los medios de vida de los demás.
Es tiempo de entender que frente a las modernizaciones envenenadas lo que quieren campesinos e indígenas es el único proyecto viable: seguir siendo lo que son. Mejorar y evolucionar en sus propios términos. No más agresiones civilizatorias para transformarlos; lo que se requiere es auténtico dialogo en el que tengan la oportunidad de diseñar su propio futuro.
Los invito a reproducir con entera libertad y por cualquier medio los escritos de este blog. Solo espero que, de preferencia, citen su origen.
domingo, 31 de marzo de 2019
lunes, 25 de marzo de 2019
Para salir del neoliberalismo
Jorge Faljo
Pues sí, el neoliberalismo destrozó al país. Remató las empresas públicas a precios que implicaron una gran transferencia de riqueza hacia un pequeño grupo. El gobierno de México recortó sus propias manos al retirarse de la regulación del comercio, compra y abasto, de alimentos básicos, fertilizantes, materiales de construcción y otros. Aunque la participación en el mercado siempre fue menor, como en el caso del trigo en que nunca superó el 10 por ciento de la producción. Bastaba ese porcentaje para que los productores recibieran mejores precios y los consumidores no tuvieran que pagar en exceso. Al acotar el margen de intermediación actuaba en favor de la producción y del consumo simultáneamente.
Al recorte de las empresas del estado se sumó la destrucción masiva de la incipiente industria nacional. Con la decisión de modernizar al país atrayendo capital externo se abarató artificiosamente el dólar y nos convirtió en consumidores de importaciones; o de una producción interna trasnacional que paga regalías, intereses y ganancias al exterior.
Se satanizó al pequeño y mediano industrial y comerciante como una clase social parasitaria, dependiente de dadivas y protección del gobierno. No se entendió que así habían iniciado su industrialización los Estados Unidos, Japón y prácticamente cualquier país avanzado de hoy en día. Pero aquí, en lugar de avanzar sobre lo construido, y solucionar sus defectos sobre la marcha, se aceptó su destrucción.
En este periodo del neoliberalismo se destruyeron miles de empresas textiles, de alimentos y bebidas, de la madera y el papel, de la industria química, hule y derivados del petróleo, de productos metálicos básicos, maquinaria, equipo y herramientas y, en general, de todo tipo de manufacturas. Lo que se revelaba claramente en los datos oficiales de la Encuesta Industrial Mensual, en particular la evolución del número de establecimientos manufactureros por actividad económica.
Años antes había pasado algo similar respecto a la producción agropecuaria. La reducción del hato ganadero nacional, que perdió millones de cabezas de ganado vacuno, bovino, porcino y caprino, y la desaparición de cientos de miles de unidades productoras de huevo y pollo, se tradujo en dejar de producir las estadísticas oficiales correspondientes. Se pasó a reseñar el éxito de la producción de los rastros tipo inspección federal. La pérdida brutal del hato campesino se disimuló con el incremento de la producción de gran escala que logró saltar a las tecnologías globales.
Es hora de reconstruir la historia estadística de las empresas manufactureras y la actividad agropecuaria.
Recién el presidente López Obrador declaró que “quedan abolidos el modelo neoliberal y su política de pillaje antipopular y entreguista”. Retoma el mandato constitucional que ubica al estado como rector de la economía y garante del bienestar de los mexicanos. Bien por él.
Pero, ¿se avienta al ruedo sin capote? De los tres sectores de la economía que plantea la constitución, al público se le han amputado los brazos, el social ha sido deteriorado con toda intención hasta provocar la expulsión de millones que no encuentran lugar dentro del país y que ahora con sus remesas ayudan a sus familias y nos subsidian a todos.
El sector privado presenta tres categorías. Una de propiedad extranjera, en buena medida generado en la venta – país, y que es equivalente a deuda en la medida en que debe remitir ganancias. La segunda es el gran capital monopólico nacional, nacido en buena parte en la privatización a precio de cuates de lo que era público. La tercera categoría se compone de empresas que trabajan muy por abajo de su capacidad instalada y se encaminan lentamente a la quiebra; otras muchas se asocian a corrupción o lavado; sin negar que existan las buenas excepciones.
Hay poco instrumental para un cambio de gran calado. Sin embargo, AMLO destapó fuentes “secretas” de recursos, que ya eran escandalosamente visibles, para emprender el nuevo camino. Son el combate a la corrupción y la austeridad como generadores de recursos para transferencias sociales e inversión. Con ellos se empieza a desatar el potencial transformador del gobierno.
Existe otro tesoro, también un secreto a voces, con un enorme potencial para reactivar al sector social de la economía. Entendido de manera amplia se compone de todas las capacidades productivas rurales y manufactureras que, aunque tecnológicamente viables son excluidas del mercado nacional y globalizado.
Alguna vez en una asamblea de productores rurales campesinos e indígenas tuve la ocurrencia de decirles que a todos les sobraba algo. A unos les sobraba frijol, a otros miel, arroz, o mangos, en unos casos muebles de madera o enseres de cocina, materiales de construcción, telas y ropa, en otros calzado.
Lo sostengo, en el medio campesino e indígena sobra producción. A cada uno le sobra algo invendible y le falta lo demás. Pero en conjunto pueden producir todo lo que se necesita para vivir bien. Ocurre lo mismo en la manufactura convencional que trabaja muy por debajo de su capacidad instalada.
El problema es que no hay quien les compre. La solución es comprarse unos a otros. Lo intentan continuamente en esquemas de intercambio de difícil operación y limitada amplitud.
Pero con el apoyo del estado es viable establecer un mercado social en el que entre todos surtan una canasta que cubra la mayor parte de sus necesidades. Para ello se requiere una amplia organización que al darle viabilidad mercantil a esta producción podría generar riqueza y bienestar inmediatos con muy baja inversión.
