Jorge Faljo
La OXFAM es una confederación internacional de 19 organizaciones humanitarias no gubernamentales de muchos países que trabajan para combatir la pobreza. La primera de ellas nació en Oxford, Inglaterra, en 1942, en plena guerra mundial y definió su misión como la lucha contra la hambruna. Incluyendo en ese momento la actividad de convencer al gobierno británico que permitiera el paso de alimentos a Grecia, que estaba ocupada por el enemigo.
Esta red de organizaciones llama virus del hambre al Covid-19 por el modo en que la pandemia está profundizando un problema que ya era crónico, el hambre y la inseguridad alimentaria.
De acuerdo al reporte de OXFAM del 9 de julio de este año, 149 millones de personas sufrieron hambre a extremos de inanición en 2019, mientras que 821 millones estaban en inseguridad alimentaria; es decir que apenas contaban con lo suficiente para comer de momento y no sabían cómo podrían alimentarse en los siguientes días. Lo que ocurría el año pasado era ya algo sumamente grave originado en algunos casos por guerras locales, desastres ambientales exacerbados por el cambio climático o, “simplemente”, a la inequidad y exclusión crecientes que han condenado a cientos de millones a un cada vez mayor empobrecimiento.
El Covid-19 nos revela ahora los extremos de la inequidad. Mientras unos lo resisten con empleo seguro y recursos acumulados otros, la mayoría están cayendo en la inseguridad alimentaria. Oxfam ilustra la situación señalando que las 8 mayores compañías de alimentos y bebidas pagaron a sus accionistas 18 mil millones de dólares por utilidades obtenidas en lo que va de este año, no resulta sencillo reunir la décima parte de esa cantidad en respuesta al llamado de la ONU para aliviar el hambre.
La inseguridad alimentaria, la cercanía del hambre, tiene un fuerte impacto en la nutrición. No estar seguros de si se tendrá para comer en una semana o un mes obliga a gastar lo menos posible en el momento presente y consumir alimentos de baja calidad, meros aliviadores del hambre que pueden proporcionar energía inmediata pero no las proteínas, minerales, vitaminas y micro elementos de una dieta adecuada para el presente y el futuro.
Incluso comiendo mucho de los alimentos “llenadores” persiste la sensación de carencia, un hambre persistente de los nutrientes faltantes que lleva a un resultado paradójico. La inseguridad alimentaria tiene como uno de sus resultados más frecuentes la obesidad.
México es ejemplo, mal ejemplo, del hambre y la inseguridad alimentaria que ya eran parte del modo de vivir de millones de personas y que ahora se agrava. Somos un pueblo obeso, con una alimentación de mala calidad que se vuelve cultura, comida de banqueta por un lado y que es alentada por las grandes empresas productoras de comida chatarra y bebidas azucaradas. Energía inmediata sin nutrimentos esenciales y obesidad van de la mano.
De acuerdo al último reporte de las mayores agencias internacionales sobre la alimentación y la salud relativo al estado de la seguridad alimentaria y la nutrición en el mundo México se distingue por la caída del consumo de frutas y lácteos en la medida en que sube la inseguridad alimentaria.
El reporte mencionado informa que la inseguridad alimentaria se elevó del 22.7 por ciento de la población mexicana en el periodo 2014 – 2016 a un 25.5 por ciento entre 2017 – 2019. Entre las mayores víctimas de la inseguridad y la consiguiente desnutrición se encuentran los niños y su condición se reconoce de manera internacional como un indicador pertinente para el conjunto de la población. En 2019 el 21.3 por ciento de los niños menores de cinco años en México tenían un menor peso al correspondiente a su edad; es decir que la malnutrición crónica afectaba su desarrollo corporal.
No hicimos aquí, en nuestro país, la tarea de dar seguridad y calidad a nuestra nutrición; llevamos décadas de mala alimentación. Algunos programas anunciados con bombo y platillo, como el de la lucha contra el hambre, fueron falsas fachadas orientadas por el negocio y la corrupción; aliados en la práctica a los grandes corporativos generadores de alimentos chatarra y no a quienes podrían producir alimentos de calidad, para ellos y para todos, desde las localidades y regiones más afectadas por el hambre y la inseguridad.
CEPAL y FAO advierten, en su reporte sobre cómo evitar una crisis alimentaria, que ante una reducción de ingresos la población pasa a consumir alimentos de menor calidad nutricional.
Esto como el Covid-19, puede dejarnos un deterioro permanente incluso para aquellos que pasen lo peor de la prueba. Tal vez incluso una población más obesa, con las complicaciones asociadas de diabetes, presión alta y las que digan los doctores. Es decir, una población todavía más débil y menos preparada, como lo estamos ya, para enfrentar la pandemia. La primera barrera contra el virus debió ser una población saludable, bien alimentada, con buenas defensas dentro de cada cuerpo, cada ciudadano.
¿Haremos la tarea ahora, cuando enfrentamos el mayor reto alimentario de nuestra historia?
Quisiera decir que si, que estoy seguro de ello. Pero no, no veo las señales. Así como el problema nos agarra debilitados en nuestros cuerpos, sistema de salud, economía, así también ocurre que los más importantes programas que debieran ser nuestros campeones al frente de esta batalla presentan serias debilidades. Su común denominador es estar actuando con un voluntarismo autoritario; sordos, ciegos y sin dinero en la cartera. Su mayor potencial debiera ser el trabajar aliados con los productores y consumidores que son, supuestamente, su población objetivo.
Urge reordenar prioridades y estrategias en los programas de atención a la producción, la distribución y el consumo de los productores y la población más vulnerable. Urge darle la mano al pueblo y sus organizaciones
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