Jorge Faljo
Posiblemente el rollo de pedir que España y el Vaticano se disculpen por los abusos cometidos durante la conquista era bien intencionado. Dos elementos no destacados por los medios apuntan en esa dirección. Uno es que las disculpas solicitadas no serían para México y los mexicanos en general. Serían para los pueblos originarios y, segundo, AMLO dijo que el también pedirá perdón a los indígenas. Lo que suena lógico en tanto que los que somos descendientes de criollos seríamos tanto o más culpables de esos abusos que los peninsulares que nunca cruzaron el mar.
Que un mandatario pida disculpas a toda una comunidad no es, ahora, tan inusual. Es algo que por lo general pretende hacer conciencia de un error del pasado para provocar un cambio de conducta en el presente.
De ser correcta esta interpretación la intención sería que al cumplirse 500 años de la llegada a México de Hernán Cortez hubiera alguna sincronización en las disculpas de los europeos y de los mexicanos que somos descendientes de españoles, hacia los pueblos indígenas.
Y lo que habría que cambiar son las actitudes racistas que todavía persisten en México. Echarle la culpa a España y al Vaticano, sin disculparnos nosotros sería una forma hipócrita de no atacar el problema, nuestro problema. Estoy convencido de que esa no era la intención del presidente, pero el asunto se descarriló estruendosamente y en vez de abonar a la transformación de México, se generó un conflicto diplomático que ha exaltado a muchos de ambos lados del Atlántico.
Desde la platea los pueblos indígenas desestiman la importancia de las disculpas. María de Jesús Patricio Martínez, Marichuy, la ex candidata presidencial independiente y vocera del Congreso Nacional Indígena, dice que lo importante sería que las autoridades, obviamente las mexicanas, dejaran de despojar a los pueblos. Pide cambios efectivos, no disculpas.
Este conflicto sobreactuado puede servirnos para clarificar dos o tres puntos de particular importancia.
La reacción predominante en España ha sido de indignación ante la descalificación de lo que para ellos fue una empresa civilizatoria. Un acto con la casi bondadosa intención de incorporarnos a la cultura europea. Con la religión como instrumento clave para cambiar la percepción de los indígenas sobre sí mismos y la nueva posición que se les asignó.
En el siglo XIV Europa había perdido la mitad de su población debido a terribles epidemias llegadas de Asia. Enfermedades similares tuvieron un efecto incluso mucho más catastrófico entre los indígenas de toda América. El abandono masivo de tierras de cultivo en todo el continente a lo largo del siglo XV fue tal que provocó un cambio climático global. Tal catástrofe facilitó la implantación de un nuevo orden brutalmente abusivo sobre los restos del mundo indígena.
Agredir y destruir para civilizar y convertir a una nueva religión fue lo característico de todos los imperios europeos en expansión. Fuera buena intención o pretexto hipócrita da igual. Se apoderaron de África y buena parte de Asia. Solo Japón fue la excepción; logró mantener el control interno frente a la presión externa.
No es extraño que las buenas intenciones civilizatorias sigan siendo esencialmente agresivas para la supervivencia indígena y campesina.
Valga una anécdota. En algún momento en que las Filipinas eran colonia la esposa de un gobernador norteamericano, visitó una cárcel y se propuso mejorar las malas condiciones de los presos. Con la más noble intención pidió a las autoridades que en lugar de arroz salvaje les dieran arroz pulido. Ella lo comía con otros alimentos; pero los presos no, y así perdieron su principal fuente de nutrientes esenciales. Su noble intervención condenó a muerte a centenares de presos en los siguientes años.
Las agresiones civilizatorias no son historia antigua. Aquí en México las repetimos una y otra vez, en grande y en pequeño.
La ley de desamortización de 1856, parte de las leyes de reforma, exigió la individualización de las propiedades comunales de los pueblos indígenas. La idea era crear una clase media rural moderna que imitara a los agricultores norteamericanos de la época. En la práctica se abrió la puerta al despojo de los pueblos y a la creación de latifundios. La producción de maíz se redujo notablemente y hubo hambrunas. Esa modernización agresiva habría de ser causa principal de la revolución de 1910 y de las luchas de los pueblos por recobrar sus tierras.
Hace unos 30 años bajo la promesa de modernizarnos y elevar los niveles de vida se implantó un viraje neoliberal expresado en la firma del TLCAN. A la entrada en vigor de ese tratado que supuestamente nos haría entrar al primer mundo, se contrapuso el levantamiento zapatista. La modernización neoliberal llevó a la miseria a los pueblos indígenas y campesinos y forzó la expulsión del campo y del país de millones de mexicanos, destruyó familias y comunidades.
Los pueblos indígenas y campesinos conocen la historia y saben del peligro que representan los que los quieren civilizar, modernizar y convertirlos en otra cosa.
Propuestas como las de las zonas económicas especiales les parecen todavía aceptables a algunos para inyectar enclaves neoliberales que “equilibren” sur y norte. En esos proyectos se promete enganchar a unos cuantos a la globalización al tiempo que se destruyen los medios de vida de los demás.
Es tiempo de entender que frente a las modernizaciones envenenadas lo que quieren campesinos e indígenas es el único proyecto viable: seguir siendo lo que son. Mejorar y evolucionar en sus propios términos. No más agresiones civilizatorias para transformarlos; lo que se requiere es auténtico dialogo en el que tengan la oportunidad de diseñar su propio futuro.
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