Salir del neoliberalismo demanda un estado fuerte y requiere un sector social que explote el potencial productivo ya existente. Solo la alianza de los sectores público, privado y social, diseñada en la constitución, nos permitirá alcanzar los objetivos de este nuevo régimen.
Pues sí, el neoliberalismo destrozó al país. Remató las empresas públicas a precios que implicaron una gran transferencia de riqueza hacia un pequeño grupo. El gobierno de México recortó sus propias manos al retirarse de la regulación del comercio, compra y abasto, de alimentos básicos, fertilizantes, materiales de construcción y otros. Aunque la participación en el mercado siempre fue menor, como en el caso del trigo en que nunca superó el 10 por ciento de la producción. Bastaba ese porcentaje para que los productores recibieran mejores precios y los consumidores no tuvieran que pagar en exceso. Al acotar el margen de intermediación actuaba en favor de la producción y del consumo simultáneamente.
Al recorte de las empresas del estado se sumó la destrucción masiva de la incipiente industria nacional. Con la decisión de modernizar al país atrayendo capital externo se abarató artificiosamente el dólar y nos convirtió en consumidores de importaciones; o de una producción interna trasnacional que paga regalías, intereses y ganancias al exterior.
Se satanizó al pequeño y mediano industrial y comerciante como una clase social parasitaria, dependiente de dadivas y protección del gobierno. No se entendió que así habían iniciado su industrialización los Estados Unidos, Japón y prácticamente cualquier país avanzado de hoy en día. Pero aquí, en lugar de avanzar sobre lo construido, y solucionar sus defectos sobre la marcha, se aceptó su destrucción.
En este periodo del neoliberalismo se destruyeron miles de empresas textiles, de alimentos y bebidas, de la madera y el papel, de la industria química, hule y derivados del petróleo, de productos metálicos básicos, maquinaria, equipo y herramientas y, en general, de todo tipo de manufacturas. Lo que se revelaba claramente en los datos oficiales de la Encuesta Industrial Mensual, en particular la evolución del número de establecimientos manufactureros por actividad económica.
Años antes había pasado algo similar respecto a la producción agropecuaria. La reducción del hato ganadero nacional, que perdió millones de cabezas de ganado vacuno, bovino, porcino y caprino, y la desaparición de cientos de miles de unidades productoras de huevo y pollo, se tradujo en dejar de producir las estadísticas oficiales correspondientes. Se pasó a reseñar el éxito de la producción de los rastros tipo inspección federal. La pérdida brutal del hato campesino se disimuló con el incremento de la producción de gran escala que logró saltar a las tecnologías globales.
Es hora de reconstruir la historia estadística de las empresas manufactureras y la actividad agropecuaria.
Recién el presidente López Obrador declaró que “quedan abolidos el modelo neoliberal y su política de pillaje antipopular y entreguista”. Retoma el mandato constitucional que ubica al estado como rector de la economía y garante del bienestar de los mexicanos. Bien por él.
Pero, ¿se avienta al ruedo sin capote? De los tres sectores de la economía que plantea la constitución, al público se le han amputado los brazos, el social ha sido deteriorado con toda intención hasta provocar la expulsión de millones que no encuentran lugar dentro del país y que ahora con sus remesas ayudan a sus familias y nos subsidian a todos.
El sector privado presenta tres categorías. Una de propiedad extranjera, en buena medida generado en la venta – país, y que es equivalente a deuda en la medida en que debe remitir ganancias. La segunda es el gran capital monopólico nacional, nacido en buena parte en la privatización a precio de cuates de lo que era público. La tercera categoría se compone de empresas que trabajan muy por abajo de su capacidad instalada y se encaminan lentamente a la quiebra; otras muchas se asocian a corrupción o lavado; sin negar que existan las buenas excepciones.
Hay poco instrumental para un cambio de gran calado. Sin embargo, AMLO destapó fuentes “secretas” de recursos, que ya eran escandalosamente visibles, para emprender el nuevo camino. Son el combate a la corrupción y la austeridad como generadores de recursos para transferencias sociales e inversión. Con ellos se empieza a desatar el potencial transformador del gobierno.
Existe otro tesoro, también un secreto a voces, con un enorme potencial para reactivar al sector social de la economía. Entendido de manera amplia se compone de todas las capacidades productivas rurales y manufactureras que, aunque tecnológicamente viables son excluidas del mercado nacional y globalizado.
Alguna vez en una asamblea de productores rurales campesinos e indígenas tuve la ocurrencia de decirles que a todos les sobraba algo. A unos les sobraba frijol, a otros miel, arroz, o mangos, en unos casos muebles de madera o enseres de cocina, materiales de construcción, telas y ropa, en otros calzado.
Lo sostengo, en el medio campesino e indígena sobra producción. A cada uno le sobra algo invendible y le falta lo demás. Pero en conjunto pueden producir todo lo que se necesita para vivir bien. Ocurre lo mismo en la manufactura convencional que trabaja muy por debajo de su capacidad instalada.
El problema es que no hay quien les compre. La solución es comprarse unos a otros. Lo intentan continuamente en esquemas de intercambio de difícil operación y limitada amplitud.
Pero con el apoyo del estado es viable establecer un mercado social en el que entre todos surtan una canasta que cubra la mayor parte de sus necesidades. Para ello se requiere una amplia organización que al darle viabilidad mercantil a esta producción podría generar riqueza y bienestar inmediatos con muy baja inversión.
