Jorge Faljo
Pues sí, el neoliberalismo destrozó al país. Remató las empresas públicas a precios que implicaron una gran transferencia de riqueza hacia un pequeño grupo. El gobierno de México recortó sus propias manos al retirarse de la regulación del comercio, compra y abasto, de alimentos básicos, fertilizantes, materiales de construcción y otros. Aunque la participación en el mercado siempre fue menor, como en el caso del trigo en que nunca superó el 10 por ciento de la producción. Bastaba ese porcentaje para que los productores recibieran mejores precios y los consumidores no tuvieran que pagar en exceso. Al acotar el margen de intermediación actuaba en favor de la producción y del consumo simultáneamente.
Al recorte de las empresas del estado se sumó la destrucción masiva de la incipiente industria nacional. Con la decisión de modernizar al país atrayendo capital externo se abarató artificiosamente el dólar y nos convirtió en consumidores de importaciones; o de una producción interna trasnacional que paga regalías, intereses y ganancias al exterior.
Se satanizó al pequeño y mediano industrial y comerciante como una clase social parasitaria, dependiente de dadivas y protección del gobierno. No se entendió que así habían iniciado su industrialización los Estados Unidos, Japón y prácticamente cualquier país avanzado de hoy en día. Pero aquí, en lugar de avanzar sobre lo construido, y solucionar sus defectos sobre la marcha, se aceptó su destrucción.
En este periodo del neoliberalismo se destruyeron miles de empresas textiles, de alimentos y bebidas, de la madera y el papel, de la industria química, hule y derivados del petróleo, de productos metálicos básicos, maquinaria, equipo y herramientas y, en general, de todo tipo de manufacturas. Lo que se revelaba claramente en los datos oficiales de la Encuesta Industrial Mensual, en particular la evolución del número de establecimientos manufactureros por actividad económica.
Años antes había pasado algo similar respecto a la producción agropecuaria. La reducción del hato ganadero nacional, que perdió millones de cabezas de ganado vacuno, bovino, porcino y caprino, y la desaparición de cientos de miles de unidades productoras de huevo y pollo, se tradujo en dejar de producir las estadísticas oficiales correspondientes. Se pasó a reseñar el éxito de la producción de los rastros tipo inspección federal. La pérdida brutal del hato campesino se disimuló con el incremento de la producción de gran escala que logró saltar a las tecnologías globales.
Es hora de reconstruir la historia estadística de las empresas manufactureras y la actividad agropecuaria.
Recién el presidente López Obrador declaró que “quedan abolidos el modelo neoliberal y su política de pillaje antipopular y entreguista”. Retoma el mandato constitucional que ubica al estado como rector de la economía y garante del bienestar de los mexicanos. Bien por él.
Pero, ¿se avienta al ruedo sin capote? De los tres sectores de la economía que plantea la constitución, al público se le han amputado los brazos, el social ha sido deteriorado con toda intención hasta provocar la expulsión de millones que no encuentran lugar dentro del país y que ahora con sus remesas ayudan a sus familias y nos subsidian a todos.
El sector privado presenta tres categorías. Una de propiedad extranjera, en buena medida generado en la venta – país, y que es equivalente a deuda en la medida en que debe remitir ganancias. La segunda es el gran capital monopólico nacional, nacido en buena parte en la privatización a precio de cuates de lo que era público. La tercera categoría se compone de empresas que trabajan muy por abajo de su capacidad instalada y se encaminan lentamente a la quiebra; otras muchas se asocian a corrupción o lavado; sin negar que existan las buenas excepciones.
Hay poco instrumental para un cambio de gran calado. Sin embargo, AMLO destapó fuentes “secretas” de recursos, que ya eran escandalosamente visibles, para emprender el nuevo camino. Son el combate a la corrupción y la austeridad como generadores de recursos para transferencias sociales e inversión. Con ellos se empieza a desatar el potencial transformador del gobierno.
Existe otro tesoro, también un secreto a voces, con un enorme potencial para reactivar al sector social de la economía. Entendido de manera amplia se compone de todas las capacidades productivas rurales y manufactureras que, aunque tecnológicamente viables son excluidas del mercado nacional y globalizado.
Alguna vez en una asamblea de productores rurales campesinos e indígenas tuve la ocurrencia de decirles que a todos les sobraba algo. A unos les sobraba frijol, a otros miel, arroz, o mangos, en unos casos muebles de madera o enseres de cocina, materiales de construcción, telas y ropa, en otros calzado.
Lo sostengo, en el medio campesino e indígena sobra producción. A cada uno le sobra algo invendible y le falta lo demás. Pero en conjunto pueden producir todo lo que se necesita para vivir bien. Ocurre lo mismo en la manufactura convencional que trabaja muy por debajo de su capacidad instalada.
El problema es que no hay quien les compre. La solución es comprarse unos a otros. Lo intentan continuamente en esquemas de intercambio de difícil operación y limitada amplitud.
Pero con el apoyo del estado es viable establecer un mercado social en el que entre todos surtan una canasta que cubra la mayor parte de sus necesidades. Para ello se requiere una amplia organización que al darle viabilidad mercantil a esta producción podría generar riqueza y bienestar inmediatos con muy baja inversión.
Salir del neoliberalismo demanda un estado fuerte y requiere un sector social que explote el potencial productivo ya existente. Solo la alianza de los sectores público, privado y social, diseñada en la constitución, nos permitirá alcanzar los objetivos de este nuevo régimen.
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