Mercado interno
Jorge Faljo
Todos y cada uno de los cuatro candidatos a la presidencia de la república han expresado la necesidad, o la propuesta, de fortalecer el mercado interno. Por lo general lo asocian a otros elementos positivos como, por ejemplo, mayor crecimiento económico, generación de empleos y equidad social. De este modo recogen lo que es una demanda generalizada en los foros y liderazgo empresariales. Ha sido también una idea continuamente expresada, desde hace décadas, en el medio académico y desde los movimientos sociales críticos al actual y nefasto modelo de desarrollo.
Pareciera haberse creado cierto consenso en cuanto a la conveniencia de fortalecer el mercado interno. Sin embargo esto podría ser una mera apariencia en tanto que, ni en el medio empresarial ni en el político se adentran en el diagnóstico que lo hace necesario, en los instrumentos concretos para lograrlo y en sus implicaciones. Saben que es necesario pero ni empresarios ni políticos se atreven a mencionar los detalles del cambio.
La estrategia económica mexicana se planteó, desde hace tres décadas, el crecimiento de un sector moderno de la economía orientado hacia afuera. Este sector estaría configurado por empresas con tecnología de punta integradas a procesos productivos internacionales. Ejemplo de ello sería una industria automovilística que ensamblaría piezas provenientes de todo el mundo para construir vehículos de exportación.
Los fundamentos de la competitividad internacional de México serían su ubicación geográfica, al lado de la primera potencia mundial, mano de obra barata y políticas altamente favorables al gran capital. Nuestros estados y ciudades compitieron por atraer inversiones modernas ofreciéndoles condiciones favorables, incluyendo infraestructura, condonaciones de impuestos y control laboral a las ensambladoras, maquiladoras y, en general, a todo el sector empresarial productivo. También para la inversión meramente financiera se creó un contexto de privilegio.
El costo fue enorme. La apertura del mercado interno se tradujo en una destrucción masiva del viejo aparato productivo. Tanto la agricultura tradicional como la industria convencional, construida sobre todo desde la nacionalización del petróleo (que le abarató sustancialmente el costo energético), fueron sacrificadas en aras de esta peculiar idea de modernización empobrecedora.
Sacrificar el empleo fue posible gracias a la gran válvula de escape que constituía la emigración a los Estados Unidos. Reducir a polvo el salario, a una tercera parte de lo que los trabajadores ganaban en 1978, fue posible porque no eran un mercado que interesara a los sectores globalizados modernos. Ellos producían para exportar. Por otro lado los bajos salarios constituían una fuente de ganancias que, supuestamente, permitiría los altos niveles de inversión que requería la modernización exportadora.
La estrategia fue cruel. Empobreció a la mayoría, destruyó millones de familias en las que los padres, o los hijos, tuvieron que emigrar, rompió con los viejos valores de solidaridad familiar y comunitaria, e incluso con los ideales del trabajo honesto como vía de superación. Pero aún así parecía funcionar, era viable. Ya no.
El mundo se ha puesto de cabeza. Cuando la globalización es brava hasta a los de la casa muerde. Ahora se cierran las empresas y las fuentes de empleo en los Estados Unidos y Europa, no crecen o incluso entran en recesión, sus gobiernos abandonan sus responsabilidades en materia de educación, salud y protección social, se empobrece su población.
México, que se había enganchado como furgón de cola a la locomotora norteamericana, se encuentra con que ésta ya no jala. Crecíamos, aunque muy poco, para un comercio internacional en expansión, pero ahora este decrece. Y no se ve un horizonte de recuperación mundial, todo lo contrario.
Así que en adelante, si vamos a crecer, generar empleos, vivir más o menos bien y en paz, solo será posible enfocándonos en el mercado interno. Un cambio que tiene que ser gradual pero que al mismo tiempo deberá ser lo más acelerado posible. Se trata de acrecentar lo que producimos para nosotros mismos y, al mismo tiempo, elevar el porcentaje de productos nacionales dentro de nuestro consumo.
El empresariado propone que el gobierno reoriente sus compras a favor de las empresas nacionales. Tan solo este cambio requiere importantes modificaciones normativas porque hoy en día todo burócrata está obligado a comprar lo más barato y no lo que genera empleos y bienestar en el país. Pero este no es sino un punto menor, apenas una manera de empezar.
Lo que realmente importa y urge es la recuperación salarial masiva. Tan solo alcanzar el nivel salarial de 1976 – 1980 tendría un impacto substancial en la mejora de los niveles de vida de la población; siempre y cuando esa elevación del consumo se oriente a reactivar, también masivamente, las capacidades productivas actualmente subutilizadas y a generar otras nuevas. Porque elevar los ingresos y que estos se vayan a la compra de importaciones no generaría una dinámica de crecimiento y bienestar autosostenido.
De 1980 para acá se han elevado substancialmente los niveles de productividad de la industria, la agricultura, el comercio, la actividad bancaria. El problema ha sido precisamente que las empresas más modernas son mucho más productivas pero, como pagan menos, no generan capacidad de compra en el mercado. Tenemos millones de desempleados con ganas de trabajar, hay incluso enormes potenciales de aprovechamiento de capacidades subutilizadas, de reactivación de todo tipo de pequeñas y medianas empresas, talleres e industrias. Lo que falta es dinero en el bolsillo de los mexicanos.
Sin embargo para que las empresas paguen más y no quiebren, requieren protección de la competencia externa. No podríamos, por ejemplo, reabrir centenares de pequeñas empresas productoras industriales de tornillos, o miles de talleres familiares de calzado, si siguen expuestos a la competencia externa que los destruyó. Crecer y mejorar los niveles de vida demanda una estrategia de reindustrialización que solo es posible en el contexto de un comercio exterior administrado a nuestra conveniencia. Ya basta de servirles de tapete a los demás.
Fortalecer el mercado interno no es aislarnos del mundo pero si es recuperar la capacidad de controlar nuestro destino, de tomar decisiones favorables a la población y no meramente seguir recetas y catecismos que en todo el planeta conducen a la humanidad al abismo. Gane el que gane las próximas elecciones espero que tenga muy clara la necesidad de modificar el rumbo y que se tome en serio su compromiso de fortalecer el mercado interno.
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