Salir del neoliberalismo demanda un estado fuerte y requiere un sector social que explote el potencial productivo ya existente. Solo la alianza de los sectores público, privado y social, diseñada en la constitución, nos permitirá alcanzar los objetivos de este nuevo régimen.
martes, 19 de marzo de 2019
Davos en retrospectiva
Jorge Franco
Cada año, a fines de enero, se dan cita los dueños del poder político y económico del planeta en un pueblito suizo y en esas fechas acostumbro escribir un artículo sobre lo más destacado del encuentro. Me refiero al Foro Económico Mundial, más fácilmente identificable por el nombre del lugar: Davos.
En mi artículo usual, acostumbro mencionar algunos datos del sitio; un lugar para vacaciones de invierno, paraíso de esquiadores, en zona montañosa y aislado. Ahí pueden darse condiciones de máxima seguridad, desde la vigilancia de los aeropuertos cercanos a donde llegan docenas de jets privados, el control de los caminos y los policías armados y vigilando desde las azoteas.
Los encuentros y conversaciones son muy jerarquizados; los invitados tienen distintos niveles de identificación que determinan donde y con quienes pueden encontrarse. De cualquier manera, es el espacio donde ocurren encuentros personales que facilitan los grandes negocios y se exponen ideas que orientan el rumbo del planeta.
Pero este año no escribí sobre Davos al momento de darse ese encuentro. En primera porque al igual que muchos otros lo encontré bastante deslucido. No solo por la ausencia de los grandes personajes mundiales. El año pasado Trump acudió a presumir como un gran logro la reducción de impuestos a los más ricos; este año tenía poco de que presumir, bajó su popularidad, se encuentra acorralado por múltiples investigaciones que ya afectan a su entorno cercano, y la burbuja de crecimiento que pudo provocar amenaza desinflarse. Tampoco fueron Putin ni Xi Jinping.
El problema de fondo no fue la escasez de poderosos, sino la mediocridad de los mensajes. Los anuncios sobre las nuevas oleadas tecnológicas y los llamados a mejores oportunidades de inclusión social y menor inequidad sonaban desgastados. Ya no había el entusiasmo de otros tiempos sobre los beneficios de la globalización y el libre comercio. Se rompió la magia del consenso neoliberal y resulta ahora inocultable la incapacidad de las elites para darle cauce a la expansión del descontento social.
En su momento preferí escribir sobre el combate al Huachicoleo y no sobre un foro mundial en decadencia. Paradójicamente, con el paso del tiempo resulta claro que el foro de 2019 terminó por darle resonancia a los mensajes más críticos al actual orden económico mundial.
Uno fue el informe de Oxfam, una confederación internacional de organizaciones humanitarias orientadas al combate a la pobreza. En el señalan que en 2018 se redujo en 11 por ciento el ingreso de la mitad pobre de la población del planeta. En contraste los más ricos se enriquecen mucho más, en buena medida gracias a nuevas reducciones de impuestos. En muchos países los más pobres pagan mayores impuestos, como proporción de sus ingresos, que los más ricos. Eso ha llevado a que los 26 personajes más ricos del mundo posean mayor riqueza que los 3 mil 800 millones en mayor pobreza.
El informe de Oxfam planteó el contexto en el que Rutger Bregman, un historiador holandés habría de decirles una verdad de a kilo a los milmillonarios del planeta. Este joven historiador escribió un libro “Utopía para realistas”, en el que argumenta a favor de un ingreso básico ciudadano y menos horas de trabajo a la semana.
Entre las fallas más evidentes de la economía mundial se encuentran la insuficiencia en la generación de ingresos, lo que da lugar a debilidad de la demanda y el crecimiento, y la escasa generación de empleo. Así que una transferencia social universal y una semana de trabajo reducida que permita emplear a más personas son ideas crecientemente aceptadas incluso entre los supermillonarios. Así que Bregman fue invitado para contestar a preguntas específicas sobre estos temas en uno de los últimos eventos de la semana.
Pero en días anteriores Bregman fue dándose cuenta de la existencia de un tema intocable y sobre el cual los participantes de Davos tenían particular repugnancia. Así que cuando le tocó hablar ya se había decidido a ignorar las preguntas sobre su libro y centrarse en el gran tabú de los ultra super ricos. Su conciencia así se lo indicaba.
Lo que dijo fue sencillo; que todos en Davos hablan sobre participación, justicia, equidad y transparencia, pero nadie menciona el gran tema de la evasión de impuestos y el hecho de que los ricos no pagan lo que les corresponde. Es como ir a una convención de bomberos donde no se puede hablar del agua. Señaló también que los grandes avances tecnológicos que han creado supermillonarios se han hecho con fondos públicos y que los verdaderos creadores de riqueza son los trabajadores.
Bregman salió de la conferencia preocupado sobre si había empleado palabras demasiado duras con sus anfitriones. En todo caso con la convicción de que ahí acababa el asunto.
Pero no fue así. En las siguientes semanas el video de su participación se ha retrasmitido en las redes sociales y ya lo han visto millones de personas. Bregman saltó a la fama por decir algo elemental y evidente. Algo que de pasada destroza la fachada de filántropos generosos que buscan construirse muchos de los más ricos del planeta mientras procuran evadir el dar una justa contribución al bienestar de todos.
Así que en este 2019 Davos fue la caja de resonancia del mensaje que menos les gusta a sus participantes, a los del mundo y a los de México.
Cada año, a fines de enero, se dan cita los dueños del poder político y económico del planeta en un pueblito suizo y en esas fechas acostumbro escribir un artículo sobre lo más destacado del encuentro. Me refiero al Foro Económico Mundial, más fácilmente identificable por el nombre del lugar: Davos.
En mi artículo usual, acostumbro mencionar algunos datos del sitio; un lugar para vacaciones de invierno, paraíso de esquiadores, en zona montañosa y aislado. Ahí pueden darse condiciones de máxima seguridad, desde la vigilancia de los aeropuertos cercanos a donde llegan docenas de jets privados, el control de los caminos y los policías armados y vigilando desde las azoteas.
