Jorge Faljo
Apenas empezaba el salario mínimo a tener una leve recuperación, después de unos 20 años de estancamiento cuando nos cayó el chahuistle en su versión anti humanos, el COVID-19. Recuperadita que se vino al suelo con una severa disminución del ingreso y ahora a casi la mitad de los que trabajan no les alcanza ni para comer bien; no se diga para los demás.
De acuerdo al Fondo Monetario Internacional la caída de alrededor del 10 por ciento del producto este año se traduce en una reducción de casi mil 900 dólares para cada mexicano.
Décadas de empobrecimiento y sacrificio y ahora la pandemia. Entre los sacrificios estuvieron los de millones que tuvieron que abandonar sus pueblos; a sus familias, e incluso a esposa e hijos. Ahí se rompió la cadena generacional de transmisión de los valores de honradez, trabajo honesto y familia unida. Valores también sacrificados en aras de un modelo de desarrollo muy prometedor.
Prometedor sí, pero nada cumplidor. Entre sus promesas no estaba la venta del patrimonio nacional; primero el del Estado a los particulares y, como segundo paso, el de los particulares al capital internacional. La desnacionalización de la banca, la industria, el comercio, el sector turístico; y la del consumo. Ahora importamos la comida, la ropa, los electrodomésticos, la maquinaria y herramientas.
Millones se fueron porque aquí no podían vivir del campo y del trabajo honrado. Se les arrebató algo vital. No la tierra y sus herramientas, ni los pequeños y medianos talleres. Se les quitó el mercado nacional para el que podían producir y vender porque disque había que modernizarnos, había que abrir las puertas y dejar que la avalancha de mercancías importadas, desde maíz y piernas de pollo, hasta ropa de paca, destruyeran la pequeña y mediana producción interna.
Paradójicamente lo que podría llamarse política social quedó en manos de los paisanos que, desde los Estados Unidos y fieles a sus valores de trabajo fuerte y honrado, y amor por la familia, desde allá ayudan a que muchos aquí puedan comer. Eso sí, comer importado.
Lo más grave del fracaso de la modernización en manos transnacionales fue el impacto en nuestras vidas, en nuestros cuerpos. De 2012 a 2018 la anemia en niños de cinco a once años creció del 10.1 al 21.2 por ciento señalando una deficiencia de micronutrientes. Es un indicador de una reducción de la calidad de la alimentación de toda la familia; la comida tendió a centrarse en carbohidratos, azúcar y grasa, con menos hortalizas y frutas.
En lo que pareciera ser el otro extremo México se convirtió en el segundo país con mayor obesidad del mundo, después de los Estados Unidos. El primero si se incluye al sobrepeso. El impacto de las enfermedades asociadas a estas condiciones es tal que nos reduce en 4.2 años en promedio la esperanza de vida a los mexicanos.
Los mexicanos pasamos a alimentarnos de chatarra envuelta en lindos plásticos de colores. Un buen ejemplo de la modernización seguida.
Ahora, ante el empobrecimiento masivo, el crecimiento de la inseguridad alimentaria, la caída de la producción, parece predominar la confusión, o el cisma. Para unos hay que recurrir a las recetas usuales, atraer capital externo, priorizar la defensa de la paridad cambiaria, dar seguridades a la inversión privada.
Para otros esas medidas fueron parte del problema. Nos metieron en la trampa del empobrecimiento masivo y en la idea de que para hacer más soportable la pobreza había que consumir importado. Traer, más barato, de fuera, la comida, la ropa y el calzado, los electrónicos de la vida moderna.
Se crearon las condiciones en las que si queremos consumir lo nacional resulta que es más caro y menos bueno. Así que no podemos salir de la trampa. Pero consumir importado es una droga adictiva que se traduce en más venta del patrimonio nacional, que exige desempleo y una pobreza incapacitante, en lugar de incitar al cambio y al trabajo.
Hay que salir de la trampa de que es más barato importar que producir. Así nos empobrecimos. La propuesta de este régimen fue la de producir para nosotros, la autosuficiencia alimentaria. Lejos de abandonarla hay que profundizar la propuesta hacia medidas de autosuficiencia no solo nacional, sino local y regional. Y no solo alimentaria, sino de toda la canasta de consumo básico, alimentos, ropa y calzado, materiales de construcción, enseres del hogar.
Hay que consumir del campo y de la industria nacionales, aunque al principio no tengan el sabor de lo importado. Si no lo hacemos lo que tendremos es cada vez más población que vive de transferencias; sean las que les mandan sus familiares del exterior, o las del gobierno.
En vez de condenar a más mexicanos a la dependencia eterna; hay que convertir las transferencias en demanda sobre la producción interna; primero la local, luego la regional y, por último, sentar las bases del renacer del campo para una nueva producción industrial nacional orientada al consumo mayoritario. No se hace eso de un día para otro; exige un plan rural e industrial de mediano y largo plazo.
Pero es posible si se combina el predominio de la política pública sobre el mercado; es decir si se regula al mercado en alianza con la organización social de los productores y consumidores que fueron hechos a un lado e incluso echados fuera del país.
Las opciones se han acabado. Hay que regresar a lo básico, a la producción local y regional sustentada sobre todo en la reactivación de capacidades que fueron abandonadas en aras del sueño modernizador. Sentar las nuevas bases de un crecimiento firme asociado al derecho soberano a decidir nuestro propio camino, y al derecho de los excluidos a organizar su propia vida.
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