Jorge Faljo
Ahora nos deseamos un buen año con más fervor que nunca antes. Lo necesitamos, pero tendremos que hacer mucho más que simplemente desearlo.
2020 fue un año terrible; año de enfermedad y muertes, de desempleo, de apretarse el cinturón en serio, de empobrecimiento masivo, de hambre o, dicho finamente, de deterioro nutricional. Y ahora, en la siempre temida cuesta de enero, hemos de cargar con el incremento de los contagios y la saturación de hospitales.
No sabemos a ciencia cierta cómo se comportará la pandemia en adelante; las incertidumbres son muchas. Van desde problemas en la logística de producción, compra y distribución de las vacunas a la amenaza de nuevas cepas más virulentas, es decir mutaciones del Covid 19 que, como en el caso de la simple gripa o la influenza podrían hacer mucho más difícil prevenirlo y obligarían a una carrera de larga duración entre el virus y las vacunas.
Algo que es innegable es que uno de sus peores impactos es en el bienestar económico de las personas; la destrucción de puestos de trabajo, la caída brutal de los ingresos de por lo menos 20 millones de personas el año pasado, las perspectivas del cierre de cientos de miles de micro, pequeñas y medianas empresas se asocian al empobrecimiento masivo de la población. Así ocurre en México y el mundo. Hasta en los Estados Unidos es nota cotidiana la situación de inseguridad alimentaria y hambre en que han caído millones; aquí no le prestamos suficiente atención a este asunto y nos falta información en tiempo real sobre la situación de bienestar, más bien malestar, de la mayoría.
Tarde o temprano, mejor temprano, controlaremos o aprenderemos a convivir con la pandemia y la prioridad será, más bien es desde ya, la reconstrucción económica y social. ¿Nos estamos preparando para ello?
Hay dos ideas en el aire. La primera, que parece predominar, habla de recuperación económica como un regreso a lo preexistente. Es un poco como nadar de muertito y esperar que las mismas reglas del juego, las del libre mercado, nos permitirán regresar a donde estábamos; justo a la situación que los mexicanos repudiamos en las últimas elecciones.
Regresar a lo anterior nadando de muertito es prácticamente imposible y es una meta indeseable sobre todo por pequeña. La pandemia exacerbó la situación, pero el objetivo tiene que ir mucho más allá de remontar la pandemia para remontar las décadas de empobrecimiento masivo de décadas de libre mercado y gobierno enano.
De acuerdo al CONEVAL en 2018 la mitad de la población vivía en pobreza o pobreza extrema, más de 25 millones no tenían una alimentación adecuada y más de la mitad de los trabajadores lo hacían en la informalidad. Si a esto último le sumamos la decena de millones que huyeron a los Estados Unidos queda claro el fracaso de la globalización.
No solo en México, buena parte de la población se empobreció, por ejemplo, en Alemania y en los Estados Unidos. El éxito de China no compensa el empobrecimiento mundial pero si señala que, a diferencia del libre mercado, una fuerte presencia del Estado, una alta capacidad regulatoria y una estrategia económica favorable a la producción más que al consumo interno terminó dando mejores frutos en el bienestar de su población.
Plantear la recuperación bajo el modelo anterior nos llevaría a que al final de este sexenio hayamos meramente superado el impacto de la pandemia y nos encontremos igual que al principio del sexenio. Lejos de ser el sexenio de la transformación sería el de la mera recuperación.
De acuerdo al INEGI 11.7 millones de mexicanos están dispuestos a trabajar, pero en su mayoría se han cansado de buscar empleo y por no buscarlo activamente dejan de aparecer en las cifras de la población económicamente activa, lo que lleva a una cifra muy engañosa de bajo desempleo. Un truco conceptual y estadístico.
El caso es que necesitamos reconectar a los millones que quieren trabajar, que tienen experiencia, saberes y capacidades para hacerlo, conectarlos con los innumerables talleres, locales, equipos y herramientas inutilizados o en crisis, para, a final de cuentas proporcionarse a ellos mismos lo que necesitan. Producir alimentos, ropa, calzado, vivienda, muebles y utensilios no requiere tecnología sofisticada; se puede hacer a prácticamente cualquier nivel tecnológico y eso es posible en un contexto de mercado adecuado.
No nos engañemos, la clave no se encuentra en la atracción de inversión externa, ni siquiera en nueva inversión nacional. No la desprecio, pero no es la solución.
La clave es reconectar las tres vertientes mencionadas que ya existen. Y eso no lo puede hacer, como no pudo antes, el libre mercado. Mucho menos cuando plantea que lo hará en el plano mundial y orientado por los intereses de las grandes corporaciones que más bien han contribuido muy activamente a la destrucción de las capacidades nacionales, regionales y locales incluso en países como los Estados Unidos.
Reconectar a nivel nacional, las ganas de trabajar, la infraestructura ya disponible y la satisfacción de necesidades demanda una estrategia de circuitos comerciales, es decir de producción, distribución y consumo que operen a nivel local, comercial y nacional. Requiere de mercados socialmente regulados con fuerte apoyo del Estado. Hablo de autosuficiencias escalonadas que hagan uso de lo ya disponible en abundancia.
Recuperar lo perdido el año pasado a partir de la inversión nueva sería lentísimo; reactivar es plantearnos recuperar lo perdido en las últimas décadas de manera muy rápida.
Combatir la corrupción y abandonar el gasto suntuario es bueno, pero notoriamente insuficiente. Necesitamos un gobierno decidido a ser fuerte, no autoritario sino, por lo contrario que opere guiado por las organizaciones y los intereses de base y que esté decidido a combatir la inequidad gravando con justicia la riqueza extrema, que es a final de cuenta la causa de la pobreza extrema.
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