Los encuentros y conversaciones son muy jerarquizados; los invitados tienen distintos niveles de identificación que determinan donde y con quienes pueden encontrarse. De cualquier manera, es el espacio donde ocurren encuentros personales que facilitan los grandes negocios y se exponen ideas que orientan el rumbo del planeta.
Pero este año no escribí sobre Davos al momento de darse ese encuentro. En primera porque al igual que muchos otros lo encontré bastante deslucido. No solo por la ausencia de los grandes personajes mundiales. El año pasado Trump acudió a presumir como un gran logro la reducción de impuestos a los más ricos; este año tenía poco de que presumir, bajó su popularidad, se encuentra acorralado por múltiples investigaciones que ya afectan a su entorno cercano, y la burbuja de crecimiento que pudo provocar amenaza desinflarse. Tampoco fueron Putin ni Xi Jinping.
El problema de fondo no fue la escasez de poderosos, sino la mediocridad de los mensajes. Los anuncios sobre las nuevas oleadas tecnológicas y los llamados a mejores oportunidades de inclusión social y menor inequidad sonaban desgastados. Ya no había el entusiasmo de otros tiempos sobre los beneficios de la globalización y el libre comercio. Se rompió la magia del consenso neoliberal y resulta ahora inocultable la incapacidad de las elites para darle cauce a la expansión del descontento social.
En su momento preferí escribir sobre el combate al Huachicoleo y no sobre un foro mundial en decadencia. Paradójicamente, con el paso del tiempo resulta claro que el foro de 2019 terminó por darle resonancia a los mensajes más críticos al actual orden económico mundial.
Uno fue el informe de Oxfam, una confederación internacional de organizaciones humanitarias orientadas al combate a la pobreza. En el señalan que en 2018 se redujo en 11 por ciento el ingreso de la mitad pobre de la población del planeta. En contraste los más ricos se enriquecen mucho más, en buena medida gracias a nuevas reducciones de impuestos. En muchos países los más pobres pagan mayores impuestos, como proporción de sus ingresos, que los más ricos. Eso ha llevado a que los 26 personajes más ricos del mundo posean mayor riqueza que los 3 mil 800 millones en mayor pobreza.
El informe de Oxfam planteó el contexto en el que Rutger Bregman, un historiador holandés habría de decirles una verdad de a kilo a los milmillonarios del planeta. Este joven historiador escribió un libro “Utopía para realistas”, en el que argumenta a favor de un ingreso básico ciudadano y menos horas de trabajo a la semana.
Entre las fallas más evidentes de la economía mundial se encuentran la insuficiencia en la generación de ingresos, lo que da lugar a debilidad de la demanda y el crecimiento, y la escasa generación de empleo. Así que una transferencia social universal y una semana de trabajo reducida que permita emplear a más personas son ideas crecientemente aceptadas incluso entre los supermillonarios. Así que Bregman fue invitado para contestar a preguntas específicas sobre estos temas en uno de los últimos eventos de la semana.
Pero en días anteriores Bregman fue dándose cuenta de la existencia de un tema intocable y sobre el cual los participantes de Davos tenían particular repugnancia. Así que cuando le tocó hablar ya se había decidido a ignorar las preguntas sobre su libro y centrarse en el gran tabú de los ultra super ricos. Su conciencia así se lo indicaba.
Lo que dijo fue sencillo; que todos en Davos hablan sobre participación, justicia, equidad y transparencia, pero nadie menciona el gran tema de la evasión de impuestos y el hecho de que los ricos no pagan lo que les corresponde. Es como ir a una convención de bomberos donde no se puede hablar del agua. Señaló también que los grandes avances tecnológicos que han creado supermillonarios se han hecho con fondos públicos y que los verdaderos creadores de riqueza son los trabajadores.
Bregman salió de la conferencia preocupado sobre si había empleado palabras demasiado duras con sus anfitriones. En todo caso con la convicción de que ahí acababa el asunto.
Pero no fue así. En las siguientes semanas el video de su participación se ha retrasmitido en las redes sociales y ya lo han visto millones de personas. Bregman saltó a la fama por decir algo elemental y evidente. Algo que de pasada destroza la fachada de filántropos generosos que buscan construirse muchos de los más ricos del planeta mientras procuran evadir el dar una justa contribución al bienestar de todos.
Así que en este 2019 Davos fue la caja de resonancia del mensaje que menos les gusta a sus participantes, a los del mundo y a los de México.
lunes, 11 de marzo de 2019
Primera andanada
Jorge Faljo
Cuando una de las antiguas fragatas, o buque de guerra, disparaba en preparación para un combate, esa primera andanada era con balas de salva y servía para calentar sus cañones. Era también una demostración de su potencia.
El cambio de perspectiva de estable a negativa que hizo Standard & Poor´s sobre la calificación crediticia del gobierno de México, de Pemex y de otras 89 empresas constituye el mayor desafío en el horizonte de la 4T, la cuarta transformación. Tanto que obligará a una reorientación que puede darse hacia la moderación o, por el contrario, hacia la profundización del cambio.
Standard & Poor’s -S&P- es, con Fitch y Moody´s, una de las tres principales agencias calificadoras de crédito en el mundo. Prestan un servicio fundamental a los grandes capitales financieros al evaluar el riesgo que representa la inversión en países, entidades financieras o empresas y emisiones de deuda específicas.
Sus incapacidades y sesgos han sido evidentes en el pasado. Fallaron en predecir algunas catástrofes financieras de grandes corporativos o, por ejemplo, la Gran Recesión del 2008 – 2010. No obstante, siguen siendo la principal guía en materia de inversiones.
Lo más importante para un inversionista, además de cobrar un interés, es tener la seguridad de que recobrará el capital invertido. Un cambio en la calificación de riesgo modifica la disposición a prestar de los inversionistas; si la calificación baja implica que el riesgo es mayor y exigirán un mayor pago; es decir una tasa de interés más alta.
Cuando S&P coloca en perspectiva negativa al gobierno, a Pemex y a otras casi 90 entidades, no alude a problemas puntuales de cada una, sino a un riesgo que podría verse como sistémico; todos serán afectados por los mismos factores.
A todos pegará un menor ritmo de crecimiento económico que ahora se calcula entre 1.5 y 2 por ciento. La perspectiva de un menor crecimiento global y norteamericano; más el riesgo de guerras comerciales inducen al pesimismo.
En México la transición parece crear dudas que desalientan la inversión y por otro lado la política de austeridad en el gasto corriente estaría impactando el consumo de los despedidos, también de los que ganan menos y de los que se sienten en riesgo.
Un menor crecimiento afectará la captación de impuestos y reducirá el papel dinamizador de la economía del gasto público.
Si a lo anterior se suma una baja de calificación crediticia el resultado será que vamos a tener que pagar un mayor interés sobre la deuda acumulada; lo que reducirá aún más el gasto público; el social, el de inversión y el corriente (salarios).
El incremento del riesgo en el gobierno y en Pemex es también visto como riesgo para sus acreedores y para las empresas cuya existencia depende de contratos públicos. Por eso la advertencia es sistémica.
Aquí conviene hacer algunas consideraciones sobre la 4T. El eje de esta propuesta es el combate a la corrupción y sus mecanismos más evidentes: el aeropuerto faraónico, las grandes compras amañadas, los contratos leoninos, las licitaciones petroleras.
Abatir la corrupción permitiría contar con recursos para pagar el otro gran eje de la 4T: elevar las transferencias sociales a grupos vulnerables: tercera edad, mujeres, jóvenes, niños, campesinos. Al mismo tiempo permitiría realizar inversiones substanciales.
Sin embargo, está en duda que sea sencillo abatir la corrupción y que de ahí surjan vayan a surgir recursos suficientes. Tal vez por ello la insistencia en una austeridad centrada en la disminución de salarios y personal público. Sin embargo, esto impacta a la clase media y hay señales, anecdóticas aún, de que se puede traducir en trabajo a desgano.
Lo que de momento no planteó la 4T fue la alteración de los grandes ejes del modelo anterior: No se propone que el Banco de México incluya entre sus objetivos los de crecimiento y empleo, como en los Estados Unidos, o el de una paridad competitiva, como en China; se hace un compromiso virtual con la defensa del peso fuerte y la atracción de capitales; se da el espaldarazo a un nuevo tratado de libre comercio similar al anterior sin salvaguardas para el desarrollo rural o una política industrial; no habrá nuevos impuestos durante tres años.
No se podría hacer todo a la vez y hay que empezar por la demanda popular más sentida. Pero esta estrategia sufre ahora una andanada en su calificación crediticia que, de hacerse efectiva, elevará el costo del endeudamiento acumulado y dará al traste con la estrategia social y de inversión. Frente a ello solo hay dos opciones.
Una es recuperar la confianza de los grandes inversionistas mexicanos y extranjeros. Volver a confiar en el mercado como el mecanismo que nos sacará adelante con inversiones, crecimiento y, tal vez, alguito de empleo. Atender las inquietudes del sector privado, entre ellas moderar el gasto público, desalentar las huelgas y contener los salarios. Es decir, regresar al modelo de los últimos 36 años. Esto sería inaceptable para los que votaron por el cambio.
La segunda opción es avanzar más rápido en la cuarta transformación. El eje del problema es la debilidad financiera y el riesgo de insolvencia del sector público. Aquí es necesario romper la cuerda que nos atrapa por lo más delgado. Hay que solucionar esa debilidad incumpliendo una promesa; hay que elevar los impuestos sin debilitar la demanda.
México es un paraíso fiscal con una captación impositiva inferior al 17 por ciento, menos de la mitad que el promedio de los países de la OCDE. Las grandes empresas y el sector de muy altos ingreso no están aportando lo que debieran. Los ingresos de Pemex permitían no cobrar impuestos a los grandotes; pero eso ya se acabó.
Hay otras medidas salvadoras. Contamos con un gran potencial productivo disperso que ha sido inutilizado por una modernización mal entendida. Debemos crear las condiciones para reactivar estas capacidades dormidas, pero no destruidas.
Requerimos estrategias de producción alimentaria e industrial que aborden explícitamente la substitución de importaciones. Lo requiere el bienestar popular y la seguridad nacional.
La respuesta a las calificadoras es avanzar en la transformación.
Cuando una de las antiguas fragatas, o buque de guerra, disparaba en preparación para un combate, esa primera andanada era con balas de salva y servía para calentar sus cañones. Era también una demostración de su potencia.
El cambio de perspectiva de estable a negativa que hizo Standard & Poor´s sobre la calificación crediticia del gobierno de México, de Pemex y de otras 89 empresas constituye el mayor desafío en el horizonte de la 4T, la cuarta transformación. Tanto que obligará a una reorientación que puede darse hacia la moderación o, por el contrario, hacia la profundización del cambio.
Standard & Poor’s -S&P- es, con Fitch y Moody´s, una de las tres principales agencias calificadoras de crédito en el mundo. Prestan un servicio fundamental a los grandes capitales financieros al evaluar el riesgo que representa la inversión en países, entidades financieras o empresas y emisiones de deuda específicas.
Sus incapacidades y sesgos han sido evidentes en el pasado. Fallaron en predecir algunas catástrofes financieras de grandes corporativos o, por ejemplo, la Gran Recesión del 2008 – 2010. No obstante, siguen siendo la principal guía en materia de inversiones.
Lo más importante para un inversionista, además de cobrar un interés, es tener la seguridad de que recobrará el capital invertido. Un cambio en la calificación de riesgo modifica la disposición a prestar de los inversionistas; si la calificación baja implica que el riesgo es mayor y exigirán un mayor pago; es decir una tasa de interés más alta.
Cuando S&P coloca en perspectiva negativa al gobierno, a Pemex y a otras casi 90 entidades, no alude a problemas puntuales de cada una, sino a un riesgo que podría verse como sistémico; todos serán afectados por los mismos factores.
A todos pegará un menor ritmo de crecimiento económico que ahora se calcula entre 1.5 y 2 por ciento. La perspectiva de un menor crecimiento global y norteamericano; más el riesgo de guerras comerciales inducen al pesimismo.
En México la transición parece crear dudas que desalientan la inversión y por otro lado la política de austeridad en el gasto corriente estaría impactando el consumo de los despedidos, también de los que ganan menos y de los que se sienten en riesgo.
Un menor crecimiento afectará la captación de impuestos y reducirá el papel dinamizador de la economía del gasto público.
Si a lo anterior se suma una baja de calificación crediticia el resultado será que vamos a tener que pagar un mayor interés sobre la deuda acumulada; lo que reducirá aún más el gasto público; el social, el de inversión y el corriente (salarios).
El incremento del riesgo en el gobierno y en Pemex es también visto como riesgo para sus acreedores y para las empresas cuya existencia depende de contratos públicos. Por eso la advertencia es sistémica.
Aquí conviene hacer algunas consideraciones sobre la 4T. El eje de esta propuesta es el combate a la corrupción y sus mecanismos más evidentes: el aeropuerto faraónico, las grandes compras amañadas, los contratos leoninos, las licitaciones petroleras.
Abatir la corrupción permitiría contar con recursos para pagar el otro gran eje de la 4T: elevar las transferencias sociales a grupos vulnerables: tercera edad, mujeres, jóvenes, niños, campesinos. Al mismo tiempo permitiría realizar inversiones substanciales.
Sin embargo, está en duda que sea sencillo abatir la corrupción y que de ahí surjan vayan a surgir recursos suficientes. Tal vez por ello la insistencia en una austeridad centrada en la disminución de salarios y personal público. Sin embargo, esto impacta a la clase media y hay señales, anecdóticas aún, de que se puede traducir en trabajo a desgano.
Lo que de momento no planteó la 4T fue la alteración de los grandes ejes del modelo anterior: No se propone que el Banco de México incluya entre sus objetivos los de crecimiento y empleo, como en los Estados Unidos, o el de una paridad competitiva, como en China; se hace un compromiso virtual con la defensa del peso fuerte y la atracción de capitales; se da el espaldarazo a un nuevo tratado de libre comercio similar al anterior sin salvaguardas para el desarrollo rural o una política industrial; no habrá nuevos impuestos durante tres años.
No se podría hacer todo a la vez y hay que empezar por la demanda popular más sentida. Pero esta estrategia sufre ahora una andanada en su calificación crediticia que, de hacerse efectiva, elevará el costo del endeudamiento acumulado y dará al traste con la estrategia social y de inversión. Frente a ello solo hay dos opciones.
Una es recuperar la confianza de los grandes inversionistas mexicanos y extranjeros. Volver a confiar en el mercado como el mecanismo que nos sacará adelante con inversiones, crecimiento y, tal vez, alguito de empleo. Atender las inquietudes del sector privado, entre ellas moderar el gasto público, desalentar las huelgas y contener los salarios. Es decir, regresar al modelo de los últimos 36 años. Esto sería inaceptable para los que votaron por el cambio.
La segunda opción es avanzar más rápido en la cuarta transformación. El eje del problema es la debilidad financiera y el riesgo de insolvencia del sector público. Aquí es necesario romper la cuerda que nos atrapa por lo más delgado. Hay que solucionar esa debilidad incumpliendo una promesa; hay que elevar los impuestos sin debilitar la demanda.
México es un paraíso fiscal con una captación impositiva inferior al 17 por ciento, menos de la mitad que el promedio de los países de la OCDE. Las grandes empresas y el sector de muy altos ingreso no están aportando lo que debieran. Los ingresos de Pemex permitían no cobrar impuestos a los grandotes; pero eso ya se acabó.
Hay otras medidas salvadoras. Contamos con un gran potencial productivo disperso que ha sido inutilizado por una modernización mal entendida. Debemos crear las condiciones para reactivar estas capacidades dormidas, pero no destruidas.
Requerimos estrategias de producción alimentaria e industrial que aborden explícitamente la substitución de importaciones. Lo requiere el bienestar popular y la seguridad nacional.
La respuesta a las calificadoras es avanzar en la transformación.
lunes, 4 de marzo de 2019
¿Ayuda social?
Jorge Faljo
La globalización ha reorientado el consumo de todos, ricos y pobres, hacia la gran producción industrializada. No es un hecho “natural” y tampoco se trata de una expansión del consumo asociada a una mejora del bienestar. Es más bien una modernización con deterioro del bienestar.
El fenómeno es doble: Se abandona el consumo de lo que se produce localmente por micro y pequeñas empresas convencionales; y en contrapartida se brinca hacia el consumo generado por empresas gigantescas y distribuido por canales de comercialización que solo admiten la producción en masa, industrial o agropecuaria.
Se trata de una reorientación del consumo agresivamente dañina puesto que destruye las formas de producción locales, regionales e incluso gran parte de las nacionales. “Moderniza” el consumo al mismo tiempo que destruye a las principales generadoras de empleo. Satura el mercado laboral de buscadores de empleo y deteriora su capacidad de negociación; presiona a la reducción de salarios. Es un barniz de modernización que ha reducido el bienestar mayoritario.
Lo hemos vivido en México y ocurre en todo el mundo. Esta reorientación del consumo favorable a la gran producción se asocia a la globalización financiera. La exigencia neoliberal ha sido no tan solo abrir los mercados nacionales a las importaciones; sino abrir los países al financiamiento y la inversión externa; es decir al crédito. Se facilitó el acceso al crédito internacional y las elites locales lo aceptaron gustosas como una forma de modernización.
La entrada de dólares por endeudamiento, o por la venta país (otra forma de endeudamiento que se paga con salida de ganancias) ha sido muy exitosa en México; hemos presumido de nuestra capacidad de atraer inversión externa. Entran dólares que a final de cuentas se convierten en importaciones de bienes de consumo globales. A costa del decaimiento de la producción interna de textiles, calzado, alimentos y prácticamente todo lo demás.
Reorientamos incluso el consumo de los grupos populares a los que modernizamos y a la vez los empobrecemos en la misma jugada.
No creamos que la modernización del consumo que empobrece es solo asunto de la estrategia económica nacional. Ocurre a distintos niveles y por múltiples mecanismos. Uno de ellos es el bombardeo propagandístico en favor de los productos de las empresas globalizadas y de los grandes canales de distribución. Pero no es a esto a lo que quiero referirme en adelante.
Debe de preocuparnos la reorientación del consumo que se impulsa desde el gobierno y con el vestido de desarrollo social. No es peculiar a México, sino parte de la globalización. No necesitamos ir lejos para plantear un ejemplo.
El programa de pensión a los adultos mayores es un ejercicio de justicia social que da recursos, autoestima y dignidad ante su familia, a un sector que se encontraba muy desprotegido y vulnerable. Fue un notable acierto político que reprodujeron otras entidades; aunque la población recuerda quien fue su iniciador. Lo considero un éxito y estoy a su favor.
Pero… tiene un defectillo. Tomó una cita de internet: “Para algunos de mi edad, la tarjeta lo es todo pues están abandonados y ya no trabajan. Yo con la tarjeta de Andrés compro en WaltMart mi medicina”. Gloria, 81 años, beneficiaria del programa.
Ese programa ha reorientado parte del consumo familiar que se adquiría en los mercados populares quitándoles el ingreso, para canalizarlo en favor de los grandes centros comerciales y negocios que aceptan la tarjeta del programa. Con ello se impactó una cadena de producción y comercialización mucho más popular y generadora de empleo nacional, que el gran comercio.
La razón es sencilla; con la tarjeta bancaria en manos del viejito o viejita de la casa la familia va al gran centro comercial a realizar todo su gasto. Ni modo de comprar en un lado con tarjeta y luego regresar al viejo mercado a comprar en efectivo.
Acepto que esto es una caricatura; no puedo precisar porque no hay estudios estadísticamente adecuados. Sería interesante que los grandes centros comerciales, o el gobierno, nos dijeran que proporción del apoyo a la tercera edad se convirtió en consumo como el declarado por la señora Gloria, la de 81 años.
Y aquí llego a mi verdadera preocupación, la de hoy. Con la vista puesta en este programa urbano tan exitoso en lo social y político ahora el nuevo gobierno de López Obrador se plantea un gran incremento de las transferencias sociales en favor de mayores segmentos de población vulnerable.
Uno de ellos, por ejemplo, el de Sembrando Vida, habrá de darle cinco mil pesos mensuales a 400 mil productores campesinos. Sumados los contratos de técnicos y becarios, y si la calculadora no me falla, en un par de años se estarán inyectando ingresos en sector social rural por más de 2.5 billones de pesos al año.
De nueva cuenta manifiesto todo mi apoyo a este programa. Por su impacto en el bienestar de los directamente beneficiados y por lo que se esperaría en resultados productivos y de manejo ambiental.
Pero tiene el mismo defectillo que señalé anteriormente. El dinero se transfiere de manera moderna, en tarjetas electrónicas que solo serán redimibles en establecimientos comerciales del tipo de Elektra, u Oxxo, que serán los grandes ganadores. Una reorientación del consumo que lo alejará de la producción popular y convencional. Lo globalizará en detrimento del bienestar general; con excepción de los directamente beneficiados.
Otorgar así los recursos amenaza crear una ruptura en ejidos y comunidades. La única manera de evitar este impacto negativo, y convertirlo en positivo, es que ese beneficio se ejerza en una alta proporción en consumo de producción local y regional y así termine por favorecer a todos.
En contraposición al consumo bancarizado, globalizado y, por ende, de origen externo, hay que canalizar ese beneficio como consumo social. El procedimiento consistiría en otorgarlo en forma de vales de circulación local y redimibles en las 30 mil tiendas Diconsa. Estas ya apoyan el consumo de decenas de millones de mexicanos del campo; hay que fortalecer su potencial de apoyo a la producción del conjunto del sector que se quiere beneficiar. Y no hay mejor apoyo que la demanda.
Hacerlo requiere fortalecer esa gran cadena de distribución; ¿qué mejor y más práctico ejemplo de la firme alianza entre gobierno y actores sociales que debe guiar el nuevo rumbo?
La globalización ha reorientado el consumo de todos, ricos y pobres, hacia la gran producción industrializada. No es un hecho “natural” y tampoco se trata de una expansión del consumo asociada a una mejora del bienestar. Es más bien una modernización con deterioro del bienestar.
El fenómeno es doble: Se abandona el consumo de lo que se produce localmente por micro y pequeñas empresas convencionales; y en contrapartida se brinca hacia el consumo generado por empresas gigantescas y distribuido por canales de comercialización que solo admiten la producción en masa, industrial o agropecuaria.
Se trata de una reorientación del consumo agresivamente dañina puesto que destruye las formas de producción locales, regionales e incluso gran parte de las nacionales. “Moderniza” el consumo al mismo tiempo que destruye a las principales generadoras de empleo. Satura el mercado laboral de buscadores de empleo y deteriora su capacidad de negociación; presiona a la reducción de salarios. Es un barniz de modernización que ha reducido el bienestar mayoritario.
Lo hemos vivido en México y ocurre en todo el mundo. Esta reorientación del consumo favorable a la gran producción se asocia a la globalización financiera. La exigencia neoliberal ha sido no tan solo abrir los mercados nacionales a las importaciones; sino abrir los países al financiamiento y la inversión externa; es decir al crédito. Se facilitó el acceso al crédito internacional y las elites locales lo aceptaron gustosas como una forma de modernización.
La entrada de dólares por endeudamiento, o por la venta país (otra forma de endeudamiento que se paga con salida de ganancias) ha sido muy exitosa en México; hemos presumido de nuestra capacidad de atraer inversión externa. Entran dólares que a final de cuentas se convierten en importaciones de bienes de consumo globales. A costa del decaimiento de la producción interna de textiles, calzado, alimentos y prácticamente todo lo demás.
Reorientamos incluso el consumo de los grupos populares a los que modernizamos y a la vez los empobrecemos en la misma jugada.
No creamos que la modernización del consumo que empobrece es solo asunto de la estrategia económica nacional. Ocurre a distintos niveles y por múltiples mecanismos. Uno de ellos es el bombardeo propagandístico en favor de los productos de las empresas globalizadas y de los grandes canales de distribución. Pero no es a esto a lo que quiero referirme en adelante.
Debe de preocuparnos la reorientación del consumo que se impulsa desde el gobierno y con el vestido de desarrollo social. No es peculiar a México, sino parte de la globalización. No necesitamos ir lejos para plantear un ejemplo.
El programa de pensión a los adultos mayores es un ejercicio de justicia social que da recursos, autoestima y dignidad ante su familia, a un sector que se encontraba muy desprotegido y vulnerable. Fue un notable acierto político que reprodujeron otras entidades; aunque la población recuerda quien fue su iniciador. Lo considero un éxito y estoy a su favor.
Pero… tiene un defectillo. Tomó una cita de internet: “Para algunos de mi edad, la tarjeta lo es todo pues están abandonados y ya no trabajan. Yo con la tarjeta de Andrés compro en WaltMart mi medicina”. Gloria, 81 años, beneficiaria del programa.
Ese programa ha reorientado parte del consumo familiar que se adquiría en los mercados populares quitándoles el ingreso, para canalizarlo en favor de los grandes centros comerciales y negocios que aceptan la tarjeta del programa. Con ello se impactó una cadena de producción y comercialización mucho más popular y generadora de empleo nacional, que el gran comercio.
La razón es sencilla; con la tarjeta bancaria en manos del viejito o viejita de la casa la familia va al gran centro comercial a realizar todo su gasto. Ni modo de comprar en un lado con tarjeta y luego regresar al viejo mercado a comprar en efectivo.
Acepto que esto es una caricatura; no puedo precisar porque no hay estudios estadísticamente adecuados. Sería interesante que los grandes centros comerciales, o el gobierno, nos dijeran que proporción del apoyo a la tercera edad se convirtió en consumo como el declarado por la señora Gloria, la de 81 años.
Y aquí llego a mi verdadera preocupación, la de hoy. Con la vista puesta en este programa urbano tan exitoso en lo social y político ahora el nuevo gobierno de López Obrador se plantea un gran incremento de las transferencias sociales en favor de mayores segmentos de población vulnerable.
Uno de ellos, por ejemplo, el de Sembrando Vida, habrá de darle cinco mil pesos mensuales a 400 mil productores campesinos. Sumados los contratos de técnicos y becarios, y si la calculadora no me falla, en un par de años se estarán inyectando ingresos en sector social rural por más de 2.5 billones de pesos al año.
De nueva cuenta manifiesto todo mi apoyo a este programa. Por su impacto en el bienestar de los directamente beneficiados y por lo que se esperaría en resultados productivos y de manejo ambiental.
Pero tiene el mismo defectillo que señalé anteriormente. El dinero se transfiere de manera moderna, en tarjetas electrónicas que solo serán redimibles en establecimientos comerciales del tipo de Elektra, u Oxxo, que serán los grandes ganadores. Una reorientación del consumo que lo alejará de la producción popular y convencional. Lo globalizará en detrimento del bienestar general; con excepción de los directamente beneficiados.
Otorgar así los recursos amenaza crear una ruptura en ejidos y comunidades. La única manera de evitar este impacto negativo, y convertirlo en positivo, es que ese beneficio se ejerza en una alta proporción en consumo de producción local y regional y así termine por favorecer a todos.
En contraposición al consumo bancarizado, globalizado y, por ende, de origen externo, hay que canalizar ese beneficio como consumo social. El procedimiento consistiría en otorgarlo en forma de vales de circulación local y redimibles en las 30 mil tiendas Diconsa. Estas ya apoyan el consumo de decenas de millones de mexicanos del campo; hay que fortalecer su potencial de apoyo a la producción del conjunto del sector que se quiere beneficiar. Y no hay mejor apoyo que la demanda.
Hacerlo requiere fortalecer esa gran cadena de distribución; ¿qué mejor y más práctico ejemplo de la firme alianza entre gobierno y actores sociales que debe guiar el nuevo rumbo?
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